14/02/2016, 22:25
—¿Y cómo podrías hacer para…? —replicó Datsue, pero su pregunta quedó súbitamente congelada cuando sus ojos se posaron en algún punto a la espalda de Ayame, quien sintió un súbito escalofrío al sentir el aliento del peligro en su nuca.
Se dio la vuelta con lentitud y los músculos agarrotados por el terror mientras su compañero realizaba un extraño aspaviento tratando de disimular para no delatar que había estado fisgando en la cuadra.
«Oh, no...» Maldijo para sus adentros. Ninguno de los dos se había dado cuenta hasta entonces, pero allí, protegido de la lluvia por un sombrero de paja cónico y una larga túnica, se encontraba el hombre de ojillos pequeños y abultada papada que se habían cruzado en el Puente Tenchi. Precisamente, el hombre que menos les convenía cruzarse en aquellos momentos.
Los tres personajes se quedaron clavados en el sitio durante varios tensos minutos, mirándose como si intentaran ver más allá de las acciones del otro. Hasta que...
—¿Qué pasa? ¿Tengo monos en la cara? —la brusca intervención de su acompañante la sobresaltó. Y, al parecer, Ayame no fue la única.
—Nada de eso, señor. Disculpe si le he molestado.
La situación pareció relajarse un tanto cuando Okura apartó la mirada de ellos, dispuesto a continuar su camino; pero entonces intervino una nueva voz salida de la taberna.
—Okura, ¡por los dioses! ¿No ve que va a coger un resfriado? —El hombre que hablaba era gordo, bajito y con una calvicie incipiente en la coronilla—. Ya le dije que es seguro. Nadie sin esta llave puede entrar.
«Está vigilando el establo...» Comprendió Ayame, mientras sus ojos seguían inevitablemente el movimiento de la llave que hacía oscilar el hombre que acababa de salir de la taberna.
—¡Eres demasiado confiado! —le recriminó Okura, dándoles la espalda a los dos muchachos—. ¡Deberías tener guardias vigilando la cuadra! Guardias no… ¡Shinobis! ¡Toda preocupación es poca contra esos malnacidos de la Ribera del Norte! —el rostro de Okura se había transformado en un amasijo de ira y rabia—. Va a venir a por ella, Koji. Me rugen las tripas. ¡Y cuando me rugen las tripas mis intuiciones siempre aciertan! ¡BIEN LO SABES!
«Maldita sea, ¡ya lo sospecha! ¡Eso sólo complica las cosas!» Nerviosa, Ayame se mordió el labio inferior.
—Puede quedarse aquí fuera vigilando toda la noche, si es lo que quiere. Pero que sepa que Kaede ya ha terminado el estofado —añadió el hombre, guardándose de nuevo las llaves en el cinturón antes de volver a entrar en la posada.
Fue entonces cuando se produjo un cambio en la expresión de Okura. De alguna manera, pareció resquebrajarse por dentro, y comenzó a cambiar el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Parecía dispuesto a entrar de nuevo en el local cuando; para su mala fortuna, reparó en su presencia. Sus ojillos de rata se clavaron en la figura de la muchacha, que no pudo evitar tensar todos los músculos del cuerpo.
—Oh… Pero si tú eres la jovencita que estaba siendo timada por el malnacido de Datsue. Espero que hayas hecho caso a mi advertencia —frunció el ceño—. ¿Qué haces por aquí tan sola?
En aquella ocasión fue su turno de cambiar el peso del cuerpo de una pierna a la otra.
—Y... yo... —tartamudeó, incapaz de resistir la presión. Al final, terminó por encogerse de hombros en un gesto nada convincente—. T... Tengo un largo camino hasta... hasta casa, y con la que está cayendo este... este pueblo es... el lugar más cercano para resguardarse... sí...
Una nueva demostración de lo bien que se le daba mentir. Ayame no dejaba de maldecir para sus adentros lo maldita que estaba su suerte.
Se dio la vuelta con lentitud y los músculos agarrotados por el terror mientras su compañero realizaba un extraño aspaviento tratando de disimular para no delatar que había estado fisgando en la cuadra.
«Oh, no...» Maldijo para sus adentros. Ninguno de los dos se había dado cuenta hasta entonces, pero allí, protegido de la lluvia por un sombrero de paja cónico y una larga túnica, se encontraba el hombre de ojillos pequeños y abultada papada que se habían cruzado en el Puente Tenchi. Precisamente, el hombre que menos les convenía cruzarse en aquellos momentos.
Los tres personajes se quedaron clavados en el sitio durante varios tensos minutos, mirándose como si intentaran ver más allá de las acciones del otro. Hasta que...
—¿Qué pasa? ¿Tengo monos en la cara? —la brusca intervención de su acompañante la sobresaltó. Y, al parecer, Ayame no fue la única.
—Nada de eso, señor. Disculpe si le he molestado.
La situación pareció relajarse un tanto cuando Okura apartó la mirada de ellos, dispuesto a continuar su camino; pero entonces intervino una nueva voz salida de la taberna.
—Okura, ¡por los dioses! ¿No ve que va a coger un resfriado? —El hombre que hablaba era gordo, bajito y con una calvicie incipiente en la coronilla—. Ya le dije que es seguro. Nadie sin esta llave puede entrar.
«Está vigilando el establo...» Comprendió Ayame, mientras sus ojos seguían inevitablemente el movimiento de la llave que hacía oscilar el hombre que acababa de salir de la taberna.
—¡Eres demasiado confiado! —le recriminó Okura, dándoles la espalda a los dos muchachos—. ¡Deberías tener guardias vigilando la cuadra! Guardias no… ¡Shinobis! ¡Toda preocupación es poca contra esos malnacidos de la Ribera del Norte! —el rostro de Okura se había transformado en un amasijo de ira y rabia—. Va a venir a por ella, Koji. Me rugen las tripas. ¡Y cuando me rugen las tripas mis intuiciones siempre aciertan! ¡BIEN LO SABES!
«Maldita sea, ¡ya lo sospecha! ¡Eso sólo complica las cosas!» Nerviosa, Ayame se mordió el labio inferior.
—Puede quedarse aquí fuera vigilando toda la noche, si es lo que quiere. Pero que sepa que Kaede ya ha terminado el estofado —añadió el hombre, guardándose de nuevo las llaves en el cinturón antes de volver a entrar en la posada.
Fue entonces cuando se produjo un cambio en la expresión de Okura. De alguna manera, pareció resquebrajarse por dentro, y comenzó a cambiar el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Parecía dispuesto a entrar de nuevo en el local cuando; para su mala fortuna, reparó en su presencia. Sus ojillos de rata se clavaron en la figura de la muchacha, que no pudo evitar tensar todos los músculos del cuerpo.
—Oh… Pero si tú eres la jovencita que estaba siendo timada por el malnacido de Datsue. Espero que hayas hecho caso a mi advertencia —frunció el ceño—. ¿Qué haces por aquí tan sola?
En aquella ocasión fue su turno de cambiar el peso del cuerpo de una pierna a la otra.
—Y... yo... —tartamudeó, incapaz de resistir la presión. Al final, terminó por encogerse de hombros en un gesto nada convincente—. T... Tengo un largo camino hasta... hasta casa, y con la que está cayendo este... este pueblo es... el lugar más cercano para resguardarse... sí...
Una nueva demostración de lo bien que se le daba mentir. Ayame no dejaba de maldecir para sus adentros lo maldita que estaba su suerte.