5/03/2016, 17:16
—Quiero que distraigas al posadero —le respondió, en un susurro, y Ayame tragó saliva. ¿Cómo demonios iba a hacer eso? Cada vez estaba más y más convencida de que aquello era una mala idea. Una terrible idea. Una horrible idea—. Necesito que me dé la espalda, o que hagas que le caigan las llaves al suelo. O ambas cosas. En ese instante, intercambiaré sus llaves por estas…
Datsue movió fugazmente los ojos hacia sus piernas, y Ayame siguió el gesto. Su bolsillo izquierdo estaba ligeramente abultado, y cuando el shinobi de Takigakure le mostró parcialmente lo que era, no pudo evitar abrir los ojos con estupefacción.
Eran unas llaves. Pero no unas llaves cualquiera. Sino unas llaves idénticas a las que tenía el posadero.
—¿Pero cómo lo has...? —se interrumpió a mitad de la pregunta y sacudió la cabeza. Era obvio que aquellas llaves no eran las verdaderas, sino una falsificación. Si no, no se podría explicar que aún necesitara distraer la atención del posadero para conseguirlas.
Ayame suspiró con pesadez. Se iba a meter en un buen entuerto. Y todo por un extraño.
«No. Es por el caballo. Lo que quiero es salvar al caballo.» Se dijo, en un vago intento de convencerse de lo que estaba a punto de hacer.
En ese momento llegó la posadera.
—¡Aquí está tu estofado, cariño! —exclamó, con aquella dulzura espontánea suya. Cuando colocó el plato frente a ella y le llegó el delicioso olor de la comida, Ayame se sintió instantáneamente un monstruo al pensar en lo que estaba a punto de hacer.
—Muchas gracias, señora —sonrió con nerviosismo, y dejó algunas monedas sobre la mesa. Quizás, pretendiendo mitigar un poco su sentimiento de culpa—. Si no es molestia, iré a una de esas mesas de ahí a comer.
Se bajó del taburete en el que estaba sentada con un saltito. Con cuidado, tomó el plato humeante por los bordes para evitar quemarse y echó a andar con deliberada lentitud hacia el fondo de la sala. El corazón le palpitaba en las sienes con cada paso que daba. Allí estaba el posadero, charlando animadamente con un anciano. Simulando ir a sentarse en la mesa contigua, Ayame se acercó más y más, esquivando cada mesa y cada silla. Y entonces...
—¡AY!
Justo antes de llegar a su destino su pie se enganchó súbitamente con la pata de una silla. Ayame tropezó, cayó al suelo con estrépito y el plato de estofado se escurrió de sus manos y terminó vertiendo parte de su contenido sobre el posadero, el anciano con el que conversaba y la mesa donde estaban.
—¡Lo siento muchísimo! Yo... ¡Lo siento! ¡Lo siento! —Ayame se apresuró a levantarse, tapándose la cara de pura vergüenza ante el escándalo que acababa de formar.
«Espero que esto sea suficiente, maldito Datsue... Después de esto no voy a poder pisar este pueblo nunca más...»