4/09/2018, 01:27
(Última modificación: 4/09/2018, 11:24 por Uchiha Akame. Editado 2 veces en total.
Razón: Me resté mal los PV de la quemadura y el CK del Uzume XD
)
«Oh, por todos los dioses de Oonindo... ¡Esto tiene que ser una broma! ¡Una maldita broma!»
El jōnin más joven de su promoción había estado, por petición expresa suya, en una de las posiciones de vigilancia más cercanas a la arena durante aquel combate. Akame todavía llevaba el torso vendado y los pinchazos que sentía en la espalda con cada movimiento brusco, los sedantes que había dejado de tomar hacía apenas una semana y las horrendas cicatrices que de seguro le quedarían, atestiguaban el miedo que sentía de que las cosas se salieran de madre durante aquel encuentro. "Una corazonada", le había dicho a los responsables de la organización para que le dejaran estar en ese preciso puesto durante ese preciso combate.
Bendita —o maldita— corazonada.
Mientras el suelo se quebraba ante la furia desatada del bijuu y las miradas atónitas de todos los presentes —Akame incluído—, el joven Uchiha contempló horrorizado cómo todo se venía abajo cual castillo de naipes. Ayame, convertida en un monstruo descontrolado incluso más furioso de lo que Datsue había estado. La Bijuudama, idéntica a la que casi le mandase a él mismo al otro barrio, siendo absorbida por el Mangekyō Sharingan de su Hermano.
El caos. El terror. La destrucción inminente.
«¡Muévete joder, eres el maldito Profesional!»
Y ahí iba otra vez. Mientras el Dejá vu se apoderaba de él, Akame bajó hasta la arena con un par de ágiles saltos, sus ojos carmesíes analizando la situación. «Necesitamos un contrasellado», recordó con rapidez. Sin embargo, él no tenía ni idea de Fuuinjutsu —ahora lo lamentaba profundamente por segunda vez— y Datsue apenas tenía chakra en sus reservas. No iba a ser suficiente...
Entonces la vió. Una muchacha pelirroja que había saltado al terreno de combate desde el palco de los participantes.
«¡Eri-san!»
Akame no dudó, porque sabía que los dioses tenían un retorcido sentido del humor, y en aquel momento había entendido que su pelea y posterior incidente con Datsue no había tenido otro propósito que prepararle para ese exacto instante. Para que supiera lo que tenía que hacer.
—¡¡¡Eri-san!!! —la llamó mientras él mismo corría también hacia la bestia descontrolada—. ¡¡¡Cógete de mi mano!!!
El corazón le latía a mil pulsaciones por segundo, y durante unos breves instantes, Akame dejó de escuchar nada que no fuese aquel incesante martilleo en sus oídos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca pudo ver a un joven de pelo negro y atuendo de Amegakure que había derribado de un placaje a la jinchuuriki. No le prestó mayor atención.
Las tres aspas negras que orbitaban alrededor de los ojos del Uchiha adoptaron una nueva forma para acomodarse al inminente poder que estaban por liberar, y un halo de energía carmesí rodeó al joven jōnin, provocando chispazos de chakra que empezaron a saltar a su alrededor.
«Lo siento... Pero... La primera regla es... ¡No herir a los espectadores!»
Extendió la mano zurda a su compañera Uzumaki, que ya había alcanzado su posición, y trató de aferrarle la suya. El chakra de Akame se arremolinó en torno a ambos un instante antes de que el shinobi placase a Ayame y al joven de la Lluvia de forma idéntica a como éste lo había hecho momentos atrás.
El jōnin trató de pensar en el sitio más desierto que conocía.
Los cuatro desaparecieron.
Pese a que no fue la primera vez, dolió tanto o más como aquella. Era esa sensación, tan extraña como agresiva, de que algo que iba contra las leyes más básicas de la Naturaleza acababa de suceder.
Los cuatro aparecieron en mitad de las vastas Planicies del Silencio, rodando por el suelo por la fuerza del impacto. Akame se apresuró a levantarse apenas la cabeza dejó de darle vueltas, y sólo entonces se dio cuenta de que parte de su brazo derecho —con el que había embestido a la jinchuuriki descontrolada— estaba quemada. La adrenalina ayudaba a mitigar el dolor, sin embargo.
Buscó con la mirada a su compañera, al shinobi de la Lluvia... Y a la bestia.
—Eri... Tienes que... Tienes que darle en el sello —masculló Akame, todavía dolorido por el esfuerzo—. Es la única manera. ¿Conoces... Conoces la técnica, verdad? —añadió, rezando a todos los dioses que conocía para que así fuese.
El jōnin más joven de su promoción había estado, por petición expresa suya, en una de las posiciones de vigilancia más cercanas a la arena durante aquel combate. Akame todavía llevaba el torso vendado y los pinchazos que sentía en la espalda con cada movimiento brusco, los sedantes que había dejado de tomar hacía apenas una semana y las horrendas cicatrices que de seguro le quedarían, atestiguaban el miedo que sentía de que las cosas se salieran de madre durante aquel encuentro. "Una corazonada", le había dicho a los responsables de la organización para que le dejaran estar en ese preciso puesto durante ese preciso combate.
Bendita —o maldita— corazonada.
Mientras el suelo se quebraba ante la furia desatada del bijuu y las miradas atónitas de todos los presentes —Akame incluído—, el joven Uchiha contempló horrorizado cómo todo se venía abajo cual castillo de naipes. Ayame, convertida en un monstruo descontrolado incluso más furioso de lo que Datsue había estado. La Bijuudama, idéntica a la que casi le mandase a él mismo al otro barrio, siendo absorbida por el Mangekyō Sharingan de su Hermano.
El caos. El terror. La destrucción inminente.
«¡Muévete joder, eres el maldito Profesional!»
Y ahí iba otra vez. Mientras el Dejá vu se apoderaba de él, Akame bajó hasta la arena con un par de ágiles saltos, sus ojos carmesíes analizando la situación. «Necesitamos un contrasellado», recordó con rapidez. Sin embargo, él no tenía ni idea de Fuuinjutsu —ahora lo lamentaba profundamente por segunda vez— y Datsue apenas tenía chakra en sus reservas. No iba a ser suficiente...
Entonces la vió. Una muchacha pelirroja que había saltado al terreno de combate desde el palco de los participantes.
«¡Eri-san!»
Akame no dudó, porque sabía que los dioses tenían un retorcido sentido del humor, y en aquel momento había entendido que su pelea y posterior incidente con Datsue no había tenido otro propósito que prepararle para ese exacto instante. Para que supiera lo que tenía que hacer.
—¡¡¡Eri-san!!! —la llamó mientras él mismo corría también hacia la bestia descontrolada—. ¡¡¡Cógete de mi mano!!!
El corazón le latía a mil pulsaciones por segundo, y durante unos breves instantes, Akame dejó de escuchar nada que no fuese aquel incesante martilleo en sus oídos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca pudo ver a un joven de pelo negro y atuendo de Amegakure que había derribado de un placaje a la jinchuuriki. No le prestó mayor atención.
Las tres aspas negras que orbitaban alrededor de los ojos del Uchiha adoptaron una nueva forma para acomodarse al inminente poder que estaban por liberar, y un halo de energía carmesí rodeó al joven jōnin, provocando chispazos de chakra que empezaron a saltar a su alrededor.
«Lo siento... Pero... La primera regla es... ¡No herir a los espectadores!»
Extendió la mano zurda a su compañera Uzumaki, que ya había alcanzado su posición, y trató de aferrarle la suya. El chakra de Akame se arremolinó en torno a ambos un instante antes de que el shinobi placase a Ayame y al joven de la Lluvia de forma idéntica a como éste lo había hecho momentos atrás.
El jōnin trató de pensar en el sitio más desierto que conocía.
Zzzzup.
Los cuatro desaparecieron.
—
Pese a que no fue la primera vez, dolió tanto o más como aquella. Era esa sensación, tan extraña como agresiva, de que algo que iba contra las leyes más básicas de la Naturaleza acababa de suceder.
Los cuatro aparecieron en mitad de las vastas Planicies del Silencio, rodando por el suelo por la fuerza del impacto. Akame se apresuró a levantarse apenas la cabeza dejó de darle vueltas, y sólo entonces se dio cuenta de que parte de su brazo derecho —con el que había embestido a la jinchuuriki descontrolada— estaba quemada. La adrenalina ayudaba a mitigar el dolor, sin embargo.
Buscó con la mirada a su compañera, al shinobi de la Lluvia... Y a la bestia.
—Eri... Tienes que... Tienes que darle en el sello —masculló Akame, todavía dolorido por el esfuerzo—. Es la única manera. ¿Conoces... Conoces la técnica, verdad? —añadió, rezando a todos los dioses que conocía para que así fuese.