23/12/2016, 23:20
Una oleada de calor la recibió en cuanto abrió la puerta, y Ayame no pudo evitar soltar un suspiro de alivio al sentir su abrazo. Pese a lo escalofriante del nombre de la posada, el sitio era realmente acogedor y hogareño. Todo lo contrario a lo que había podido imaginar hasta el momento. El calor provenía del centro de la estancia, donde una crepitante chimenea, alrededor de la cual se congregaban hasta cuatro mesas con dos o tres sillas cada una.
—¡Buenas noches, señorita, buenas noches! —La saludó el posadero, con una sonrisa de oreja a oreja. Era un hombre de mediana edad, bajito y rechoncho; con el albor de las canas asomando en la base de sus cabellos. Su simpatía enseguida disparó una sonrisa en Ayame.
—Buenas noches... ¿Les queda alguna habitación para pasar la noche? —preguntó, con la garganta agarrotada por el frío.
—¡Desde luego que tenemos habitaciones, desde luego! —respondió, para su fortuna. Aunque su alivio se vio enseguida sustituido por la sorpresa ante las voces que estaba dando el posadero. ¿Sería aquella su forma habitual de hablar?—. Ven a calentarte junto al fuego, ven. ¡Debes estar congelada!
—La verdad es que sí... fuera hace muchísimo frío —confesó, con una sonrisa nerviosa, y aceptó gustosa la invitación.
En apenas un parpadeo, el posadero había desaparecido tras el arco de una puerta que había tras la barra y había vuelto con un plato de sopa humeante que le ofreció sin ningún tipo de reparo. A Ayame se le hizo la boca agua en cuanto notó el calor del vapor y le llegó a la nariz el olor de los fideos.
—¡Come, muchacha, no seas tímida, come! —insistió el posadero, y ella no se hizo de rogar.
Tomó la cuchara, la hundió en la sopa y, tras soplar un par de veces, se la llevó a los labios. El reconfortante calor del caldo inundó su pecho y comenzó a extenderse lentamente hacia el resto del cuerpo.
—Pareces exahusta, vaya que si pareces! Si no es mucho preguntar, ¿se puede saber de dónde viene una chiquita como tú a estas horas de la noche? Si no es mucho preguntar.
Extasiada como esta, abrió la boca para responder la verdad. Que había viajado hasta allí y después de escuchar los rumores acerca de la fama de Rokuro Hei con su shamisen había decidido ir a la posada de Hogo el Gordo para poder escucharle con sus propios oídos. Pero justo en el último momento se dio cuenta de que ella no debería haber estado en un lugar así a aquellas horas de la noche, y las palabras se ahogaron en su garganta.
—B... bueno... —balbuceó, mientras su cerebro trabajaba a toda velocidad en una mentira lo suficientemente creíble. Al final terminó por señalarse la bandana de la frente—. De Amegakure. Cosas de oficio, ya sabe —sonrió, nerviosa, esperando que el posadero fuera lo suficientemente avispado para darse cuenta de que un shinobi no hablaría de sus misiones secretas y no hiciera más preguntas al respecto.
Para fortuna, o su desgracia, la puerta de la posada se abrió justo en ese momento. Pero Ayame palideció terriblemente al ver quién era la persona que atravesaba la puerta.
«El chico de los ojos rojos...» Maldijo su mala suerte. ¿Cómo podía ser tan desdichada? Después de haber rechazado su invitación de aquella manera, había tenido la mala fortuna de acabar precisamente en la misma posada donde él parecía estar hospedándose.
—¡Buenas noches, muchacho, buenas noches! —le saludó el posadero, con la misma felicidad con la que la había recibido a ella.
Sin embargo, Ayame hundió rápidamente la mirada en su plato de fideos. Como si contar fideos fuera la tarea más interesante del mundo en aquellos instantes. Sentía que el rostro le ardía, y estaba segura que no era cosa del caldo que estaba degustando.
¿Cómo podría siquiera mirarle a la cara?
—¡Buenas noches, señorita, buenas noches! —La saludó el posadero, con una sonrisa de oreja a oreja. Era un hombre de mediana edad, bajito y rechoncho; con el albor de las canas asomando en la base de sus cabellos. Su simpatía enseguida disparó una sonrisa en Ayame.
—Buenas noches... ¿Les queda alguna habitación para pasar la noche? —preguntó, con la garganta agarrotada por el frío.
—¡Desde luego que tenemos habitaciones, desde luego! —respondió, para su fortuna. Aunque su alivio se vio enseguida sustituido por la sorpresa ante las voces que estaba dando el posadero. ¿Sería aquella su forma habitual de hablar?—. Ven a calentarte junto al fuego, ven. ¡Debes estar congelada!
—La verdad es que sí... fuera hace muchísimo frío —confesó, con una sonrisa nerviosa, y aceptó gustosa la invitación.
En apenas un parpadeo, el posadero había desaparecido tras el arco de una puerta que había tras la barra y había vuelto con un plato de sopa humeante que le ofreció sin ningún tipo de reparo. A Ayame se le hizo la boca agua en cuanto notó el calor del vapor y le llegó a la nariz el olor de los fideos.
—¡Come, muchacha, no seas tímida, come! —insistió el posadero, y ella no se hizo de rogar.
Tomó la cuchara, la hundió en la sopa y, tras soplar un par de veces, se la llevó a los labios. El reconfortante calor del caldo inundó su pecho y comenzó a extenderse lentamente hacia el resto del cuerpo.
—Pareces exahusta, vaya que si pareces! Si no es mucho preguntar, ¿se puede saber de dónde viene una chiquita como tú a estas horas de la noche? Si no es mucho preguntar.
Extasiada como esta, abrió la boca para responder la verdad. Que había viajado hasta allí y después de escuchar los rumores acerca de la fama de Rokuro Hei con su shamisen había decidido ir a la posada de Hogo el Gordo para poder escucharle con sus propios oídos. Pero justo en el último momento se dio cuenta de que ella no debería haber estado en un lugar así a aquellas horas de la noche, y las palabras se ahogaron en su garganta.
—B... bueno... —balbuceó, mientras su cerebro trabajaba a toda velocidad en una mentira lo suficientemente creíble. Al final terminó por señalarse la bandana de la frente—. De Amegakure. Cosas de oficio, ya sabe —sonrió, nerviosa, esperando que el posadero fuera lo suficientemente avispado para darse cuenta de que un shinobi no hablaría de sus misiones secretas y no hiciera más preguntas al respecto.
Para fortuna, o su desgracia, la puerta de la posada se abrió justo en ese momento. Pero Ayame palideció terriblemente al ver quién era la persona que atravesaba la puerta.
«El chico de los ojos rojos...» Maldijo su mala suerte. ¿Cómo podía ser tan desdichada? Después de haber rechazado su invitación de aquella manera, había tenido la mala fortuna de acabar precisamente en la misma posada donde él parecía estar hospedándose.
—¡Buenas noches, muchacho, buenas noches! —le saludó el posadero, con la misma felicidad con la que la había recibido a ella.
Sin embargo, Ayame hundió rápidamente la mirada en su plato de fideos. Como si contar fideos fuera la tarea más interesante del mundo en aquellos instantes. Sentía que el rostro le ardía, y estaba segura que no era cosa del caldo que estaba degustando.
¿Cómo podría siquiera mirarle a la cara?