7/03/2016, 13:07
¡La fiesta de Año Nuevo!
Sin duda, uno de los acontecimientos más esperados por los habitantes de Takigakure; ya fuesen de la Ribera Norte o la Sur, nadie quería perderse los festejos que eran tradición para celebrar la entrada del año y la llegada de la Primavera. Después del crudo Invierno -no tan crudo en el País del Río, pero Invierno al fin y al cabo-, toda la Villa ardía en deseos de comer, beber, bailar y, en definitiva, sumarse al jolgorio popular. Ya desde varios días antes de la fecha señalada se podía ver como la Aldea rebosaba de detalles festivos: adornos de flores colgados en ventanas, puertas y balcones, sastres que trabajaban día y noche para terminar a tiempo prendas de gala encargadas a última hora, músicos que ensayaban sus piezas al aire libre... ¿Acaso había lugar para la tristeza o la desazón aquellos días? ¡Claro que no!
Cuando por fin llegó la noche esperada, los takigakureños la recibieron tal y como estaba previsto; luces de colores alumbrando las calles de la Villa, músicos endulzando el ambiente, bebida y comida y bailes tradicionales. Aunque los festejos se prolongaban a lo largo y ancho de Takigakure, la mayoría de los aldeanos se reunían en torno al Árbol Sagrado, cuyas gruesas ramas ya empezaban a teñirse de flores aquí y allá. Largas mesas de madera repletas de todo tipo de exquisitos manjares, sembradas de jarras de barro cocido y metal llenas de bebida: varios tipos de cerveza, vinos de distinta uva y añada, zumos de frutas exóticas y demás. De vez en cuando se formaban corrillos de gente alrededor de algún grupo de músicos itinerantes, y danzaban sin parar durante un buen rato.
Una tarima de madera, de varios metros de altura, coronaba el lugar de la celebración; estaba reservada al Kawakage, quien daba un discurso de bienvenida para el nuevo año. Junto a ésta se amontonaban varios cajones de madera, que contenían las lámparas de papel de arroz donde los takigakureños escribían sus deseos antes de lanzarlos río abajo.
Todo era como debía ser. Y allí, en una de las enormes mesas sembradas de manjares, estaba Yotsuki Anzu. La joven kunoichi comía a manos llenas sin el menor reparo, y de vez en cuando regaba un bocado con zumo de mango o papaya. Del plato de su derecha tomaba piernas de cordero asadas, y a la zurda tenía una fuente de bolas de arroz. Con una sonrisa en el rostro, devoraba ávidamente cuantos platillos pasaban cerca. A su lado -mirándola de tanto en tanto con desaprobación-, Yotsuki Hida daba cuenta de su comida de forma mucho más discreta y educada. Bebía vino rojo con especias, y degustaba en aquel momento un suculento guiso de verduras, cerdo y patatas.
-Anzu-chan, come más despacio, ¡que te vas a atragantar! -riñó el sensei, sin perder la compostura-.
La chica no pareció hacerle mucho caso, porque en ese momento se metío en la boca -ya medio llena- otro trozo de cordero asado. Anzu iba vestida con inusual corrección: kimono azul claro y haori blanco encima. Éste último estaba hecho a medida, con rebordes color celeste y la heráldica de Takigakure bordada en la espalda, -un regalo de Hida-sensei-. Calzaba sandalias tradicionales de madera, y no llevaba su bandana ni equipamiento ninja; aquel día era festivo para todos y cada uno de los habitantes de Takigakure. Esta ropa es de lo más incómoda, pero Hida-sensei ha insistido en que es fundamental que respete las tradiciones de Takigakure, así que no hay más vuelta de hoja...
Sin duda, uno de los acontecimientos más esperados por los habitantes de Takigakure; ya fuesen de la Ribera Norte o la Sur, nadie quería perderse los festejos que eran tradición para celebrar la entrada del año y la llegada de la Primavera. Después del crudo Invierno -no tan crudo en el País del Río, pero Invierno al fin y al cabo-, toda la Villa ardía en deseos de comer, beber, bailar y, en definitiva, sumarse al jolgorio popular. Ya desde varios días antes de la fecha señalada se podía ver como la Aldea rebosaba de detalles festivos: adornos de flores colgados en ventanas, puertas y balcones, sastres que trabajaban día y noche para terminar a tiempo prendas de gala encargadas a última hora, músicos que ensayaban sus piezas al aire libre... ¿Acaso había lugar para la tristeza o la desazón aquellos días? ¡Claro que no!
Cuando por fin llegó la noche esperada, los takigakureños la recibieron tal y como estaba previsto; luces de colores alumbrando las calles de la Villa, músicos endulzando el ambiente, bebida y comida y bailes tradicionales. Aunque los festejos se prolongaban a lo largo y ancho de Takigakure, la mayoría de los aldeanos se reunían en torno al Árbol Sagrado, cuyas gruesas ramas ya empezaban a teñirse de flores aquí y allá. Largas mesas de madera repletas de todo tipo de exquisitos manjares, sembradas de jarras de barro cocido y metal llenas de bebida: varios tipos de cerveza, vinos de distinta uva y añada, zumos de frutas exóticas y demás. De vez en cuando se formaban corrillos de gente alrededor de algún grupo de músicos itinerantes, y danzaban sin parar durante un buen rato.
Una tarima de madera, de varios metros de altura, coronaba el lugar de la celebración; estaba reservada al Kawakage, quien daba un discurso de bienvenida para el nuevo año. Junto a ésta se amontonaban varios cajones de madera, que contenían las lámparas de papel de arroz donde los takigakureños escribían sus deseos antes de lanzarlos río abajo.
Todo era como debía ser. Y allí, en una de las enormes mesas sembradas de manjares, estaba Yotsuki Anzu. La joven kunoichi comía a manos llenas sin el menor reparo, y de vez en cuando regaba un bocado con zumo de mango o papaya. Del plato de su derecha tomaba piernas de cordero asadas, y a la zurda tenía una fuente de bolas de arroz. Con una sonrisa en el rostro, devoraba ávidamente cuantos platillos pasaban cerca. A su lado -mirándola de tanto en tanto con desaprobación-, Yotsuki Hida daba cuenta de su comida de forma mucho más discreta y educada. Bebía vino rojo con especias, y degustaba en aquel momento un suculento guiso de verduras, cerdo y patatas.
-Anzu-chan, come más despacio, ¡que te vas a atragantar! -riñó el sensei, sin perder la compostura-.
La chica no pareció hacerle mucho caso, porque en ese momento se metío en la boca -ya medio llena- otro trozo de cordero asado. Anzu iba vestida con inusual corrección: kimono azul claro y haori blanco encima. Éste último estaba hecho a medida, con rebordes color celeste y la heráldica de Takigakure bordada en la espalda, -un regalo de Hida-sensei-. Calzaba sandalias tradicionales de madera, y no llevaba su bandana ni equipamiento ninja; aquel día era festivo para todos y cada uno de los habitantes de Takigakure. Esta ropa es de lo más incómoda, pero Hida-sensei ha insistido en que es fundamental que respete las tradiciones de Takigakure, así que no hay más vuelta de hoja...