12/10/2019, 13:47
—¡No puede ser! —exclamó Eri, desesperada. Y no era para menos—. A este ritmo, Ushi... —Se volvió hacia Ayame, que le devolvió una mirada igual de alarmada—. No podría desviar el trayecto del tren con mis cadenas, seguramente me arrancarían el brazo... No puedo darle una descarga porque... ¡porque ya hemos destrozado las baterías! Y no podría sellar el tren, necesitaría mucho tiempo y no tenemos tiempo... Y tampoco podría desviar las vías... No sé qué hacer.... No sé qué hacer...
Ayame cerró los ojos, con los hombros hundidos. Ella no estaba en una posición mucho mejor. Desde dentro del tren no podían hacer más de lo que habían hecho ya. Y si salían al exterior perderían demasiado tiempo entre que recuperaban la inercia habitual de su propio cuerpo e intentaban hacer algo. Para cuando lo consiguieran, el tren ya habría salido de su alcance.
El ferrocarril no dejaba de temblar, como si fuera consciente del destino que le aguardaba, y el sonido de los metales y la madera entrechocando llenaba sus oídos de una sinfonía de destrucción y muerte. Bien era cierto que había comenzado a frenar, pero Ushi cada vez estaba más cerca...
Ayame suspiró y salió de la cabina del conductor. Atravesó a toda velocidad el primer vagón y abrió la puerta que lo conectaba con el segundo de golpe.
—Se... ¿Señorita, qué está...?
Pero Ayame no respondió de inmediato. Había vuelto a inflar el brazo con aquella técnica suya y, de un sólo machetazo lo descargó contra las juntas de unión entre los dos vagones, que se rompieron en mil pedazos con un potente estruendo. El primer y el segundo vagón se desprendieron el uno del otro y comenzaron a separarse. Sin perder un solo instante, Ayame realizó un único sello y expelió desde sus labios una bala de agua que impactó de lleno en el segundo vagón, estremeciéndolo de arriba a abajo y frenándolo considerablemente. Si sus cálculos eran correctos, no debería llevarle tanto tiempo el detenerse del todo. El imponente El Imparable había quedado reducido a un solo vagón y a la cabina de mandos.
Si no podía detener todo el tren, al menos aligeraría la carga para que el impacto no fuera tan grande.
—Preparaos para saltar —les advirtió Ayame, sombría y con lágrimas en los ojos.
—¿Qué... Qué está... diciendo...?
Ayame se volvió hacia el maquinista, con una mano extendida.
—¡Hemos hecho lo que hemos podido y no nos queda tiempo! ¡Lo único que podemos hacer es salvarle a usted y rezar... ¡Vamos, coja mi mano! Eri, ¿podrás salir por tus propios medios?
Ayame cerró los ojos, con los hombros hundidos. Ella no estaba en una posición mucho mejor. Desde dentro del tren no podían hacer más de lo que habían hecho ya. Y si salían al exterior perderían demasiado tiempo entre que recuperaban la inercia habitual de su propio cuerpo e intentaban hacer algo. Para cuando lo consiguieran, el tren ya habría salido de su alcance.
El ferrocarril no dejaba de temblar, como si fuera consciente del destino que le aguardaba, y el sonido de los metales y la madera entrechocando llenaba sus oídos de una sinfonía de destrucción y muerte. Bien era cierto que había comenzado a frenar, pero Ushi cada vez estaba más cerca...
Ayame suspiró y salió de la cabina del conductor. Atravesó a toda velocidad el primer vagón y abrió la puerta que lo conectaba con el segundo de golpe.
—Se... ¿Señorita, qué está...?
Pero Ayame no respondió de inmediato. Había vuelto a inflar el brazo con aquella técnica suya y, de un sólo machetazo lo descargó contra las juntas de unión entre los dos vagones, que se rompieron en mil pedazos con un potente estruendo. El primer y el segundo vagón se desprendieron el uno del otro y comenzaron a separarse. Sin perder un solo instante, Ayame realizó un único sello y expelió desde sus labios una bala de agua que impactó de lleno en el segundo vagón, estremeciéndolo de arriba a abajo y frenándolo considerablemente. Si sus cálculos eran correctos, no debería llevarle tanto tiempo el detenerse del todo. El imponente El Imparable había quedado reducido a un solo vagón y a la cabina de mandos.
Si no podía detener todo el tren, al menos aligeraría la carga para que el impacto no fuera tan grande.
—Preparaos para saltar —les advirtió Ayame, sombría y con lágrimas en los ojos.
—¿Qué... Qué está... diciendo...?
Ayame se volvió hacia el maquinista, con una mano extendida.
—¡Hemos hecho lo que hemos podido y no nos queda tiempo! ¡Lo único que podemos hacer es salvarle a usted y rezar... ¡Vamos, coja mi mano! Eri, ¿podrás salir por tus propios medios?