18/02/2016, 06:35
(Última modificación: 18/02/2016, 08:24 por Umikiba Kaido.)
El rumor había estado rondando los linderos de la aldea por un par de semanas. La gente hablaba de un gran evento acercándose, donde los más jóvenes tendrían la posibilidad de demostrar sus habilidades a fin de dejar en alto el nombre de las aldeas respectivas a las que representaban. Era sin lugar a dudas un acontecimiento que acogería en su seno a un numeroso grupo de personas, unas tan distintas de la otra, con una amplia variedad de clanes, costumbres y técnicas que colisionarían entre sí en la incipiente búsqueda de un máximo vencedor.
Le llamaban el Torneo de los Dojos.
El anuncio oficial llegó a pocas semanas de la Primavera del nuevo año, durante un frío invierno que azotó a las tierras de la Tormenta como si no hubiese mañana. Todos los miembros de la aldea que hubiesen sido considerados para participar habrían recibido directamente de sus superiores una carta que contenía la debida invitación, los detalles más importantes del magno-evento a celebrar y un par condiciones que tendrían que ser aceptadas, a fin de prevalecer los buenos oficios durante un acontecimiento de magnitudes claramente importantes.
Yarou-dono leía de primera mano la información. Observaba con ojo crítico lo escrito en la carta y se debatía en su interior sobre lo que podría significar la participación de Kaido en el torneo. Concluyó en que se trataba de una magnífica oportunidad de que su pupilo demostrase su valía y lograse además divertirse un poco, que venía teniendo algunas semanas en seco donde el aburrimiento le carcomía la existencia.
Sabía de primera mano que la chance de pegar hostias y demostrar superioridad ante el ojo crítico de un buen número de enérgicos espectadores se antojaría suculento para el tiburón. ¿Cómo negarle semejante platillo?
Pero como había sido desde el nacimiento del muchacho, él no tenía voz ni palabra en ese tipo de decisiones. Era el consejo el que tomaba todas y cada una de ellas, sin falta; pues Kaido era su arma. Lo que hicieran con ella era de su incumbencia y de nadie más. Yarou sólo existía como un mediador, alguien de confianza que pudiese ver de primera mano el avance del Umi no Shisoku.
Y sin embargo...
—Déjame adivinar, no le dejaréis participar; ¿no es así?—alegó Yarou, consciente de que la presencia de un miembro del consejo en su despacho no era un buen augurio. Normalmente se comunicaban a través de memorandos, y pocas veces entraban en contacto directo con el propio Kaido.
Al otro lado de la mesa yacía postrado un hombre de apariencia austera, con un deje de seriedad que le invadía el rostro en su totalidad. Ojos caídos y ensombrecidos, piel canela y una quijada hundida que acentuaba sus facciones de pocos amigos. También era alto y llevaba consigo una túnica oscura que cubría completamente su cuerpo, aunque dejaba un poco al descubierto su pecho el cual vestía un fino collar de plata con una amatista al final del mismo.
Yarou no podía dejar de ver la pieza, un tanto nostálgico. Sabiendo, claro, a quién le había pertenecido en el pasado. A su hermana.
—El consejo lo ha discutido. Y hemos llegado a la conclusión de que no es conveniente exponer al muchacho de esa manera. Podría poner en riesgo al proyecto, y bien hemos hecho en contener la curiosidad de nuestra propia gente como para tener que lidiar con la de los extranjeros.
El mentor sonrió incrédulo y negó un par de veces con la cabeza.
—Vaya, 14 años y aún no tienes los cojones de llamarle hijo. ¿Cómo vives con eso, Tenryo?
—Lo siento, no sé de lo que hablas. El hijo que una vez tuve murió junto a Nanabi esa noche, no vuelvas a insultar la memoria de tu hermana de esa manera.
—Tú sigue creyendo eso, pero yo sé que recuerdas muy bien la promesa que le hiciste. Juraste cuidarlo, y henos aquí; hablando de Kaido como si no fuese de tu sangre.
»Eres un cobarde.
Daga filosa directa al corazón. El hombre levantó de la silla y quebró las manillas del asiento con un simple apretón, dispuesto a demostrar su superioridad ante un simple peón de un tablero demasiado grande.
Pero antes de que pudiera decir nada más, el sonido imperioso de la puerta le obligó a callar. Toc toc, toc toc, toc toc...
Alguien les había interrumpido.
Le llamaban el Torneo de los Dojos.
El anuncio oficial llegó a pocas semanas de la Primavera del nuevo año, durante un frío invierno que azotó a las tierras de la Tormenta como si no hubiese mañana. Todos los miembros de la aldea que hubiesen sido considerados para participar habrían recibido directamente de sus superiores una carta que contenía la debida invitación, los detalles más importantes del magno-evento a celebrar y un par condiciones que tendrían que ser aceptadas, a fin de prevalecer los buenos oficios durante un acontecimiento de magnitudes claramente importantes.
Yarou-dono leía de primera mano la información. Observaba con ojo crítico lo escrito en la carta y se debatía en su interior sobre lo que podría significar la participación de Kaido en el torneo. Concluyó en que se trataba de una magnífica oportunidad de que su pupilo demostrase su valía y lograse además divertirse un poco, que venía teniendo algunas semanas en seco donde el aburrimiento le carcomía la existencia.
Sabía de primera mano que la chance de pegar hostias y demostrar superioridad ante el ojo crítico de un buen número de enérgicos espectadores se antojaría suculento para el tiburón. ¿Cómo negarle semejante platillo?
Pero como había sido desde el nacimiento del muchacho, él no tenía voz ni palabra en ese tipo de decisiones. Era el consejo el que tomaba todas y cada una de ellas, sin falta; pues Kaido era su arma. Lo que hicieran con ella era de su incumbencia y de nadie más. Yarou sólo existía como un mediador, alguien de confianza que pudiese ver de primera mano el avance del Umi no Shisoku.
Y sin embargo...
—Déjame adivinar, no le dejaréis participar; ¿no es así?—alegó Yarou, consciente de que la presencia de un miembro del consejo en su despacho no era un buen augurio. Normalmente se comunicaban a través de memorandos, y pocas veces entraban en contacto directo con el propio Kaido.
Al otro lado de la mesa yacía postrado un hombre de apariencia austera, con un deje de seriedad que le invadía el rostro en su totalidad. Ojos caídos y ensombrecidos, piel canela y una quijada hundida que acentuaba sus facciones de pocos amigos. También era alto y llevaba consigo una túnica oscura que cubría completamente su cuerpo, aunque dejaba un poco al descubierto su pecho el cual vestía un fino collar de plata con una amatista al final del mismo.
Yarou no podía dejar de ver la pieza, un tanto nostálgico. Sabiendo, claro, a quién le había pertenecido en el pasado. A su hermana.
—El consejo lo ha discutido. Y hemos llegado a la conclusión de que no es conveniente exponer al muchacho de esa manera. Podría poner en riesgo al proyecto, y bien hemos hecho en contener la curiosidad de nuestra propia gente como para tener que lidiar con la de los extranjeros.
El mentor sonrió incrédulo y negó un par de veces con la cabeza.
—Vaya, 14 años y aún no tienes los cojones de llamarle hijo. ¿Cómo vives con eso, Tenryo?
—Lo siento, no sé de lo que hablas. El hijo que una vez tuve murió junto a Nanabi esa noche, no vuelvas a insultar la memoria de tu hermana de esa manera.
—Tú sigue creyendo eso, pero yo sé que recuerdas muy bien la promesa que le hiciste. Juraste cuidarlo, y henos aquí; hablando de Kaido como si no fuese de tu sangre.
»Eres un cobarde.
Daga filosa directa al corazón. El hombre levantó de la silla y quebró las manillas del asiento con un simple apretón, dispuesto a demostrar su superioridad ante un simple peón de un tablero demasiado grande.
Pero antes de que pudiera decir nada más, el sonido imperioso de la puerta le obligó a callar. Toc toc, toc toc, toc toc...
Alguien les había interrumpido.