23/07/2020, 21:06
Un tenso, y aliviador, silencio invadió los calabozos cuando se escuchó el chirriante sonido de la puerta de entrada abriéndose.
—Me cago en todo, ¿quién está armando jaleo en este día de mierda? —blasfemó una de las encargadas de la recepción. Pero en cuanto se dio cuenta de quién era la persona que la estaba llamando, se pegó a la celda contraria, claramente alarmada—: ¿¡Arashikage-sama!?
La mujer en cuestión tenía los cabellos largos, oscuros y alborotados y los ojos claros. Era una de esas mujeres a las que les gusta ir exhibiendo sus atributos como un pavo real, vistiendo ropajes más bien ligeros de tela pese al inclemente tiempo de Amegakure. Ayame no había interactuado mucho con ella, y en aquellos instantes le costaba acordarse de su nombre, ¿Kerika? ¿Karaka? No quiso arriesgarse a meter la pata de nuevo, y por si acaso se limitó a saludarla con una respetuosa inclinación de cabeza.
—Antaño lo fui —la cortó Yui, y Ayame la miró por el rabillo del ojo.
«¿Antaño? ¿Eso quiere decir que es verdad que...?»
—¿¡A qué cojones esperas!? Abre la puta puerta, que tengo que hablar con Shanise. ¿Está en el despacho?
—S-sí, Yui-sama —balbuceó la recepcionista, que se apresuró a acercarse y abrir la puerta para que pudieran salir de la celda. Por supuesto, no tardó un instante en cerrarla tras sus espaldas, dejando al pobre ladronzuelo de nuevo con su soledad—. ¿Qué ha pasado? ¿Ha pasado algo?
—Ya hablaremos. Ahora mismo, déjame en paz —la cortó en seco, con su habitual delicadeza.
Subieron a recepción, y entonces Ayame se dio cuenta de por qué era un mal día para todos. Tuvo que entrecerrar los ojos cuando vio la inusual claridad en la que estaba sumido el torreón. El sol brillaba desde lo alto, con todas sus fuerzas. Señal de un mal augurio para los amejines. La recepcionista volvió a su puesto de trabajo, y tanto Yui como Ayame se dirigieron al ascensor que habría de subirlas a su despacho. O, mejor dicho, el que había sido su despacho.
«¿De verdad va a...?» Volvió a repetirse, con un nudo en el estómago. Y era de lo más irónico. Amekoro Yui siempre había sido para Ayame el destello del rayo, el retumbar del trueno en una tormenta tropical. Daba miedo, todo en ella era electricidad, y más de una vez se había visto en serios aprietos en su presencia debido a su torpeza e inocencia. Y ahora, que parecía que iba a dejar el sombrero, sentía cierta lástima. «Aunque ahora va a tomar otro sombrero, concretamente el de...»
—Siento mucho lo de su hermano... —dijo, en voz baja, removiéndose en el sitio con cierta inquietud. Y aún pasaron algunos segundos hasta que se atrevió al fin a preguntar—. ¿Entonces es cierto? ¿Ahora usted será... la nueva Daimyō?
—Me cago en todo, ¿quién está armando jaleo en este día de mierda? —blasfemó una de las encargadas de la recepción. Pero en cuanto se dio cuenta de quién era la persona que la estaba llamando, se pegó a la celda contraria, claramente alarmada—: ¿¡Arashikage-sama!?
La mujer en cuestión tenía los cabellos largos, oscuros y alborotados y los ojos claros. Era una de esas mujeres a las que les gusta ir exhibiendo sus atributos como un pavo real, vistiendo ropajes más bien ligeros de tela pese al inclemente tiempo de Amegakure. Ayame no había interactuado mucho con ella, y en aquellos instantes le costaba acordarse de su nombre, ¿Kerika? ¿Karaka? No quiso arriesgarse a meter la pata de nuevo, y por si acaso se limitó a saludarla con una respetuosa inclinación de cabeza.
—Antaño lo fui —la cortó Yui, y Ayame la miró por el rabillo del ojo.
«¿Antaño? ¿Eso quiere decir que es verdad que...?»
—¿¡A qué cojones esperas!? Abre la puta puerta, que tengo que hablar con Shanise. ¿Está en el despacho?
—S-sí, Yui-sama —balbuceó la recepcionista, que se apresuró a acercarse y abrir la puerta para que pudieran salir de la celda. Por supuesto, no tardó un instante en cerrarla tras sus espaldas, dejando al pobre ladronzuelo de nuevo con su soledad—. ¿Qué ha pasado? ¿Ha pasado algo?
—Ya hablaremos. Ahora mismo, déjame en paz —la cortó en seco, con su habitual delicadeza.
Subieron a recepción, y entonces Ayame se dio cuenta de por qué era un mal día para todos. Tuvo que entrecerrar los ojos cuando vio la inusual claridad en la que estaba sumido el torreón. El sol brillaba desde lo alto, con todas sus fuerzas. Señal de un mal augurio para los amejines. La recepcionista volvió a su puesto de trabajo, y tanto Yui como Ayame se dirigieron al ascensor que habría de subirlas a su despacho. O, mejor dicho, el que había sido su despacho.
«¿De verdad va a...?» Volvió a repetirse, con un nudo en el estómago. Y era de lo más irónico. Amekoro Yui siempre había sido para Ayame el destello del rayo, el retumbar del trueno en una tormenta tropical. Daba miedo, todo en ella era electricidad, y más de una vez se había visto en serios aprietos en su presencia debido a su torpeza e inocencia. Y ahora, que parecía que iba a dejar el sombrero, sentía cierta lástima. «Aunque ahora va a tomar otro sombrero, concretamente el de...»
—Siento mucho lo de su hermano... —dijo, en voz baja, removiéndose en el sitio con cierta inquietud. Y aún pasaron algunos segundos hasta que se atrevió al fin a preguntar—. ¿Entonces es cierto? ¿Ahora usted será... la nueva Daimyō?