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Otoño-Invierno de 221

Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.

Teniendo en cuenta los continuos y largos parones que hubo en esta trama y que ya hemos pactado un final para que encaje con lo sucedido en el Torneo, y que la infiltración no se puede ir al garete porque sino sería un lío de tres pares de narices —y por tanto tampoco tendrá emoción para los participantes—, hemos decidido saltarnos esta parte e ir directamente al final para darle un cierre digno a un tema que ya se ha alargado demasiado en el tiempo.

Túneles. Aquella feliz idea del Tiburón acabaría siendo, precisamente, el método por el que los Ryūtos se colaron en el Distrito Alto. Resultaba que Sukyū —de quien descubrieron, en algún punto de esta aventura, que se trataba de una antigua prisionera de la Prisión del Yermo que logró escapar gracias a la infiltración de Kaido y Muñeca—, conocía cierto rumor de que en el templo de Susano’o se veía cargamento entrando —y no saliendo— a ciertas horas de la noche.

Nuestro grupo de aventureros no tardó en deducir que podía tratarse de un túnel secreto para llevar drogas —u otro tipo de contrabando— al distrito alto saltándose la seguridad de la muralla.

La sospecha terminó siendo cierta. La entrada secreta, escondida a ojos de la mayoría, estaba fuertemente custodiada por un fūinjutsu que Otohime logró romper y que les condujo hasta el otro lado de la capital.

El Distrito Alto era una maravilla como ninguna otra, y la noche la volvía incluso más hermosa. Decenas de fuentes inundaban los cruces de las calles empedradas, todas ellas iluminadas desde dentro por distintos haces de luces que hacían que el agua pareciese vino, u oro líquido, o el reflejo de un arco iris.

Luego estaban los edificios. Muchos casi enteramente hechos de cristal. Hoteles. Casinos. Restaurantes. El lujo los impregnaba a todos y cada uno de ellos. Pero ninguno era como el Palacio del Señor Feudal. Ya desde las calles, a lo lejos, se podía intuir que aquel era un complejo palaciego impresionante. Una muralla, situada en un terreno más bajo, rodeaba todo el complejo incluyendo sus gigantescos jardines, y ya la entrada era como ninguna otra: no había puertas, ni portalones, sino una cascada de agua que caía sobre unas rendijas y que se abría cada vez que alguien entraba o salía, sin mojar a los guardias, sirvientes o invitados que querían acceder o salir del palacio.

Dos mujeres enfundadas en una armadura más decorativa que funcional —al menos, a ojos de los Ryūtos—, custodiaban la entrada con postura regia.
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Akame se permitió darle otro sorbo a la bebida que sostenía entre los dedos de la mano diestra, un líquido tinto y oscuro que no era sino zumo de arándanos —pero que parecía vino— contenido en una preciosa copa de cristal. A cada tanto lo meneaba con cuanta pompa y flema era capaz de invocar, pues quienes le miraran no verían en él a un joven de rostro quemado, ropas toscas y porte recto de shinobi... Sino a un muchacho de unos veinte años, rubio de ojos azules y vestido con un precioso kimono turquesa. Era el rostro de un noble menor a quien el joven Uchiha había tenido que acompañar en cierta misión, tiempo ha. Ignoraba qué suerte habría corrido desde aquel entonces —siendo rico y de buena familia, difícil sería que su vida fuese mucho más complicada que cuando se conocieron—, pero su rostro y su planta le servirían a Akame para camuflarse mejor en aquel entorno.

Bebió un sorbo de vino. Se esforzaba por caminar como lo hacían los nobles; sin un rumbo claro, como si tuvieran todo el tiempo del mundo para deambular por lo que para ellos era su patio de recreos. De vez en cuando lanzaba miradas altivas a algún transeúte que por cuyas ropas pudiera deducirse ocupaba una clase social más baja; y, distraídamente, conversaba con el resto de su séquito.

Su distendido paseo le llevó, cómo no, ante las puertas de Palacio. Se detuvo, tomando un sorbo de su copa, y lanzó una disimulada pregunta al trío de personajes que le acompañaban.

¿Alguna idea de cómo entrar?
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El noble que acompañaba a Akame, también era un enjuto muchacho de ostentosos harapos y de un porte crecido. Como el de todos esos pomposos miembros de la alta alcurnia, vaya. Miraba con desdén sus alrededores, como quien ya ha paseado por allí un montón de veces, aunque por dentro, Kaido estaba maravillado. La dicotomía con el Distrito Bajo era palpable. El ying y el yang de las clases sociales. Allí en lo más hondo imperaban las mafias y el crimen, y aquí arriba, el dinero y la posición social.

El Palacio estaba custodiado por dos guardias. Akame indagó acerca de qué hacer para entrar, y aunque a Kaido se le había prendido una mecha respecto a lo del túnel, esta vez, no pensó en nada concreto.

—No lo sé. A no ser que uses esos trucos mentales tuyos para follar sus cerebros, quizás vaya siendo hora de entrar a los trancazos. O crear una distracción. ¿Con clones?
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Mientras tanto, Money y Otohime mostraban sus verdaderas caras. El primero porque no era muy fan del Henge no Jutsu. Podía crear un reflejo realista, por supuesto, pero no se le daba bien mantenerlo en el tiempo. Demasiado estrés, demasiado esfuerzo. La segunda, especialista en fūinjutsu, no lo había creído necesario. Al fin y al cabo su cara no era conocida por aquellos lares.

Así pues, ambos decidieron que harían de mayordomos. Otohime de Akame; Money de Kaido.

¿Un poco más de vino, señor? —preguntó no con cierta retranca a Akame.

Money rodó los ojos.

Sea lo que sea… No podemos fallal —intervino Money, siguiendo la conversación de los dos Ryūtos—. No tan celca de nuestlo objetivo.
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—Voy a probar algo. Estad atentos, por si no cuela. Prepara tus ojos también —le dijo a Akame—. síganme de cerca.

El pomposo noble avanzó cauteloso hacia las guardias acompañado de su séquito. Su andar era parsimonioso y su porte, digno. Cuando llegó hasta ellas alzó los ojos y entabló una mirada cómplice, y trató de hacer contacto visual con ambas, no sin antes haberles regalado —porque, siendo ellos de la nobleza, ese gesto hacia la muchedumbre no podía ser sino un obsequio—. una brillante sonrisa; y pidió acceso a los interiores del Castillo con un desdeñado movimiento de mano, mostrando el símbolo distintivo de su túnica, que representaba a una familia noble menor del País del Agua. Dragón Rojo la conocía por ser, de hecho, los dueños de una pequeña flota de barcos mercantes que hacían ruta entre el País de Rayo y Hibakari.

—Mi hermano y nuestros dos sirvientes me acompañarán —dijo, melodioso. Lo ideal de aquella interpretación era endulzar aún más su figura como noble con ese Carisma que, si bien no era extraordinario, servía para ganarse a las masas más accesibles.
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Akame se limitó a beber distraídamente de su copa, con pretendido aire pomposo, mientras —juguetón pero también precavido— observaba a su "hermano" hacer gala de aquellas dotes carismáticas de las que tanto se hablaban. Y es que, pese a que Kaido no pudiera parecerlo a primera vista —las primeras vistas no solían jugar a su favor ya que era un tipo brusco, con una boca repleta de afilados dientes y, bueno, azul—, era un tipo carismático. Sabía hablar, cuando ponía más empeño en ello que en reventarte la cabeza, y su lenguaje corporal si bien no alcanzaba el nivel de un auténtico alfa como Zaide, se acercaba así al de un miembro distinguido del grupo. Si las virtudes pudieran medirse en una escala de puntuación de, por poner un ejemplo, uno a ciento cuarenta, el carisma de Kaido estaría en un nada desdeñable sesenta.

Por ejemplo.
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Ambas guardias se miraron la una a la otra. Más que una mirada inquisitiva o de sospecha, fue una mirada de: ¿quién coño se come el marrón de hablar? Fue apenas un instante.

Hamasaki-dono —dijo una de ellas, la más veterana, con una regia inclinación de cabeza—. No teníamos constancia de su visita.

Desenrolló un pergamino de la cintura y repasó rápidamente los apellidos que empezaban por la hache. Frunció el ceño, pero lo aligeró en cuanto volvió a levantar la mirada.

¿Está seguro que tenía una audiencia con Umigarasu para hoy, señor?
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Ah, pero ahora el rostro noble transmutó, de pronto, hacia un acentuado gesto ofendido. Una vena se le infló en la frente, para más teatralidad. No es que estuviera furioso, es que estaba apretando los músculos tan fuerte para que la sangre se le subiera a la cabeza que temió, por un instante, que se le fuera a escapar un pedo. Por suerte, no sucedió.

Pero el caso, es que el Lord Hamasaki estaba indignado. ¡Indignado!

—P...pero cómo es que osáis a... ¡a! —alzó la barbilla. ¡Indignado!—. ¡Esto es un despropósito! ¡Un desvarío indigno de la nobleza! ¡No puedo esperar a ver qué piensa Umigarasu-sama del despiste de sus chambelanes!
2
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«Oh, ho...»

Akame trató de disimular la inquietud que empezó a invadirle cuando fue aparente que el carisma puro de su compañero Kaido no iba a ser suficiente para persuadir a los guardias de la entrada. De momento parecían confusos, probablemente aterrados entre la posibilidad de provocar la ira de su señor o la de aquel noble altivo y arrogante. El Uchiha se imaginó que en las cabezas de aquellos dos había una balanza que trataba de calcular qué agravio sería más dañino para su salud.

Sin embargo, ¿qué podía hacer él? Tratar de intervenir sería arriesgado, pues si en algún momento aquellas guardias advertían de su desesperación, o miedo, sería como quitarse la careta a la vista de todos. Al fin y al cabo, ¿por qué dos acaudalados señores de la nobleza iban a ponerse nerviosos frente a dos simples soldados feudales? Así que, por el momento, se limitó a poner la mejor de sus caras de asco y a mirar a las guaridas con cuanto desprecio fue capaz. ¿¡Cómo se atrevían a insultarles de aquel modo!?
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Las dos guardias se miraron a los ojos por un instante. ¿Enfadar a Umigarasu? ¿Enfadar a Hamasaki? ¿O enfadar a ambos porque realmente tenían una cita concertada? Aquellas fueron las tres preguntas que parecieron hacerse.

Al final optaron por la cuarta vía, la más optimista.

Le ruego que me disculpe, Hamasaki-dono. No era mi intención ofenderle —dijo, con una nueva reverencia—. Por favor, sígame.

La guardia abandonó su puesto y se dirigió hacia la cortina de agua, que se abrió, como por arte de magia, cuando ella y el resto de la delegación la atravesaron. Akame, Kaido y el resto se adentraron en un camino que atravesaba un enorme jardín. Llena de frondosos árboles, coloridas flores pulcramente colocadas y muros de arbustos de líneas tan rectas como el símbolo de Amegakure no Sato. Había esculturas de mármol adornando cada esquina; un enorme estanque que bien hubiese podido servir de piscina pública para media ciudad de la que salían chorros de agua iluminados por distintos colores; y una escultura gigantesca bañada en oro —¿o era maciza?— que representaba a un anciano de barba larga y a un cuervo —un cormorán, exactamente— apoyado en su hombro.

Había bastante gente paseando o parada en algún sitio. Jardineros, sirvientes que llevaban copas o atendían el capricho de algún noble menor invitado aquel día.

Luego estaba el complejo palaciego, con tres edificios claramente identificables capaces de alojar a centenares de personas. Llena de cristaleras, de arquitectura moderna y que combinaba distintos colores claros con el negro. Ellos se dirigieron al edificio del centro, atravesando unas puertas doradas —con el emblema del País del Agua en lo alto— ya abiertas e internándose en la abundancia y el lujo. El suelo, pulido y sin una mota de polvo, reflejaba sus figuras. A la izquierda, la pared era un cristal transparente que daba paso a un habitáculo del tamaño de una casa inundado. En ella había algas y peces de distintas formas y tamaños. Si miraban a la derecha, sin embargo, se encontrarían con numerosos cuadros de distintas figuras, todas adoptando un porte regio. Arriba, decenas de lámparas de papel colgaban del techo como las viviendas traslúcidas de Tane-Shigai.

La guardia les condujo hasta una sala de espera donde tenían sofás, mesas y una vista privilegiada del acuario.

Informaré a Umigarasu-sama de su presencia. Esperen un momento aquí, por favor.

No tuvieron que esperar ni tres segundos antes de que un sirviente fuese a preguntarles si querían algo de beber o comer.


• • •


Cuarenta minutos más tarde, los Ryūtos consiguieron su ansiada audiencia. Fue en el salón principal, de unos techos y columnas blancas y circulares altísimas y un ventanal al frente que ocupaba toda la pared. O, más que un ventanal, una cristalera de distintos colores que conformaban un exótico cormorán de ojos del color del zafiro.

Una alfombra roja conducía hacia dicha cristalera, y, antes de ella, un trono se alzaba a una altura superior a ellos. Un anciano de barba larga y negra se sentaba sobre él, con un pie estirado que un hombrecillo de mediana edad se encargaba de masajear con aceites. Apoyado en el trono, un bastón de oro macizo y, franqueando a su Señor, de pie, una figura a cada lado. El de un hombre alto y fino de pelo largo; y el de una mujer de media melena oscura y ojos de un azul eléctrico.

Los Ryūtos reconocieron en el anciano la escultura de oro que había afuera, salvo con un par de diferencias. No había cuervo en su hombro derecho; tampoco su rostro tenía dos ojos, pues al menos uno estaba cubierto por un parche negro. Tenía el característico sombrero de Daimyō sobre su cabeza, con el kanji del agua bordado con mimo.

La guardia que había llevado a los Ryūtos hasta allí anunció a su Señor.

¡Umigarasu-sama, Señor Feudal del País del Agua, Rey de los Mares, Cuervo de Mar, General de Todas las Olas y Líder Supremo de los Ejércitos de las Islas del Archipiélago!
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¿Fun...cionó?

¡Funcionó!

«¡Já! cómo te quedó el ojo, Money hijo de puta»

El noble recuperó su compostura, alzó el pecho y asumió una pose más digna. Miró a las guardias con indiferencia y les siguió hacia la cortina de agua.

Lo que había detrás era, desde luego, un olimpo digno de la alta nobleza. Grandes estructuras, hermosos jardines, y portentosos estanques que bien hubiesen podido alojar a las cinco Aletas principales de la familia de tiburones con la que había firmado el pacto. No quiso verle la cara a Money, porque estaba seguro de que iba a delatarlo: debía estar fascinado con semejante opulencia. No era un secreto que el Administrador de Dragón Rojo soñaba con vivir así. Con un centenar de cortesanos, con un séquito a una campanada de disposición. Quizás por eso luchó tanto por estar en el grupo de infiltración. Porque quería saborear su nuevo futuro de primera mano. Lástima que las cosas no siempre salen tal y cómo uno quiere.

Como los nobles que eran, la comitiva fue conducida finalmente hasta la sala de estar del portentoso palacio real. De pronto, después de tanto esfuerzo y peligro, se encontraban en el corazón del País del Agua. Kaido sólo pudo imaginarse la importancia de aquellos pasillos. De las figuras públicas que habían pisado aquellas alfombras. Desde luego no todo el mundo tiene la oportunidad de echarle un vistazo a la estatua de aquél viejo barbudo con el cuervo, mucho menos verlo cara a cara.

¡Umigarasu-sama, Señor Feudal del País del Agua, Rey de los Mares, Cuervo de Mar, General de Todas las Olas y Líder Supremo de los Ejércitos de las Islas del Archipiélago!

Kaido —o el noble—. reverenció al Lord Feudal. ¿Lo hizo a propósito, o fue un acto reflejo?

Ni él lo sabía.

Umigarasu estaba acompañado de dos distintivas figuras, que, probablemente, se trataba de su guardia personal. Kaido sonrió para sus adentros, porque curiosamente, ese era el puesto que se les había prometido, al menos durante el tiempo que lograsen recaudar el apoyo necesario para dar el golpe sobre la mesa con la constitución de Kirigakure: el gran plan maestro.

—Umigarasu-sama.
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En un discreto segundo plano se mantuvo el supuesto hermano menor de aquel joven noble del Agua que solicitaba la audiencia. Rumiaba en silencio, todavía aliviado de que Kaido hubiese sido convincente y persuasivo con su actuación, mientras observaba el evidente despilfarro de lujo y ostentación a su alrededor. Alguna que otra vez había asistido a la corte de señores locales y pequeños nobles, pero nunca había comprobado de primera mano la seda y el oro que rodeaban a un auténtico Daimyō; al dueño de aquellas tierras que con su mano podía moldear los destinos de todos sus habitantes.

Cuando Umigarasu fue anunciado por sus múltiples títulos —pretencioso pero efectivo para cultivar una figura a la que temer o adorar, pensó Akame—, el Uchiha hizo una reverencia idéntica a la de su compañero Kaido. Por un momento estuvo tentado de hablar, pero recordó entonces que, en realidad, su parte del trabajo ya había acabado. Habían sorteado las defensas del señor y llegado hasta su corte: era ahora cuando comenzaban las negociaciones, ¿no?

Akame se volteó ligeramente, mirando a Money.
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Money esbozó una breve sonrisa mientras ejecutaba una estudiada reverencia antes de hablar.

Money, Ryūto. Esta es mi compañela Otohime, también Ryūto. Y aquí Akame y Kaido, también de Dlagón Rojo —anunció, señalando a sus compañeros hengeados.

Ni Umigarasu ni su Guardia Personal se movió ni un ápice ante semejante bomba, pero fue la soldado que les condujo hasta allí quien abrió la boca, balbuceando palabras de excusa a su Señor. Como una niña pequeña a la que acaban de pillar haciendo algo que no debía. Umigarasu la silenció con un mero gesto, e hizo que se retirase con un simple movimiento de mano, como quien quiere espantar una mosca.

Os dije que lo conseguirían. —No les miró, pero todos supieron que se dirigía a su guardia—. ¡Dragón Rojo, veo que fuisteis vosotros quien hizo saltar la alarma! ¡Ja! ¡La fama os precede! ¡No esperaba menos de vosotros! —Bajo su espesa barba se adivinó una sonrisa—. Pero, ¿dónde está aquel al que llaman el Gran Dragón? ¿Dónde está aquel que fue esculpido en ébano? No me digáis que se quedó en la cueva —dedujo, súbitamente decepcionado.
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Y, sinceramente, Kaido no esperaba otra cosa más que indiferencia ante la revelación de que ellos eran parte de Dragón Rojo. Primero, porque había sido una petición explícita suya que, para probar su valía, tuvieran que infiltrarse sin ser descubiertos. Segundo, que la alerta del Distrito Bajo ya podía haber dado el aviso de que algo gordo estaba pasando. Teniendo en cuenta que Umigarasu no es de los que suele tener demasiados cabos sueltos dando vuelta por ahí, pues Sekiryū era la única variable en toda la ecuación.

Kaido, sabiéndose a "salvo", deshizo súbitamente su transformación. El puf reveló entonces lo menos esperados, quizás, de aquél encuentro. Su verdadera apariencia. Alto, fornido. Azul. Muy azul. La piel, el cabello. Un cabello largo que parecían olas de mar, y que acababa en la cintura. Dientes filosos, una sonrisa socarrona y, claro, su distintiva vestimenta. Aunque ahora llevaba la nueva adición al vestuario: el haori negro con los grabados de olas.

—El Gran Dragón nos ha confiado el porvenir de este encuentro. Envía su saludo y espera que las negociaciones puedan llegar a buen puerto.

Aunque eso dependía mucho de qué tan hábil fuera Money para negociar. Ansiaba poder verle en acción.
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Money no se guardó nada. Akame aguardó, él sí, en silencio mientras el contable de su organización hacía las presentaciones; mas no deshizo su Henge. Todavía no. Muchas miradas indiscretas, muchos oídos indiscretos que a su parecer poblaban la sala. El Uchiha no sabía si las negociaciones se llevarían a cabo allí mismo o si Umigarasu les llevaría a un lugar más privado, pero prefería lo segundo. Para alguien tan familiar con el secreto y la discreción, resultaba incómodo acaparar todas las miradas.

Entonces el señor preguntó por Ryū. «Ya te gustaría verle aquí, ¿eh, viejo?», se dijo Akame para sus adentros. Aquello no hizo sino incrementar su incomodidad, se sentía como un mono de feria bajo la mirada de aquel hombre que tanto poder ostentaba. Incluso ellos, poderosos ninjas que habían burlado todas sus medidas de seguridad, parecían empequeñecer ante tan regia presencia.

Eso no le gustaba.

Sin duda su excelencia ha dispuesto unas buenas medidas de seguridad —concedió el Uchiha—. Muchos ninjas habrían fracasado en el intento, mas no nosotros. Al fin y al cabo, por eso estamos aquí, ¿no?

Una fanfarronería velada, o un guiño de complicidad a quién sería su próximo empleador. Umigarasu parecía la clase de persona que sólo se conformaba con lo mejor y Akame, con aquellas palabras, quería confirmarle no sólo que hasta ese momento no lo había tenido, sino que sería suyo en cuanto cerraran el trato.
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