«De todo menos de Gūzen, ¿eh?» No le sorprendió que cuando le cogió una mano, también dijese que no eran de herrero. Ambas habían sido verdades como puños, pero la segunda era la más evidente.

—Puede que todavía no… Pero las tendré —dijo, tratando de sonar decidido, en su papel de Gūzen.

—Claaaro —respondió, soltándole la mano—. ¿y por qué quieres tener las manos encalladas, vivir sucio y oliendo a carbón por toda tu vida; cuando puedes ir libre, por ahí? disfrutando de los verdaderos placeres de la vida —follar, beber, farandulear y otros tantos menesteres. Allá arriba no iba a tener nada de eso, o bueno... —. no lo entiendo.

Frente a ellos dispusieron dos platos de tostadas para picar. Ella cogió una y le dio un mordisco.

¡Ja! Le gustaba como pensaba aquella chica. Oh, sí, la ansiada libertad. La entendía, vaya que sí. Pero tenía que recordarse que él, era Gūzen. Y a Gūzen no le había ido tan bien en esa soñada libertad.

—Yo ya saboreé esa libertad que me dices —respondió—. En Tanzaku Gai, durmiendo en una callejuela con una raída manta y comiendo pan duro de hace dos días. Oh, sí, era libre para hacer lo que quisiese. Pero no encontré esos placeres que me dices, no.

De nuevo, algo no le encajaba a Urami. Y es que Datsue aún no lo sabía, pero la menor de las Tākoizu era una mujer —que ya no una niña—. bastante intuitiva. Y la apariencia cuidada de Gūzen contrastaba en demasía con su historia. Pero en fin, ¿quién era ella para juzgar la vida de otros, siendo la suya propia una mentira también?

—¿y si yo pudiera asegurarte todos esos placeres? —alegó, acercándose un poco más a Datsue. a Su oído específicamente—. tan sólo tienes que sacarme de aquí, ésta misma noche.

«Joder, qué complicado lo hubiese tenido para no dejarme enredar si realmente fuese Gūzen». No obstante, aquello le hacía pensar. ¿Hasta ese extremo llegaban las ganas de fugarse de Urami? ¿Hasta el punto de pedir ayuda a un completo desconocido para irse con él? Empezaba a preocuparle, y mucho, que Urami fuese, efectivamente, la traidora de la familia.

Todavía quedaba alguna pieza que encajar, pero tenía un motivo lo suficientemente gordo como para hacer una locura.

—Solo tengo una oportunidad para triunfar en esta vida, Urami, y no la voy a desaprovechar —dijo, haciendo oídos sordos al canto de sirena—. Además, ¿para qué me necesitas? No sé cómo podría serte de ayuda —se excusó, tomando una tostada y…

»Perdonad —dijo, en voz más alta, dirigiéndose a uno de los cocineros—. ¿Llevan huevo?

Dos veces había tropezado en la misma piedra. No habría una tercera.

El temple de Urami mutó a uno más hostil, tras la negación de Datsue. Palmó la tostada que cogió Datsue y prácticamente se la abofeteó de las manos. Irritada, se dio vuelta y abandonó la cocina.

Una de las cocineras rió por lo bajo y se le quedó mirando al muchacho.

—No, no llevan, joven. Y ... haría bien en no enojar a la señorita. Puede ser muy perjudicial para usted.

«La madre que la parió… ¡Vaya genio!» Irreverente, consentida y caprichosa. No supo porqué con tantos defectos, al verla partir sonreía como un tonto.

—No, no llevan, joven. Y ... haría bien en no enojar a la señorita. Puede ser muy perjudicial para usted.

—Uff… Pues estoy jodido —se le escapó, en un arrebato de sinceridad. Luego tomó la tostada, ya más tranquilo, y la comió sin prisa.

No tardó mucho en salir de allí, tras preguntar a la misma cocinera por los balcones que se había referido Furune para orientarse. «Venga, podía haber ido peor. Vamos bien, vamos bien», se dijo, dándose ánimos.

La mujer le indicó la ruta:

Al abandonar la cocina, Datsue tendría que coger inmediatamente la derecha y avanzar hasta el final del pasillo donde iba a encontrarse con sendas escaleras de caracol que ascendían al primer piso de la torre. Una vez arriba, Datsue se pudo dar cuenta que toda el aula superior estaba construida al otro extremo de la montaña y al ser balcones, per se, desde ellos se podía ver un fulguroso acantilado de cientos de metros que acababan probablemente en algún cementerio de rocas y polvo.

Cuando hubiera superado el vértigo, continuaría con paso firme hasta el único corredor al que tenía acceso directo. Pronto se percató de que aquella era el ala de las habitaciones, y habían unas diez. Furune se encontraba en una de las últimas puertas observando con ímpetu el resultado de la limpieza. Estaba más que conforme. Estaba claro que no era el cuarto más exuberante ni mucho menos pero estaba perfecta para tener una buena noche de descanso. Una cama de plaza y media yacía pegado en el rincón de la derecha y a su lado reposaba una mesa de noche, con velas en candelabro. También había una repisa para guardar equipajes y un baño individual para el aseo del habitante.

—Esta será tu morada por el resto de tu estadía. Espero sea de tu agrado, Gūzen-san.

El Uchiha observó su habitación, simple pero con lo necesario para hacer de su estadía cómoda. Cama, mesita de noche, velas, repisa… ¿Para qué más? Incluso tenía…

—¡Con baño incluido y todo! —exclamó, francamente sorprendido y alegre de que tuviese uno para él solo—. Joe, ¡qué guay! Sí, sí, muchas gracias, Furune-san. Esto es más que de mi agrado. ¡Es perfecto!

Bueno, tampoco lo era tanto. Pero, ¿para un crío que se había pasado el último año durmiendo en un callejón? Aquello era gloria bendita.

—Disfrútalo. Mañana a las séis te estaremos esperando en la forja del Toro. Ve hasta la estatua de Lord Yonkai y verás su puño apuntando hacia una vereda. Síguela hasta que alcances el punto más alto.

Le dio una palmada en la espalda y le dejó allí, en soledad, con su nuevo hogar.

Datsue tendría tiempo para pensar. Analizar los datos recabados hasta ahora. De qué le parecía Nahana, de su relación con Furune y Urami. Y de éstos con Soroku. Hasta ahora no había detectado nada extraño, salvo la ausencia de Kitana a la que aún no había tenido la dicha de conocer. Pero aún era el primer día, no podía frustrarse tan pronto. Las pistas iban a ir apareciendo eventualmente si tenía paciencia.

Lo mejor por ahora sería descansar. Sacarse las secuelas del viaje de encima con una buena noche de sueño.

Datsue asintió, y cuando le vio partir, se permitió por primera vez en aquel día relajarse. Ser él mismo. Cerró la puerta y se desvistió, yendo directo al baño. Había sido un viaje largo, y se encontraba sucio. Lleno de polvo y sudor seco.

Mientras el agua corría por su cuerpo, el Uchiha pensaba. Había sido una buena entrada, la suya, con el pequeño fallo de haber cabreado a Urami. Tampoco creía haber tenido otra opción, ahora que lo miraba en retrospectiva. ¿Qué iba a hacer? ¿Decirle que sí? ¿Chafar su misión nada más llegar? A no ser…

A no ser que, ayudándola, ese camino le condujese al traidor. Estaba claro que, por ahora, la que más razones tenía era la propia Urami. De Furune nada había encontrado, todavía, para hacerle sospechar. ¿Y la otra hija? ¿Dónde estaba? ¿O tendría que apuntar más bien hacia alguno de los trabajadores o el propio guardia?

Ah, qué dolor de cabeza. Mejor no darle demasiadas vueltas hasta conseguir más información. No serviría de nada. Tras secarse y ponerse unos calzones, se fue a dormir. Mañana le tocaba despertarse nada más y nada menos que a las seis de la madrugada. Una hora delictiva, que debería estar penada con cárcel para todo aquel que se levantase o hiciese levantar a semejante hora.

Y lo peor es que Shukaku no dejaría de darle por culo en las pocas horas que podía disfrutar descansando.

Datsue de pronto se supo empapado. Tan empapado que sintió la imperiosa necesidad de abrir los ojos inmediatamente. Cuando lo hizo, se encontró flotando en un hermoso lago azul, apaciguado y totalmente calmo. Lo único que perturbaba sus aguas era el movimiento de sus piernas para lograr mantenerse con la cara sobre la superficie y, desde luego, el centenar de gotas de lluvia que caían desde un cielo lúgubre y tormentoso. Un Dios ajeno al suyo lloraba a cántaros, como de costumbre.

Cuando quiso dar un vistazo a su alrededor, se encontró con la nada. El lago no parecía tener orilla, y el horizonte no era más que una espesa neblina grisácea.

¿En dónde diablos estaba? ¿no se encontraba él en su habitación, en lo más alto de la Montaña del Peregrino? ¿cómo había llegado hasta allí, y lo más importante; por qué llovía?


Una fuerza desconocida arrastró sus pies hacia abajo y le sumergió contra su voluntad a las profundidades del lago. Datsue pataleó, y pataleó, y pataleó, creando espuma y dejando escapar grandes bocanadas de aire en su fútil intento de encontrar el camino hacia la superficie. Pero más pronto que tarde, cuando finalmente dejase de luchar, se percataría de que por más que pasase el tiempo, no se estaba ahogando.

La calma volvió a las profundidades y una espesa negrura aguamarina le abrazó, en súbito.

Sólo entonces se permitió escuchar. El sonido de su oxígeno abandonando sus pulmones en cientos de pequeñas burbujitas. De sus manos, danzando un romántico vals, de un lado a otro, al unísono con sus pies de pluma. El sonido de...

Somnoliento, Datsue abrió los ojos, extrañamente empapado. No como esos sudores fríos de los que se despertaba cada noche por las pesadillas de Shukaku, sino mucho más allá, como si se hubiese quedado dormido dentro de la bañera con el mango de la ducha abierto. Al principio, creyó que así había sido. Pestañeó varias veces, confuso, hasta darse cuenta que aquella bañera era demasiado grande como para tener dicho nombre. Las gotas que le caían tampoco provenían de ningún mango, sino del mismísimo cielo.

«¿Qué cojones…?»


Como si un calamar gigante hubiese enroscado un tentáculo alrededor de su tobillo, se vio sumergido de pronto por una fuerza colosal. El pánico le invadió, y pataleó y pataleó intentando alcanzar la superficie. ¿Qué coño era aquello? ¿Una nueva pesadilla de Shukaku? Solía hacerle modificaciones de cuando en cuando, pero aquella no era de su estilo. Entonces… ¿era real?

Justo en ese momento, se dio cuenta: por más que estuviese sumergido, no se estaba ahogando. Aquella súbita revelación le trajo alivio y le trajo tranquilidad. Le trajo calma y le trajo… un sonido. Un sonido que se sobrepuso al resto.

Datsue no habló, no obstante. Sino que pensó. Pensó en la voz, en aquel tono que alguna vez fue melodía para sus oídos. No le trajo ningún rostro a recuerdo. Era como escuchar una sinfonía olvidada, ajena a sus tiempos; de la que conocías sus notas y partituras de memoria, aunque tus dedos fallaran con cada intento de encontrar acomodo sobre las teclas del piano.

«Me estoy ahogando. Ayúdame» —dijo la voz. De pronto, lo supo muy bien. Supo quién le estaba hablando. Supo por fin la forma que tenía el agua.

Un lago, frío y oscuro. La lluvia, eterna e incesante. Sus lamentos, tan muertos como vivos, pero siempre eternos. Era ella. Su gran amor.

El agua se movió frente a él y el cuerpo menudo de una sirena, de aspecto frágil y cautivador le acechó.

A Datsue se le paró el corazón. ¿Cómo no la había reconocido hasta entonces? ¿Cómo se había podido olvidar?

«¿Aiko…?»

—¡¡¡AIKO!!! —rugió Datsue, el Sharingan finalmente centelleando bajo el lago.

No podía perderla de nuevo. No podía dejar que se le escapase entre los dedos. Tenía que rescatarla, tenía que rescatarla, tenía que rescatarla… Formó los sellos de una técnica que Keisuke le había enseñado, el que más había hecho en Oonindo para salvarla, y quien lo había pagado con su vida.

Se trataba del Suiton, Suikōdan no Jutsu, una técnica que formaría un tiburón al que podría aferrarse para nadar en el lago. Pero no hacia la superficie… sino hacia la voz. Hacia su sirena.