21/09/2021, 15:54
Su cuerpo era un relámpago que centelleaba en las dunas del desierto. Era rápido, muy rápido. La electricidad imbuía todo su cuerpo y la arena que levantaba sus pisadas volaba como si fuese arrastrada por un huracán. Pero no era suficiente. No contra lo que se enfrentaba.
Uchiha Zaide acostumbraba en los últimos tiempos a dar la sorpresa. A aparecer cuando menos se le esperaba. A bajar el hacha y dictar sentencia. Pero no siempre fue así. Hacía no muchos años, Dragón Rojo había sido su peor enemigo, y cada vez que su cuerpo se forzaba a correr era para huir.
Aquella era una de esas veces.
El empeine de su pie golpeó una roca saliente y su cuerpo cayó sobre la arena. Rodó y rodó hasta dar con sus huesos contra la falda de la montaña dorada. Quiso levantarse, pero no pudo. El sol pegaba tan fuerte y se encontraba tan mareado que lo único que pudo hacer fue yacer allí, empapado en sudor y con los labios agrietados y secos.
Con sus últimas fuerzas, formó una cadena de sellos y se mordió el pulgar.
Se despertó con un dolor de cabeza terrible. La temperatura era fresca, no obstante, y estaba a la sombra. Eso estaba bien. Seguía vivo, a todo esto. Suponía que eso también estaba bien. Por un momento, cuando abrió los ojos, el mundo a su alrededor fue una mancha de nubarrones oscuros. Tras parpadear varias veces más el mundo se convirtió en un prado de hierba azul y brillante como miles de luciérnagas en una noche sin luna.
—Joder… ¿Me he metido otra vez omoide? —Se pasó un dedo por los dientes. Lo único que vio fue sangre seca. De hecho, tenía la cara, las manos y los brazos embadurnados en sangre seca. Recordó con alivio que gran parte no era suya. Gran parte—. ¿El Bosque de Azur?
Era la única alternativa que le encajaba. A su lado yacía una momia. Yota, más bien, envuelto en vendas. Su ojo sano captó una pluma junto a él. Ató los pocos cabos que le quedaban por atar y chasqueó la lengua.
—Maldita sea mi suerte, joder.
Tras comprobar que seguían solos, arrancó la etiqueta de sellado sin siquiera levantarse y aguardó, allí tumbado. ¿A qué Yota se encontraría hoy? ¿Al iracundo que se cagaba en todos los santos y todos los dioses habidos y por haber? ¿O al que aceptaba su destino con la boca cerrada y un caramelo en ella?
Con ese chico nunca se sabía, y por eso seguía esposado.
Uchiha Zaide acostumbraba en los últimos tiempos a dar la sorpresa. A aparecer cuando menos se le esperaba. A bajar el hacha y dictar sentencia. Pero no siempre fue así. Hacía no muchos años, Dragón Rojo había sido su peor enemigo, y cada vez que su cuerpo se forzaba a correr era para huir.
Aquella era una de esas veces.
El empeine de su pie golpeó una roca saliente y su cuerpo cayó sobre la arena. Rodó y rodó hasta dar con sus huesos contra la falda de la montaña dorada. Quiso levantarse, pero no pudo. El sol pegaba tan fuerte y se encontraba tan mareado que lo único que pudo hacer fue yacer allí, empapado en sudor y con los labios agrietados y secos.
Con sus últimas fuerzas, formó una cadena de sellos y se mordió el pulgar.
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Se despertó con un dolor de cabeza terrible. La temperatura era fresca, no obstante, y estaba a la sombra. Eso estaba bien. Seguía vivo, a todo esto. Suponía que eso también estaba bien. Por un momento, cuando abrió los ojos, el mundo a su alrededor fue una mancha de nubarrones oscuros. Tras parpadear varias veces más el mundo se convirtió en un prado de hierba azul y brillante como miles de luciérnagas en una noche sin luna.
—Joder… ¿Me he metido otra vez omoide? —Se pasó un dedo por los dientes. Lo único que vio fue sangre seca. De hecho, tenía la cara, las manos y los brazos embadurnados en sangre seca. Recordó con alivio que gran parte no era suya. Gran parte—. ¿El Bosque de Azur?
Era la única alternativa que le encajaba. A su lado yacía una momia. Yota, más bien, envuelto en vendas. Su ojo sano captó una pluma junto a él. Ató los pocos cabos que le quedaban por atar y chasqueó la lengua.
—Maldita sea mi suerte, joder.
Tras comprobar que seguían solos, arrancó la etiqueta de sellado sin siquiera levantarse y aguardó, allí tumbado. ¿A qué Yota se encontraría hoy? ¿Al iracundo que se cagaba en todos los santos y todos los dioses habidos y por haber? ¿O al que aceptaba su destino con la boca cerrada y un caramelo en ella?
Con ese chico nunca se sabía, y por eso seguía esposado.