17/12/2022, 00:04
Akiko se sonrojó por el cumplido, y rio cuando Daigo se presentó.
—Lo sé, tonto. —Ella era la única que le había llamado por su nombre real desde el principio.
Las dos miraron entonces a la Matasanos, quien chasqueó la lengua antes de suspirar:
—Aiza. —Levantó la mirada—. Y ahora pirémonos de aquí cagando hostias.
Al cobijo de la noche, llegaron hasta una casucha de paredes gruesas de adobe blanco. Las paredes, construidas con una mezcla de arcilla, arena, paja y agua, todavía desprendían algo del calor que habían absorbido durante del día, manteniendo a raya el frío nocturno.
Un hombre de avanzada edad fue el único que les recibió en la entrada. Cuando vio a Ishi, no dijo nada. Se limitó a abrir la puerta y dejarles pasar. Días después, descubrieron que era su abuelo.
Daigo permaneció postrado en una cama los días posteriores. Su cuerpo había dicho basta y apenas era capaz de ir al baño sin la ayuda de otros. Ishi, Akiko y Aiza fueron recuperándose a mayor velocidad. Las primeras noches, Akiko dormía con Daigo, abrazados como si todavía estuviesen en el Ojete de Ōnindo. A las mañanas, Daigo se despertaba con el desayuno hecho. Akiko siempre conseguía salir de la cama sin despertarle y prepararle una pequeña tostada con un vaso de leche.
Los días pasaban lentos, y una noche, al cuarto día, Aiza fue a verle a solas.
—Hoy he conseguido hablar con el hombre peludo, ¿sabías? —Aiza tenía mucha mejor cara. Todavía tenía unas profundas ojeras y estaba más escuálida de lo que le convenía, pero sus ojos color avellana brillaban con la luz de un nuevo sol. Ahora, con las trenzas limpias, la cara sin mierda y ropa nueva, había rejuvenecido veinte años. Aparentaba tener veintitantos, aunque quizá pasase la barrera de los treinta—. Su nombre es Junrei. Es una invocación. Nathifa experimentó con él y le colocaron un sello maldito que le impide… desaparecer y volver a su lugar de origen.
»Sea como sea, he estado investigando estos días. Nadie sabe nada de la muerte de Nathifa. Todo sigue igual, como si no hubiese pasado nada —dijo, y mucho se temía que las noticias no iban a mejorar a partir de aquel punto—. Alguien tuvo que recoger su legado —¿Quién? En aquellos momentos, no tenía ni las más remota idea—. El abuelo de Ishi ya ha tomado suficientes riesgos. No podemos quedarnos aquí por mucho más tiempo.
—Lo sé, tonto. —Ella era la única que le había llamado por su nombre real desde el principio.
Las dos miraron entonces a la Matasanos, quien chasqueó la lengua antes de suspirar:
—Aiza. —Levantó la mirada—. Y ahora pirémonos de aquí cagando hostias.
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Al cobijo de la noche, llegaron hasta una casucha de paredes gruesas de adobe blanco. Las paredes, construidas con una mezcla de arcilla, arena, paja y agua, todavía desprendían algo del calor que habían absorbido durante del día, manteniendo a raya el frío nocturno.
Un hombre de avanzada edad fue el único que les recibió en la entrada. Cuando vio a Ishi, no dijo nada. Se limitó a abrir la puerta y dejarles pasar. Días después, descubrieron que era su abuelo.
Daigo permaneció postrado en una cama los días posteriores. Su cuerpo había dicho basta y apenas era capaz de ir al baño sin la ayuda de otros. Ishi, Akiko y Aiza fueron recuperándose a mayor velocidad. Las primeras noches, Akiko dormía con Daigo, abrazados como si todavía estuviesen en el Ojete de Ōnindo. A las mañanas, Daigo se despertaba con el desayuno hecho. Akiko siempre conseguía salir de la cama sin despertarle y prepararle una pequeña tostada con un vaso de leche.
Los días pasaban lentos, y una noche, al cuarto día, Aiza fue a verle a solas.
—Hoy he conseguido hablar con el hombre peludo, ¿sabías? —Aiza tenía mucha mejor cara. Todavía tenía unas profundas ojeras y estaba más escuálida de lo que le convenía, pero sus ojos color avellana brillaban con la luz de un nuevo sol. Ahora, con las trenzas limpias, la cara sin mierda y ropa nueva, había rejuvenecido veinte años. Aparentaba tener veintitantos, aunque quizá pasase la barrera de los treinta—. Su nombre es Junrei. Es una invocación. Nathifa experimentó con él y le colocaron un sello maldito que le impide… desaparecer y volver a su lugar de origen.
»Sea como sea, he estado investigando estos días. Nadie sabe nada de la muerte de Nathifa. Todo sigue igual, como si no hubiese pasado nada —dijo, y mucho se temía que las noticias no iban a mejorar a partir de aquel punto—. Alguien tuvo que recoger su legado —¿Quién? En aquellos momentos, no tenía ni las más remota idea—. El abuelo de Ishi ya ha tomado suficientes riesgos. No podemos quedarnos aquí por mucho más tiempo.