5/03/2023, 18:22
—Claro —dijo, ofreciéndole un hombro para que se apoyase en él—. Yo le ayudo.
El gorila guio a Daigo escaleras abajo, hacia las raíces del árbol hueco. Si bien antaño Daigo se hubiese mofado de aquella caminata, habituado a entrenos mucho más tortuosos en Kusagakure, con ninjas que te otorgaban misiones de correr alrededor de la villa como pasatiempo, ahora le resultó tortuoso. Sentía que las piernas le fallaban con cada escalón descendido, y el mero hecho de mover el cuerpo le dolía como si tuviese agujas clavadas en cada músculo.
Cuando llegaron al final del recorrido, dos guardias abrieron un gran portalón. Fue como abrir una presa que contuviese el agua de un río. De repente, los gritos, los choques de jarras y el sonido de la música salió en tromba, inundando la entrada al hall. Pronto Daigo se dio cuenta de lo que estaba sucediendo: un gran banquete, atestado de gorilas bebiendo, cantando o jugando. Los platos estaban ya con los restos. Lo único que se rellenaban eran las jarras de hidromiel. Una pareja de gorilas estaba echándose un pulso en una mesa, vitoreados por la muchedumbre de alrededor. Otro grupillo, que formaba un círculo entre ellos, jugaban a darse puñetazos en los hombros. El juego parecía consistir en ir turnándose para lanzar el golpe, hasta que alguien no aguantaba más, se rendía y salía del círculo. El ganador, estaba claro, era el último en quedarse.
El simple hecho de ser humano atrajo la mirada de muchos. El alcohol turbaba los ojos de varios, pero Daigo encontró en sus pupilas sorpresa, confusión, miedo o enfado. En unos pocos, simplemente intriga. Atravesó todo el hall hasta llegar a la mesa principal —situada un escalón por encima que el resto, al frente—. Vio a Junrei sentado en ella, junto a su hermano. Y, en el centro, un gorila atípico. Algo más bajito que los que estaban a su alrededor. Algo menos musculado. Portaba un trozo de tela carmesí anudado a la frente y una cicatriz rasgaba su mejilla izquierda. No parecía el más fuerte, ni el más sanguinario ni peligroso de aquel lugar. Y, sin embargo, todos parecían mostrarle un respeto mayor. Se veía en cómo los de su alrededor se interrumpían cada vez que él hablaba, o en cómo era el primero a quien iban a servir a la mesa.
—¡Baruck, Primer Nudillo del Rey Hermoso! —anunció el gorila que acompañaba a Daigo, presentando al gorila de la tela roja.
—Ah. Y tú debes de ser Tsukiyama Daigo. Me han hablado de ti —habló Baruck, fijando sus ojos negros en Daigo.
El gorila guio a Daigo escaleras abajo, hacia las raíces del árbol hueco. Si bien antaño Daigo se hubiese mofado de aquella caminata, habituado a entrenos mucho más tortuosos en Kusagakure, con ninjas que te otorgaban misiones de correr alrededor de la villa como pasatiempo, ahora le resultó tortuoso. Sentía que las piernas le fallaban con cada escalón descendido, y el mero hecho de mover el cuerpo le dolía como si tuviese agujas clavadas en cada músculo.
Cuando llegaron al final del recorrido, dos guardias abrieron un gran portalón. Fue como abrir una presa que contuviese el agua de un río. De repente, los gritos, los choques de jarras y el sonido de la música salió en tromba, inundando la entrada al hall. Pronto Daigo se dio cuenta de lo que estaba sucediendo: un gran banquete, atestado de gorilas bebiendo, cantando o jugando. Los platos estaban ya con los restos. Lo único que se rellenaban eran las jarras de hidromiel. Una pareja de gorilas estaba echándose un pulso en una mesa, vitoreados por la muchedumbre de alrededor. Otro grupillo, que formaba un círculo entre ellos, jugaban a darse puñetazos en los hombros. El juego parecía consistir en ir turnándose para lanzar el golpe, hasta que alguien no aguantaba más, se rendía y salía del círculo. El ganador, estaba claro, era el último en quedarse.
El simple hecho de ser humano atrajo la mirada de muchos. El alcohol turbaba los ojos de varios, pero Daigo encontró en sus pupilas sorpresa, confusión, miedo o enfado. En unos pocos, simplemente intriga. Atravesó todo el hall hasta llegar a la mesa principal —situada un escalón por encima que el resto, al frente—. Vio a Junrei sentado en ella, junto a su hermano. Y, en el centro, un gorila atípico. Algo más bajito que los que estaban a su alrededor. Algo menos musculado. Portaba un trozo de tela carmesí anudado a la frente y una cicatriz rasgaba su mejilla izquierda. No parecía el más fuerte, ni el más sanguinario ni peligroso de aquel lugar. Y, sin embargo, todos parecían mostrarle un respeto mayor. Se veía en cómo los de su alrededor se interrumpían cada vez que él hablaba, o en cómo era el primero a quien iban a servir a la mesa.
—¡Baruck, Primer Nudillo del Rey Hermoso! —anunció el gorila que acompañaba a Daigo, presentando al gorila de la tela roja.
—Ah. Y tú debes de ser Tsukiyama Daigo. Me han hablado de ti —habló Baruck, fijando sus ojos negros en Daigo.