2/08/2018, 06:55
Si hay algo que Kuro se había acostumbrado a ver en todo el tiempo que había estado llevando esa doble vida, era a los diferentes parajes que tenía para ofrecer el país del agua y los alrededores de Amegakure. Una persona sin recursos tenía que aprovechar todo lo que tenía a su alcance, y todo lo que no costase Ryos también. Su propio hogar carente y los lugares en los que se dedicaba a conseguir el poco sueño libre de malos y rencorosos pensamientos eran siempre precarios y vacantes de cualquier lujo. Había venido de la nada, y si bien los dichos decían que a la nada retornaría, no estaba dispuesto a dejarse tragar por la vorágine del tiempo y la sociedad sin resistirse con uñas y dientes, sin tomar de ella todo lo que podía sin un ápice de dudas. Esa clase de pensamientos eran los que le permitían seguir adelante a pesar de todo; calculando esos vagos planes tambaleantes con los que se guiaba por la vida.
Asi era que en vez de recurrir a lugares dentro de la aldea, optaba por bañarse en las frías aguas de los lagos que estaban más lejos de Amegakure. Uno pensaría que las lluvias constantes lo mantenían a uno limpio, pero sorprendentemente sin la ayuda de otras cosas todo lo que hacían era mantener a uno mojado. Y a pesar de que formaba parte de la vida diaria allí, había aprendido a odiarlo. Porque recordaba desde que era niño las goteras en su casa cayendo sobre su rostro, mojando partes de su cuerpo sin dejarlo dormir. Porque recordaba la amargura y la angustia de su madre a medida las condiciones en las que vivían se iban deteriorando, y el clima continuaba azorandolos, ciñendose sobre ellos con toda la crueldad indiferente de la naturaleza.
Esas fueron las primeras lecciones que tuvo del mundo cuando la inocencia de la niñez ya le estaba siendo arrancada: La indiferencia del mundo.
Las primeras veces el agua le había calado hasta los huesos. Pero cada vez se había vuelto un poco más fácil. Hasta que ahora su cuerpo se había acostumbrado del todo. Seguía sin ser una experiencia placentera, pero era casi un ritual para él. Se había terminado por despojar de sus prendas dejándolas ordenadas en la pequeña capa impermeable debajo de un árbol cercano y sin perder sus vestimentas de vista se metió con el agua hasta la cadera para asearse. No tenía vergüenza alguna ni se ocultaría de una persona que apareciese: La enfrentaría con la mirada. Su cuerpo era una de las cosas de las que estaba orgulloso, y la vergüenza era para aquellos que tenían algo que ocultar.
Los lagos rápidamente perdían el atractivo excepto para los niños de día y para los amantes de noche, siempre y cuando el clima permitiese que las cosas no fueran el más absoluto barrial. Pero incluso en la rutina más absoluta de vez en cuando se podía ver alguna que otra persona caminando por los caminos, trabajando los campos, mercaderes yendo y viniendo. Uno podía decir que la privacidad no era un lujo, pero la comodidad, para él, si que lo era.
Sentía que cuando entraba era una persona, y cuando salía era otra. El cambio era minúsculo, pero siempre presente. Llevandose una mano al rostro, se peinó el cabello hacia atrás y se secó como mejor pudo antes de acercarse al árbol que hacía las veces de silencioso guardian sobre sus prendas, cambiándose mientras echaba un vistazo al camino cercano. Se colocó la bandana en torno a su cuello, con el símbolo de Amegakure, y revisó que todas sus pertenencias siguieran en su lugar.
Asi era que en vez de recurrir a lugares dentro de la aldea, optaba por bañarse en las frías aguas de los lagos que estaban más lejos de Amegakure. Uno pensaría que las lluvias constantes lo mantenían a uno limpio, pero sorprendentemente sin la ayuda de otras cosas todo lo que hacían era mantener a uno mojado. Y a pesar de que formaba parte de la vida diaria allí, había aprendido a odiarlo. Porque recordaba desde que era niño las goteras en su casa cayendo sobre su rostro, mojando partes de su cuerpo sin dejarlo dormir. Porque recordaba la amargura y la angustia de su madre a medida las condiciones en las que vivían se iban deteriorando, y el clima continuaba azorandolos, ciñendose sobre ellos con toda la crueldad indiferente de la naturaleza.
Esas fueron las primeras lecciones que tuvo del mundo cuando la inocencia de la niñez ya le estaba siendo arrancada: La indiferencia del mundo.
Las primeras veces el agua le había calado hasta los huesos. Pero cada vez se había vuelto un poco más fácil. Hasta que ahora su cuerpo se había acostumbrado del todo. Seguía sin ser una experiencia placentera, pero era casi un ritual para él. Se había terminado por despojar de sus prendas dejándolas ordenadas en la pequeña capa impermeable debajo de un árbol cercano y sin perder sus vestimentas de vista se metió con el agua hasta la cadera para asearse. No tenía vergüenza alguna ni se ocultaría de una persona que apareciese: La enfrentaría con la mirada. Su cuerpo era una de las cosas de las que estaba orgulloso, y la vergüenza era para aquellos que tenían algo que ocultar.
Los lagos rápidamente perdían el atractivo excepto para los niños de día y para los amantes de noche, siempre y cuando el clima permitiese que las cosas no fueran el más absoluto barrial. Pero incluso en la rutina más absoluta de vez en cuando se podía ver alguna que otra persona caminando por los caminos, trabajando los campos, mercaderes yendo y viniendo. Uno podía decir que la privacidad no era un lujo, pero la comodidad, para él, si que lo era.
Sentía que cuando entraba era una persona, y cuando salía era otra. El cambio era minúsculo, pero siempre presente. Llevandose una mano al rostro, se peinó el cabello hacia atrás y se secó como mejor pudo antes de acercarse al árbol que hacía las veces de silencioso guardian sobre sus prendas, cambiándose mientras echaba un vistazo al camino cercano. Se colocó la bandana en torno a su cuello, con el símbolo de Amegakure, y revisó que todas sus pertenencias siguieran en su lugar.