14/01/2018, 01:20
—¡Fuerza, animo, determinación! —se limitó a contestar Sepayauitl.
—Déjenme pensar por un instante —pidió el sabio, cerrando los ojos mientras daba una profunda calada a su pipa.
Estuvo así durante unos dos minutos, trayendo a su memoria los viejos procederes de sus antiguas contiendas. Sus pensamientos lograron alinearse satisfactoriamente, justo cuando sus cansados pulmones estaban por alcanzar su límite de privación. Dejo escapar hacia el techo una densa nube de humo azulado, y, abriendo lentamente los ojos se, dirigió a los muchachos:
—Lo más practico seria abrir el postigo y arrojar por allí el aceite hirviendo, de manera que caiga sobre los no muertos que yacen amontonados en la entrada; la alta temperatura del aceite deshará parte del congelamiento y disminuirá, o anulara, el control sobre los cuerpos, además de que, por su alta viscosidad, resultara difícil el deshacerse de él.
El anciano hablaba con una seguridad que solo podía ser fruto de una vasta experiencia. Además, en su mirada algo chispeaba sutilmente: sin duda, las ascuas remanentes de lo que en otro tiempo fuese un poderoso guerrero.
—¿Cómo podemos utilizar la brea y las demás cosas? —pregunto el Hakagurē.
—Cerca de donde estas parado hay una caja que contiene un pequeño arco y un montón de flechas incendiarias —aseguro, haciendo un vago gesto de prisa—. Embadurna las puntas con la brea, enciéndelas con el fuego de una antorcha y dispáralas hacia el enemigo. La brea ardiente es muy difícil de apagar, por lo que arderán bien si el fuego se propaga. Para finalizar, y solo si ya están “encendidos”, arrójales una botella de queroseno, y veras como se convierten en antorchas andantes.
Aquello si era una estrategia. El joven de ojos grises no pudo sino maravillarse e imaginarse lo épicas que debieron ser las antiguas batallas de la llamada guerra de fuego y hielo.
—Y… ¿y si aparece aquel que comanda a los no muertos?
—No lo sé, no sé qué tan fuerte pueda ser, pero con él no hay truco “mágico”, tendrán que enfrentarlo a la antigua, aunque… no creo que, aun entre los dos, puedan vencerle.
Tan ominoso y fatalista como aquello pudiese sonar, era lo único que tenían: un consejo y una sentencia de muerte.
Kōtetsu se apresuró a buscar el mentado arco, un arma pequeña que le concedería unos satisfactorios treinta metros de alcance. Confiando en su destreza decidió ser el quien hiciese las veces de tirador, mientras que Keisuke tendría que encargarse de hacer de artillero, bombardeando las filas enemigas con las botellas de combustible. Se preparó una pequeña antorcha, cálida y sostenida lejos del suelo por una base de hierro.
Cuando todo estuvo listo, cada quien con sus respectivas armas, se hizo el silencio entre los vivos, la calma previa a la tempestad. Kōtetsu abrió el postigo de una patada y el lacerante aire frio entro en el ático. Rápidamente pidió ayuda a su compañero para que le asistiera con la gran olla de aceite, cuyo contenido hirviente habría de desparramarse por sobre la horda de no muertos, provocando que sus fríos y demacrados cuerpos cedieran y resbalasen.
Bajo el evidente mando de alguna orden fantasmal, las otras criaturas levantaron sus grotescos rostros hacia la elevada ventana y profirieron un amenazante y perturbador bufido, creando un canto profano. Comenzaron a moverse con mayor velocidad y coordinación, buscando carne viva con sus espectrales ojos azules. El peliblanco comenzó a encender y disparar flechas con tanta velocidad como le era posible, acertando dos de cada tres disparos, haciendo que algunos se encendieran y ralentizando a los otros alcanzados. El viento helado golpeaba su rostro y el inclemente frio agarrotaba sus dedos, pero la vida de todos dependía de aquella batalla, y tuvo que sobreponerse a la situación, continuar con la fuerza que le otorgaba el viejo y confiable instinto de supervivencia… Aquella cualidad de los vivos, era la única ventaja real que ambos tenían en aquel difícil momento.
—Déjenme pensar por un instante —pidió el sabio, cerrando los ojos mientras daba una profunda calada a su pipa.
Estuvo así durante unos dos minutos, trayendo a su memoria los viejos procederes de sus antiguas contiendas. Sus pensamientos lograron alinearse satisfactoriamente, justo cuando sus cansados pulmones estaban por alcanzar su límite de privación. Dejo escapar hacia el techo una densa nube de humo azulado, y, abriendo lentamente los ojos se, dirigió a los muchachos:
—Lo más practico seria abrir el postigo y arrojar por allí el aceite hirviendo, de manera que caiga sobre los no muertos que yacen amontonados en la entrada; la alta temperatura del aceite deshará parte del congelamiento y disminuirá, o anulara, el control sobre los cuerpos, además de que, por su alta viscosidad, resultara difícil el deshacerse de él.
El anciano hablaba con una seguridad que solo podía ser fruto de una vasta experiencia. Además, en su mirada algo chispeaba sutilmente: sin duda, las ascuas remanentes de lo que en otro tiempo fuese un poderoso guerrero.
—¿Cómo podemos utilizar la brea y las demás cosas? —pregunto el Hakagurē.
—Cerca de donde estas parado hay una caja que contiene un pequeño arco y un montón de flechas incendiarias —aseguro, haciendo un vago gesto de prisa—. Embadurna las puntas con la brea, enciéndelas con el fuego de una antorcha y dispáralas hacia el enemigo. La brea ardiente es muy difícil de apagar, por lo que arderán bien si el fuego se propaga. Para finalizar, y solo si ya están “encendidos”, arrójales una botella de queroseno, y veras como se convierten en antorchas andantes.
Aquello si era una estrategia. El joven de ojos grises no pudo sino maravillarse e imaginarse lo épicas que debieron ser las antiguas batallas de la llamada guerra de fuego y hielo.
—Y… ¿y si aparece aquel que comanda a los no muertos?
—No lo sé, no sé qué tan fuerte pueda ser, pero con él no hay truco “mágico”, tendrán que enfrentarlo a la antigua, aunque… no creo que, aun entre los dos, puedan vencerle.
Tan ominoso y fatalista como aquello pudiese sonar, era lo único que tenían: un consejo y una sentencia de muerte.
Kōtetsu se apresuró a buscar el mentado arco, un arma pequeña que le concedería unos satisfactorios treinta metros de alcance. Confiando en su destreza decidió ser el quien hiciese las veces de tirador, mientras que Keisuke tendría que encargarse de hacer de artillero, bombardeando las filas enemigas con las botellas de combustible. Se preparó una pequeña antorcha, cálida y sostenida lejos del suelo por una base de hierro.
Cuando todo estuvo listo, cada quien con sus respectivas armas, se hizo el silencio entre los vivos, la calma previa a la tempestad. Kōtetsu abrió el postigo de una patada y el lacerante aire frio entro en el ático. Rápidamente pidió ayuda a su compañero para que le asistiera con la gran olla de aceite, cuyo contenido hirviente habría de desparramarse por sobre la horda de no muertos, provocando que sus fríos y demacrados cuerpos cedieran y resbalasen.
Bajo el evidente mando de alguna orden fantasmal, las otras criaturas levantaron sus grotescos rostros hacia la elevada ventana y profirieron un amenazante y perturbador bufido, creando un canto profano. Comenzaron a moverse con mayor velocidad y coordinación, buscando carne viva con sus espectrales ojos azules. El peliblanco comenzó a encender y disparar flechas con tanta velocidad como le era posible, acertando dos de cada tres disparos, haciendo que algunos se encendieran y ralentizando a los otros alcanzados. El viento helado golpeaba su rostro y el inclemente frio agarrotaba sus dedos, pero la vida de todos dependía de aquella batalla, y tuvo que sobreponerse a la situación, continuar con la fuerza que le otorgaba el viejo y confiable instinto de supervivencia… Aquella cualidad de los vivos, era la única ventaja real que ambos tenían en aquel difícil momento.