Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Daruu vio la cara de su maestro. El Hielo parpadeó varias veces; parecía genuinamente confuso, como si no se reconociese en esa afirmación. Estuvieron mirándose unos segundos, durante los cuales Daruu trató de averiguar si Kori estaba jugando con él o si de verdad no se daba cuenta de las cosas que hacía. Habría podido jurar que se trataba de lo segundo, pero cuando uno intenta juzgar a Kori por su expresión siempre termina echando a suertes qué es lo que transmite.
Al final, Daruu suspiró y se giró hacia las olas del mar.
—Nada, Kori-sensei. Nada.
Kori se sentó sobre la arena, y Ayame caminó hasta ponerse a su lado, imitándolo y sentándose también. Daruu se conformó con que las olas siguieran mojándole los pies.
—No paro de darle vueltas a las palabras del tabernero de ayer. Ese Infierno al que van los herejes y los que no creen en la palabra de la Diosa... Debieron de armar un buen escándalo para acabar con la clemencia de la Diosa y que esta terminara llevándoselos.
Daruu arrugó la nariz, molesto.
—Es probable. Y si así fue, fueron realmente estúpidos. Qué locura enfrentarse de aquella manera a la Diosa.
Daruu se agachó y cogió una piedra redonda que había enterrada en la arena. La contempló unos instantes, girándola en la mano, viéndola toda ella.
—No puedo creer que estés empezando a aceptar a esa hija de puta como una diosa, Kori-sensei. Yo todavía no he perdido la esperanza —dijo, siguiendo con el papel que les había tocado representar (el de shinobi confusos, perdidos y que aceptan poco a poco su inevitable futuro en el mundo perfecto)—. Además, probablemente envíe allí a todo aquél que ella considere una amenaza para sí misma o simplemente que la contradiga. Estoy deseando que venga a por mí para partirle la cabeza con una de estas piedras. —Con un movimiento en arco horizontal, lanzó el canto, que rebotó un par de veces en el agua antes de ser consumido por la corriente.
Suspiró, se echó un poco hacia atrás y se sentó en la arena, contemplando el horizonte. Sólo acababan de desayunar, y tenían que esperar hasta la tarde. Y para él, ese momento no podía esperar mucho más. Echó la cabeza hacia atrás y se tumbó.
8/03/2018, 12:54 (Última modificación: 8/03/2018, 12:59 por Aotsuki Ayame.)
Daruu, que se había quedado en la línea que separaba el agua de la tierra, se agachó hasta coger una piedra.
—No puedo creer que estés empezando a aceptar a esa hija de puta como una diosa, Kōri-sensei —replicó el muchacho—. Yo todavía no he perdido la esperanza. Además, probablemente envíe allí a todo aquél que ella considere una amenaza para sí misma o simplemente que la contradiga. Estoy deseando que venga a por mí para partirle la cabeza con una de estas piedras.
Agitó el brazo súbitamente y lanzó la piedra en un perfecto arco horizontal. El canto rodado rebotó un par de veces contra la superficie del agua, antes de que las olas terminaran por engullirla.
Tal y como Shiruuba engullía sus esperanzas a cada minuto que pasaba.
—Cuanto antes lo aceptemos, será mejor para todos, Daruu-kun —respondió Kōri, tan sereno como una lámina de hielo sobre el agua—. No hay manera de salir de aquí, estamos muertos ya. Al menos no parece que se viva mal en este lugar.
Ayame no pudo evitar mirarle con horror al escuchar sus palabras, pero su hermano no le devolvió la mirada. Estaba comenzando a sentirse tan confusa que estaba dejando de discernir la difusa línea entre la verdad y el disimulo. ¿Y si terminaba convencido de verdad? ¿Y si de verdad no encontraban el modo de salir de allí y terminaban encerrados en aquella realidad alternativa, condenados a terminar aceptándolo y perder sus recuerdos? ¿Se verían obligados a escoger una casa, seguramente cerca de Arashihime, para vivir en ella de la forma más normal posible?
«No... nunca será "normal".» Añadió para sí.
—Estoy deseando volver a ver a mamá —añadió Daruu en voz alta.
Y Ayame se abrazó las rodillas y enterró la cabeza entre ellas. Cerró los ojos, dejando que la brisa del mar enredara sus dedos entre sus cabellos como si la estuviera reconfortando.
«Lo haremos... Tenemos que hacerlo. Tenemos que salir de aquí. ¿Pero y si...?»
Sus pensamientos iban y venían entre la determinación y el terror, como el péndulo de un reloj. Y aún quedaba un largo medio día por delante.
Y así fue como Kōri, Ayame y Daruu pasaron el resto del día observando las olas, hablando lo justo y necesario. Mientras el Hielo sin duda se mantuvo impasible durante todo el día, los muchachos intercambiaron risas y llantos de conversaciones banales o nostálgicas. Ninguno de ellos tuvo ganas de volver a la taberna a por comida, pero como Daruu comprobó tras una rápida sospecha a la hora de comer, la mochila que traía consigo tenía provisiones de sobra cuando esa misma mañana había estado vacía. El muchacho sonrió, no por felicidad, sino por la misma razón que alguien sonríe cuando descubre el truco de un número de magia. Shiruuba era, precisamente, como un mago que sólo sabe hacer el mismo truco: al final se le queda viejo y se vuelve precedible y detectable.
Cuando el sol comenzaba a ponerse, todos sabían que tenían que marchar. Pero fue Daruu el primero que se levantó, y que, después de por supuesto sacudirse la arena de la playa falsa, se dirigió hacia sus zapatos para calzárselos.
—Bueno, deberíamos de ir yendo a casa de Arashihime —dijo—. A ver si jugando a esos juegos de mesa de los que nos habló ayer mientras nos tomábamos algo con ella nos despejamos un poco... —Daruu detectó que había cierto cabo suelto en sus palabras, de modo que añadió rápidamente—: ¿Creéis que los tendrá en casa, o simplemente esperará que aparezca mágicamente como esos bocadillos de mi mochila? Qué tétrico es todo esto...
Sea como fuere, los muchachos se dirigieron a casa de Arashihime, donde la mujer les recibió y donde volvieron a sacar unas bebidas y a sentarse en los cómodos sillones. Incluso comenzaron a jugar a una partida de un curioso juego de mesa en el que había que vadear ríos evitando las trampas de los oponentes. Pero pronto, la ausencia característica de sensaciones que habían vivido el día anterior se hizo presente, anunciando que era hora de poner fin a aquél sueño que más bien amenazaba con ser pesadilla.
En realidad, Daruu sabría algo más tarde, que en verdad se trataba de una auténtica pesadilla.
—Bien, se acabó. Vamos allá. Tenemos que ser rápidos, por lo menos tenemos que encontrarla antes de que se despierte. —Arashihime se levantó y estampó la lata contra el cristal de la mesa. Todo aquello no había sido más que una farsa. No importaba la bebida, ni el juego, ni su casa, ni nada más. Lo sabía, los tres lo sabían.
Por eso, Daruu también se levantó con la misma presteza, y esperó, expectante, a que Arashihime empezara a moverse.
La mujer les condujo fuera de la casa y a través de la ciudad, hacia el centro. Allí les señaló una edificación que para nada habría sido diferente del resto de no ser porque la puerta era metálica y estaba cerrada con llave. Daruu sospechaba que una cerradura común no era el mecanismo que una especialista en Fūinjutsu utilizaría para proteger la parte más importante de la isla, pero Arashihime tenía los conocimientos necesarios para abrir la puerta. Efectivamente resultó haber un sello invisible sobre ella, y Daruu dedujo que fue capaz de desbaratarlo por haber sido peón de la maestra de todo aquello.
«Tenía razón... Si no hubiese hecho lo que hizo, no podríamos salir de aquí. Supongo que a veces... hay que mancharse las manos. Al menos, por una buena razón...»
Daruu se miró las manos, que estaban temblando. Hacía un tiempo que había llegado a una conclusión, pero todavía no podía confirmarla. Sin embargo, llevaba todo el día preparándose mentalmente para lo que quizás tendría que hacer.
Los shinobi cruzaron el umbral y se encontraron con una curiosa imposibilidad. El interior de la casa no era... no era una casa, sino simplemente, la representación básica de lo que debía ser un espacio tridimensional. Un lugar vacío, rectangular y mucho más grande de lo que aparentaba desde fuera. Una habitación de suelo blanco y paredes vacías. Parecían negras, pero Daruu tuvo la sensación de que había un universo propio sin estrellas más allá de ellas.
Y cruzando la habitación, una gigantesca barrera de color púrpura.
Arashihime miró a Daruu, pero no tuvo que mencionar palabra alguna, pues el muchacho ya había activado su Dōjutsu, y se acercaba a un punto que le resultó curiosamente fácil de encontrar. Entrecerró los ojos y calculó la cantidad de chakra que se necesitaría para romper la barrera.
«Te esfuerzas tanto en mantener una farsa agradable para todo el mundo que subestimas las capacidades de quienes pudieran llevarte la contraria.»
Daruu aplicó un preciso Jūken con una ráfaga de chakra visible que chocó contra la barrera y se expandió por toda su superficie. Parte de la energía rebotó y le hizo caer de espaldas, pero la pared artificial se hizo añicos. Sin esperar a perder tiempo alguno, el muchacho se levantó y vio donde sus ojos antes no podían ver. Había una puerta en el fondo, y más allá...
Cerró los ojos y desapareció de la vista con un movimiento ultrarrápido. Abrió la puerta y la cerró tras de sí.
Su conclusión era acertada.
Cuando el resto del grupo cruzara el umbral, se encontrarían de nuevo a los pies de un puente de madera, que llegaba enseguida a otra isla más. Era una isla vacía, sólo con suelo de arena, y con forma cuadrada. El agua de alrededor estaba en calma. El cielo era gris, pero no había nubes. Era también una representación mínima. Era, comprendieron, un lugar donde no se necesitaba mantener una farsa, pero también un lugar que trataba de ser agradable, porque ni Shiruuba misma podría soportar mucho tiempo ver lo que había allí.
Multitud de seres humanos desnudos, arrodillados en la arena, con cables clavados alrededor de todos sus brazos derechos. Los cables ascendían hasta el cielo y se perdían más allá del cielo. Aquellas personas no tenían ya una vida. Tenían la mirada clavada en el horizonte, algunos, los ojos en blanco. Babeaban, y no parecían estar allí.
Daruu era el único que era capaz de ver a dónde iba el chakra que salía de los cables. Por tanto, era el encargado de averiguar dónde descansaba el cuerpo, o más bien la consciencia, de Shiruuba. La respuesta era muy simple.
—Shiruuba no está en ninguna parte. —Daruu hablaba con parsimonia, tratando de hacerse entender y a la vez de bloquear sus sentimientos, no de una manera muy diferente a cómo lo hacía Kōri diariamente. Sin embargo, la voz le temblaba un poco, a diferencia de a su maestro. Les miraba, pero no les miraba a ellos, sino a un punto más allá de ellos—. Shiruuba está en todas partes. Veo su chakra alrededor de nosotros, impregnando toda la isla. Estos cables sólo la reparten al ambiente.
—Para matar al Genjutsu, hay que matar a Shiruuba. Pero Shiruuba es el propio Genjutsu. La frase está mal. La formulación está mal. Para matar a Shiruuba...
Los dedos de la mano derecha de Daruu se movieron.
—...hay que matar al Genjutsu.
Daruu giró bruscamente y seccionó una arteria en el cuello de uno de los esclavizados. La sangre le empapó entero, y el grito de terror del antes enmudecido sufridor le despertaría en terribles pesadillas días después, pero él cerró los ojos y corrió hacia otro, clavándole el kunai en la yugular. Golpes limpios, que sufran lo mínimo, posible, no les mires a la cara, no es una niña, es una persona torturada que está mejor muerta.
Por mucho que se repitiese aquellas palabras, no era más fácil.
—¡¡Ya están muertos!! ¡¡Ya están muertos!! ¡¡Tenerlos así es una crueldad!! ¡¡SHIRUUBA!!
—¡NNNOOOOOOOOOOOOOOOOO! —El bramido de ira de Shiruuba lo llenó todo—. ¡PARA!
La mujer se materializó en el aire, como había hecho cuando llegaron a la isla, y le lanzó la cuchilla de su kusarigama, dispuesta a clavársela en la espalda.
«Sois capaces de cometer las mayores de las crueldades.»
«Sois todos iguales.»
Algo primigenio y profundo habló en el interior de Ayame, mientras destellos rojos y blancos cruzaban por delante de los ojos y sentía una mezcla de impotencia, rabia y tristeza difíciles de comprender y asumir, pues los sentimientos no eran suyos sino de otro ser que esperaba en las sombras.
Pero eso no hacía que los sintiera menos.
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12/03/2018, 13:36 (Última modificación: 12/03/2018, 14:07 por Aotsuki Ayame.)
Las horas pasaron de forma tortuosamente lentas, bajo el inexorable paso del tiempo que la diosa imponía con su capricho a aquel mundo artificial. Entre idas y venidas de las olas, los dos genin intercambiaron todo tipo de charlas banales mientras que Kōri se mantenía tan imperturbable como una estatua de mármol. Y sólo cuando el sol comenzó a ponerse por el horizonte, el trío se levantó para deshacer el camino andado de vuelta a la villa.
—A ver si jugando a esos juegos de mesa de los que nos habló ayer mientras nos tomábamos algo con ella nos despejamos un poco... —dijo Daruu, ya de nuevo sobre tierra firme, mientras se calzaba las botas—. ¿Creéis que los tendrá en casa, o simplemente esperará que aparezca mágicamente como esos bocadillos de mi mochila? —preguntó, refiriéndose al almuerzo que habían tomado en la orilla de la playa, al mediodía. Se suponía que Daruu llevaba la mochila completamente vacía, pero cuando el hambre había comenzado a acuciar, habían aparecido en ella varios sandwiches perfectamente cocinados—. Qué tétrico es todo esto...
Ayame, que también se estaba calzando, se encogió de hombros:
—Si no los tenía ya de antes, seguro que aparecerán en su casa como si nada —resolvió, completamente convencida.
Pocos minutos después llegaron a la casa de Arashihime, quien les recibió con la misma calidez del día anterior. Y, tal y como había ocurrido el día anterior, los cuatro se juntaron frente a la chimenea con sendas bebidas, aunque esta vez con un juego de mesa entre ellos cuyo propósito para ganar era atravesar varios ríos para llegar a la meta al mismo tiempo que se evitaban las trampas que ponían el resto de contrincantes para entorpecer su paso. Kōri movió su ficha, y Ayame tensó todo su cuerpo con expectación. Había preparado una trampa maestra, una trampa que ni siquiera su hermano podría evitar a tiempo...
Y justo cuando estaba a punto de posarla sobre el tablero, dejaron de sentir. Tal y como había ocurrido el día anterior, la chimenea dejó de dar calor, el sofá sobre el que estaba sentada dejó de resultar cómodo y ni siquiera le hizo falta probar el zumo que había estado desgustando para saber que ya no sabría como antes. Ayame se estremeció, sabiéndose incapaz de acostumbrarse a algo así.
—Es la hora —anunció Kōri, dejando la ficha de cualquier manera y levantándose al mismo tiempo que Arashihime.
«¡Agh! ¡Estaba a punto!» Maldijo Ayame, rascándose la nuca. Pero enseguida apartó aquel pensamiento de su mente. Estaba tan entretenida con el juego que por un instante había olvidado dónde estaban y en qué condiciones.
Salieron de la casa en grupo y Arashihime les condujo hacia el centro de la ciudad. Allí les señaló una casa que era idéntica al resto de sus gemelas, con la excepción de que tenía la puerta de metal y parecía estar cerrada a cal y canto. Sin embargo, no hizo falta ninguna llave para abrirla, y de alguna manera que Ayame no alcanzó a comprender, Arashihime deshizo de forma fácil el bloqueo para permitirles el paso.
Y si en algún momento había llegado a pensar que ya nada en ese mundo podría sorprenderla, francamente, se había equivocado estrepitosamente.
Cuando cruzaron el umbral de la puerta y esta volvió a cerrarse tras ellos se encontraron en un extraño vacío. No había muebles de ningún tipo, ni pasillos, ni otras habitaciones. Toda la casa era un enorme cubo vacío de suelo inmaculadamente blanco y paredes oscuras... aunque había una extraña sensación de profundidad detrás de ellas, como si el espacio siguiera ampliándose de forma inexplicable. Y, al otro lado de aquel extraño cubo con forma de casa, una inmensa barrera de color púrpura. Daruu se adelantó sin necesidad de que nadie se lo dijera, con el Byakugan activo en sus ojos perlados ahora fruncidos por la concentración. Parecía buscar algo que resultaba invisible para los demás, y justo cuando Ayame estaba a punto de preguntarle, asestó un golpe con la palma de su mano a un punto determinado. El chico rebotó y cayó al suelo de espaldas, pero la barrera se rompió como una lámina de cristal.
—¿Qué ha...? ¡Daruu-kun!
Ni siquiera tuvo tiempo de terminar la pregunta. El Hyūga se había reincorporado velozmente y había desaparecido con una pequeña brisa. Al fondo, una puerta se abrió y volvió a cerrarse con estrépito. Ayame y Kōri le siguieron a toda velocidad.
Y Ayame jadeó.
Habían salido de la casa, pero ya no estaban en medio de la ciudad. Se encontraban de pie sobre un puente de madera que llegaba hasta otra isla perdida en el océano. Pero aquella no era una isla normal. Tenía forma cuadrada y estaba completamente vacía, incluso el agua del mar estaba en calma a su alrededor y no había rastro alguno de olas. Lo único que conservaba de normal, si es que podía denominarse con ese adjetivo a algo de lo que les rodeaba, era la arena blanca del suelo.
Pero aquello no era lo peor. Ni de lejos.
Arashihime ya les había advertido sobre lo que iban a encontrar allí, pero ni con la descripción más explícita podrían haberse preparado para contemplar lo que estaba frente a sus ojos. Filas y filas de personas, de seres humanos, yacían arrodillados sobre la arena desnudos y cables clavados en sus brazos derechos. Cables que ascendían y se perdían en la inmensidad del cielo sin terminar por unirse a nada que alcanzara la vista. Pero ninguno de ellos pareció darse cuenta de la llegada de los shinobi. Todos ellos parecían ausentes y tenían la mirada clavada en algún punto inexistente del horizonte, algunos incluso, babeantes, con los ojos en blanco. Ayame cayó al suelo de rodillas, temblando con violencia.
—Shiruuba no está en ninguna parte —resolvió Daruu, lentamente, aunque su voz temblaba ligeramente—. Shiruuba está en todas partes. Veo su chakra alrededor de nosotros, impregnando toda la isla. Estos cables sólo la reparten al ambiente. Para matar al Genjutsu, hay que matar a Shiruuba. Pero Shiruuba es el propio Genjutsu. La frase está mal. La formulación está mal. Para matar a Shiruuba... hay que matar al Genjutsu.
Y antes de que nadie pudiera hacer ninguna pregunta, Daruu giró sobre sí mismo, kunai en mano. El esclavo gritó con terror y la sangre se desparramó desde su cuello. Y Ayame, horrorizada, se llevó las manos a la boca.
—¡NO! ¡DARUU, PARAAAAAAAAA! —aulló, con lágrimas en los ojos, intentando reincorporarse, pero Kōri la retuvo sujetándola por la cintura. Ella se revolvió con un grito, pero no terminó por licuar para escapar. Quizás por el terror que sentía en lo más profundo de su pecho y que le impedía actuar de verdad—. ¡Párale, Kōri! ¡PÁRALE! ¡POR FAVOR!
—Ayame, basta. Ellos... ya están muertos.
Pero ella seguía retorciéndose y gritando. En su cabeza no cabía otra cosa. No era capaz de entenderlo. ¿Por qué Daruu estaba actuando así? ¡Tenían que salvarlos! ¡Bastaba con cortar los cables! ¿Por qué era tan difícil de entender?
—¡¡Ya están muertos!! ¡¡Ya están muertos!! —gritaba Daruu, mientras su mano iba segando una a una las vidas de aquellas personas—. ¡¡Tenerlos así es una crueldad!! ¡¡SHIRUUBA!!
—¡NNNOOOOOOOOOOOOOOOOO! —El bramido de ira de Shiruuba opacó los gritos de Ayame, reverberando en todos y cada uno de los rincones de aquella pequeña isla—. ¡PARA!
La mujer se materializó en el aire tras la espalda de Daruu. Kōri soltó a Ayame y se lanzó a la carrera hacia la posición de su alumno. Pero vio como levantaba el brazo con la hoz en ristre, y el Jōnin se llevó la mano a la espalda. La mujer lanzó la kusarigama contra la espalda del genin, dispuesta a atravesarle de parte a parte, pero poco antes de llegar una sierra giratoria embistió el arma y la desvió de su trayectoria arrastrándola con el Fūma Shuriken. Y una pequeña nube de polvo se levantó cuando Kōri se situó frente a Daruu, con sus ojos de escarcha apuñalando a Shiruuba con la mirada.
Pero Ayame no se había movido de su posición, aún de rodillas en el puente temblando de forma incontrolable y las lágrimas desbordándose por sus mejillas.
Y entonces la escuchó.
«Humanos.»
Era de nuevo aquella voz femenina que parecía venir de todas partes y ninguna y que había escuchado en más de una ocasión.
«Alimentados por vuestro propio ego.»
«Sois capaces de cometer las mayores de las crueldades.»
Destellos rojos y blancos enturbiaban su vista, y Ayame se clavó los nudillos en la frente con un gemido de dolor.
«Sois todos iguales.»
—¿Quién...? ¡AGH!
Ayame se llevó una mano al pecho y se revolvió. Un torrente de energía la invadió, y con ello sus sentimientos sólo se vieron aún más intensificados y mezclados. Terror por la situación que les estaba tocando vivir. Odio por los humanos. Odio por Shiruuba y lo que estaba haciendo. Ansia de libertad. Impotencia por querer salvar a todas aquellas personas y no poder hacerlo. Tristeza por su deseo de volver a su vida normal. Rabia por estar cautiva...
Se abrazó los hombros, clavándose las uñas en el proceso.
Quería arrancarse el corazón para dejar de sentir.
Quería arrancarse los ojos para no tener que seguir presenciando aquella escena.
Quería arrancarse los oídos y dejar de escuchar los gritos de dolor y terror.
Quería morir y no seguir allí.
Y gritó. Gritó como nunca lo había hecho. Y su voz se entremezcló con el bramido de la bestia que dormía en su interior.
Kōri se volvió hacia ella. Y, por primera vez en la vida, Daruu vio que tenía los ojos desorbitados por el terror y varias gotas de sudor perlaban su frente.
—Ayame... No... Ahora no... —murmuró el Jōnin, humedeciéndose los labios resecos.
El aire borbotaba alrededor de la muchacha, como si se encontrara en plena ebullición. Formaba una especie de capa intangible de color blanco alrededor de su cuerpo, rodeándola, formando la silueta de una bestia y alargando cuatro cuernos sobre su cabeza y una suerte de cola tras su espalda. Su rostro, antes infantil y afable, ahora era una mueca de la más salvaje de las bestias. Sus iris habían mutado desde el castaño al aguamarina y sus párpados inferiores estaban empapados del color de la sangre. La muchacha jadeó, claramente dolorida. La piel de su mejilla estaba ahora recorrida por una mancha rojiza similar a una quemadura.
No había que ser ningún tipo de genio para saber qué era lo que estaba pasando con la muchacha. Había que detenerla antes de que fuera a más. Eso estaba claro. Pero aquella era la peor de las situaciones que podía darse en aquellas circunstancias. Él no dominaba el Fūinjutsu como lo hacía su padre. Y además...
Los ojos de Kōri se detuvieron momentáneamente en Shiruuba, observando su reacción.
¤ Capa de Chakra (Versión 1) - Tipo: Apoyo, Ofensivo - Requisitos: Ninguno - Gastos: 21 CK por onda de chakra - Daños:
12 PV por quemadura
25 PV por coletazo
35 PV por onda de chakra
- Efectos adicionales:
El CK del bijuu accesible del usuario regenerará si no se usa chakra del bijuu
+12 a Fuerza, Agilidad, Resistencia, Aguante y Poder
Defensa de 10 PV
-10 PV/turno en caso de no controlar al bijū
- Velocidad: Muy rápida (onda de choque) - Alcance y dimensiones: -
La primera capa de chakra forma un denso velo de energía alrededor del jinchūriki. Esta capa, similar en apariencia a un líquido en ebullición, es burbujeante y de color blanco y dota al jinchūriki de una cierta protección física. Los cambios físicos que son experimentados son más pronunciados que durante el Aspecto de Bijū, pero además se forman los cuernos encima de su cabeza y de una hasta cinco colas tras el final de su espalda a partir de la capa de chakra y con las que son capaces de interactuar con el entorno.
Para los jinchūriki que no han aprendido a controlar a sus bijū, el chakra de la bestia tenderá a ser perjudicial: experimentará un proceso de corrosión en su propio cuerpo que finalmente podría terminar dañándolo con un uso prolongado. Esto también se aplica a aquellos que entren en contacto con ellos.
Esta capa de chakra suele adquirirse por un creciente estado de rabia, tensión, estrés o peligro, cuando el sello que contiene al bijū se debilita y en consecuencia deja al jinchūriki en un estado de menor control sobre su propio cuerpo con cada cola liberada. Aunque no se ha observado que los jinchūriki lleguen a perder por completo el control en este estado, sí es cierto que se vuelven más salvajes y agresivos.
En el caso del jinchuuriki del Gobi, si no ha controlado a su bijuu, normalmente este estado presenta de una a tres colas. La cuarta puede ir emergiendo poco a poco. Si llega a emerger por completo, alcanza lo que se conoce como Versión 2 y pierde el control.
Daruu escuchó un impacto metálico a sus espaldas. Se giró de golpe, y casi por instinto desvió hacia un lado, esquivando un ataque inexistente. Su salvador apareció a su lado. Daruu lo miró un momento, pero no se detuvo. Ignoró su expresión pese a tener certeza de que no tendría ningún sentido tomarla en cuenta, pues sería igual a la que siempre vestía. Ignoró las peticiones a gritos de Ayame. Después de ignorar la sangre, los quejidos y los rostros inhumanos, aquellas dos cosas eran fáciles.
Hasta que sucedió algo difícil de ignorar. No pudo ignorar la expresión de Kori. No pudo ignorar los bramidos de Ayame.
Y no pudo ignorar aquél chakra blanquecino, otrora un breve reflejo en la espalda sólo discernible con su Byakugan, ahora nítido y denso como el aceite con su doujutsu o sin él. Burbujeaba con fuerza, retorciéndose y cambiando de forma, envolviendo a Ayame y tomando la forma de una bestia sin nombre. A su espalda, creció una cola.
«Una... ¿deberían ser cinco?»
¿Qué debía de hacer en aquella situación? Tragó saliva. El olor a sangre y a muerte estaba empezando a entrar por la puerta que tanto se había esmerado en cerrar. No. Apretó los dientes, miró a Shiruuba y empezó a dar unos vacilantes pasos hacia atrás. Estaba distraída...
—La jinchuuriki... Es la jinchuuriki de Amegakure... ¡Malditos, va a hacer que todo esto se caiga a trozos! ¡Hijos de puta! ¡MI MUNDO! ¡MI ETERNIDAD! —Se giró hacia Daruu, a quien había visto por el rabillo del ojo—. ¡Tú, quieto ahí mientras vuelvo a sellar a ese monstr...! ¡ARASHIHIME, TRAIDORA!
Afortunadamente para Daruu, Arashihime acababa de entrar por la puerta del puente, y ahora estaba igual de sorprendida y asustada que Shiruuba, con los ojos clavados en Ayame.
—¿Qué... qué es...?
«Piensan que es un monstruo, ¿lo ve, señorita? Detenerle. Quieren detenerle.»
«Para seguir matando. Para seguir torturando. Para seguir encerrándonos. En esta cárcel.»
Pero Ayame no se había dado cuenta de una cosa: lo había dicho en voz alta. Y aquella no había sido su voz.
—¡No la escuches, Ayame! —gritó Kori, que parecía asustado y a la vez sorprendido de que aquella criatura pudiese hablar.
Para Daruu todo aquello era difícil de ignorar, pero hacía un esfuerzo tremendo en hacerlo. Le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes. Estaba empezando a llorar. Pero sabía que de él dependía que salieran de allí con vida y rápidamente. Lo había notado. La interferencia en el chakra cuando había matado a tres, a cuatro, a cinco. Allí había al menos cien. Si podía... si pudiera...
A la espaldas de todos, formuló los sellos y lanzó una técnica en una dirección con densidad de esclavos suficiente como para...
—Suiton: Bakusui Shouha.
Una gigantesca ola arrambló con varios de aquellos cuerpos lo suficientemente fuerte como para matarlos o bien como para arrancar los cables de sus brazos. Daruu cerró los ojos y volvió a formular los sellos, girando en otra dirección, mientras sentía sus pies levantándose del suelo...
—¡NOOOOOOOOOOOOO! ¡PUTO ENANO HIJO DE...!
Cuando la segunda ola cayó, sintió una terrible punzada de hambre en el estómago y la boca seca.
· · ·
El trío shinobi aterrizó estrepitosamente en el despacho de una anciana lejos de allí y cerca de Coladragón. Daruu gimió y trató de moverse, pero estaba muy débil. A un lado estaba Kori-sensei, y al otro... Ayame, todavía envuelta en la capa de chakra monstruosa.
—Ayame... Ayame... todo ha acabado... por favor... Ayame... —consiguió articular, con un terrible dolor de garganta. ¿Cuánto tiempo habría pasado afuera, en el mundo real?
Todo lo que había estado reteniendo le venía ahora a la mente, y si no vomitó de nuevo es porque no había nada que vomitar. Eso no le impidió volver a horrorizarse con el cráneo que tenía apenas a unos centímetros de la cara.
—La jinchuuriki... Es la jinchuuriki de Amegakure... ¡Malditos, va a hacer que todo esto se caiga a trozos! ¡Hijos de puta! ¡MI MUNDO! ¡MI ETERNIDAD! —gritaba la mujer, fuera de sí—. ¡Tú, quieto ahí mientras vuelvo a sellar a ese monstr...! —se había girado hacia Daruu, pero justo en ese momento Arashihime cruzó la puerta de entrada, avivando la ira de la diosa—. ¡ARASHIHIME, TRAIDORA!
Ayame giró la cabeza hacia ella con un suave gruñido.
—¿Qué... qué es...? —Ella la contemplaba con el horror dibujado en sus ojos, y cuando se giró hacia sus allegados comprobó que todos ellos tenían aquel gesto en la cara.
Aquel ridículo gesto que le daban ganas de arrancárselo de la cara. Ayame sacudió la cabeza varias veces, intentando apartar aquel súbito pensamiento.
—Piensan que es un monstruo, ¿lo ve, señorita? Detenerle. Quieren detenerle —formularon sus labios. Pero no era su voz la que sonaba. Era la misma voz que había estado escuchando y que parecía estar dirigiéndose hacia ella—. Para seguir matando. Para seguir torturando. Para seguir encerrándonos. En esta cárcel.
«Para seguir encerrándonos en esta pesadilla...» Repitió Ayame para sus adentros. Y tras su espalda comenzó a burbujear otra cola más...
Un súbito quemazón en el hombro derecho le hizo gemir de dolor.
Le pareció escuchar la voz de su hermano en la lejanía, pero la oía como si estuviera opacada tras un cristal grueso, como si le estuviese oyendo desde el fondo de una piscina.
Y, de repente, una ola gigante se alzó sobre la arena, rugiendo como una bestia marina hambrienta y engullendo a varias decenas de esclavos. Daruu seguía con su particular masacre, y Ayame lanzó un último rugido cargado de dolor y desesperación. Batió una de sus colas contra el puente de madera, haciéndolo saltar en pedazos en el proceso, y justo en el momento en el que se impulsaba para arremeter contra el genin, una segunda ola barrió a varias decenas más.
Los pies de Ayame se levantaron del suelo súbitamente y todo a su alrededor dio una brusca sacudida antes de caer con estrépito en un suelo duro y no de arena. Se hizo el más absoluto silencio. Olía a cerrado y a polvo, y estaban sumidos en una suave penumbra. Sintió frío. Escuchó que algo se deslizaba cerca de ella. Pero cuando abrió los ojos se topó con la inmortal sonrisa de un cráneo que la miraba fijamente, y el horror le hizo incorporarse de golpe con un alarido de terror.
—Ayame... Ayame... todo ha acabado... por favor... Ayame... —escuchó la voz rota de Daruu, pero era incapaz de apartar la mirada de todos los cuerpos que alfombraban el estudio.
Cualquiera de ellos podría ser Arashihime, o el tabernero, o cualquiera de las pobres personas que vieron tendidas sobre la arena. Jadeó, súbitamente mareada, y la rabia volvió a invadirla cuando reparó en el esqueleto que yacía frente al escritorio, en una silla de ruedas.
—¡WAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAARGH!
Su cuerpo se movió solo, con el instinto más básico eclipsando la innegable debilidad que sufría su desgastado cuerpo, atravesando la habitación en apenas un segundo. Una sola sacudida de sus colas bastó para hacer añicos la silla de ruedas y desmoronar todo el esqueleto, cuyos huesos acabarían convirtiéndose en polvo bajo la calorífica energía que despedía su cuerpo. Sus ojos repararon entonces en el libro que se alzaba en el atril, y el aire se crispó aún más a su alrededor.
—Ayame... —escuchó la voz de Kōri cerca de ella, suave y calmada, y se volvió hacia él con toda su rabia contenida, con todos los músculos en tensión como un animal a punto de atacar. Pero Kōri no se achantó en ningún momento, pese a la debilidad que reflejaba su rostro con ojeras, labios resecos y cabellos deslucidos. Él adelantó un paso más hacia ella, un paso cargado de cautela. Y cerca de él estaba Daruu—. Ayame... estamos bien... Hemos vuelto... como te dijimos que haríamos...
Ayame apretó las mandíbulas, con lágrimas surcando sus mejillas. Dentro de ella seguía bullendo una rabia y un odio que no entendía, y a los que tenía mucho miedo. Y dolía. La abrasaba. Por dentro y por fuera.
«Piensan que es un monstruo, ¿lo ve, señorita? Detenerle. Quieren detenerle.» Se repitió en su mente, y gimoteó angustiada. «Para seguir matando. Para seguir torturando. Para seguir encerrándonos. En esta cárcel.»
—Ayame. Míranos —le pidió Kōri, avanzando un paso más.
Y ella cruzó sus ojos con los suyos. Los ojos aguamarina de una bestia contra el glaciar inexpugnable. Después se volvió hacia Daruu, buscando...
...sus ojos blancos, los dulces ojos con ligero tinte púrpura en los que solía reflejarse. Aunque quizás no encontraría lo que estaba buscando sino más bien un rostro de puro terror. Las facciones de Ayame seguían recordando a las de una bestia gigante, y Daruu había estado en la Ciudad Fantasma, había visto las torres semiderruídas, y ahora la había visto a ella pulverizar un esqueleto de un plumazo.
Inconscientemente, Daruu retrocedió, viéndose incapaz siquiera de levantarse más allá de apoyar los codos en los suelos y arrastrarse como un gusano.
Pero lo que encontró en él no fue lo que buscaba. Sino todo lo opuesto. Daruu retrocedió como buenamente pudo arrastrándose por el suelo lleno de huesos humanos, la miraba con el rostro desencajado por el más primigenio terror y sus ojos la contemplaban desorbitados. Tenía todo su cuerpo en tensión, como si estuviera esperando que en cualquier momento fuera a saltar sobre él para despedazarlo.
—P-por favor. N-no me hagas daño.
Y aquellas últimas cuatro palabras se clavaron como dagas en sus tímpanos.
Ayame tembló y su corazón se olvidó de latir un segundo.
«...Piensan que es un monstruo...»
Y el aire volvió a vibrar con fuerza a su alrededor cuando apretó los puños y las mandíbulas. El dorso de su mano izquierda también quemaba.
—Ayame... —la llamó Kōri, débilmente.
Pero Ayame no le escuchó.
—¡¡¡NO SOY NINGÚN MONSTRUO!!! —bramó, su voz reverberando por toda la casa y las colas agitándose tras su espalda como dos serpientes embravecidas.
Se impulsó con sus piernas y se lanzó con toda su rabia hacia delante...
Pero pasó justo al lado de Daruu sin rozarle siquiera y en apenas un parpadeo desapareció por la puerta. Apenas unos instantes después, el portazo provino de la puerta principal de la casa.
Kōri lanzó un largo y tendido suspiro y se apoyó contra la pared más cercana. Se había estado conteniendo, como bien sabía hacer, hasta aquel momento, pero con la jinchūriki desbocada fuera de escena ahora su cuerpo temblaba sin control. Y se sentía débil como nunca lo había estado. Y hambriento. Pero lo peor era la sed. Se llevó una mano a la frente, bastante mareado.
—Ayame... aunque no lo parezca ella está tan débil como nosotros... Y esa cosa la está debilitando aún más... Si estuviera aquí padre todo sería más fácil...
»Tenemos que encontrarla... —añadió al cabo de unos pocos segundos, reincorporándose como buenamente podía y se acercó débilmente al atril con el libro, sin atreverse a tomarlo aún—. Daruu-kun, ¿puedes echarle un vistazo al libro y decirme si el sello se ha roto?
13/03/2018, 13:42 (Última modificación: 13/03/2018, 13:43 por Amedama Daruu.)
Daruu sintió como todo su cuerpo temblaba violentamente, en parte por la debilidad y en parte por el miedo. Descubrió cómo los puños de Ayame volvían a cerrarse, y él como reacción cerró sus ojos y apretó los dientes, esperando lo peor cuando escuchó aquél nuevo bramido. Se echó a llorar cuando escuchó el sonido que hicieron los pies de la kunoichi al despegar del suelo y creyó que estaba a punto de morir. Sin embargo, lo único que le golpeó fue el viento cuando la muchacha pasó a su lado y atravesó el umbral de la puerta.
El muchacho se dejó caer al suelo, se tapó los ojos con el antebrazo derecho y lloró.
—Ayame... aunque no lo parezca ella está tan débil como nosotros... Y esa cosa la está debilitando aún más... Si estuviera aquí padre todo sería más fácil...
—Kori-sensei... Yo... yo... No he podido evitarlo... Nunca he visto algo así... Ese chakra... esa mirada... no parecía ser Ayame. No sé qué me daba más miedo. Ver algo así... o quizás verlo en ella... El contraste...
O quizás, la suma de emociones acumuladas y reprimidas, que ahora estallaban en la cabeza de un adolescente que acababa de presenciar más violencia que en toda su vida. Por mucho que le hubieran enseñado a aceptarla en la Academia.
»Tenemos que encontrarla...—añadió al cabo de unos pocos segundos, reincorporándose como buenamente podía y se acercó débilmente al atril con el libro, sin atreverse a tomarlo aún—.Daruu-kun, ¿puedes echarle un vistazo al libro y decirme si el sello se ha roto?
Daruu sollozó un par de veces y se levantó con extrema dificultad, apoyándose en una pared cercana. Desactivó su Byakugan para recuperar fuerzas.
—No te preocupes p-por el sello —tartamudeó—. Es lo primero q-que miré cuando salimos. Mira, ya ni siquiera hay una marca. Las páginas por donde entramos están en blanco. —Señaló al libro, que efectivamente tenía un blanco impoluto en aquellas dos páginas abiertas—. B-brilló muy fuerte, y luego se deshizo como s-si una llama consumiera una mecha.
—No te preocupes p-por el sello —tartamudeó el muchacho, entre continuos sollozos. Se había levantado como buenamente había podido y, débil como estaba, ahora reposaba apoyado contra una pared cercana—. Es lo primero q-que miré cuando salimos. Mira, ya ni siquiera hay una marca. Las páginas por donde entramos están en blanco —Señaló al libro, que efectivamente tenía un blanco impoluto en aquellas dos páginas abiertas—. B-brilló muy fuerte, y luego se deshizo como s-si una llama consumiera una mecha.
Kōri asintió.
—Entiendo... —afirmó, antes de alargar una mano, tomar el libro y guardarlo en la bolsa de viaje que llevaba.
Hizo el amago de darse la vuelta, pero en el último momento pareció recordar algo y se puso a rebuscar entre los múltiples esqueletos que alfombraban el estudio. Al no poder reconocer la identidad de todos aquellos cadáveres le tomó unos pocos minutos encontrar lo que estaba buscando, pero al final se alzó con una polvorienta bandana desgastada por el paso del tiempo que también guardó en la bolsa de viaje. La bandana ninja de Arashihime.
Sólo después se acercó hasta su pupilo y apoyó la mano sobre su hombro. Una mano fría... pero no tan fría como solía estar.
—Sé que es difícil, Daruu-kun —le dijo, con calma y firmeza, pero sus ojos brillaban con una inusual intensidad—. Yo tampoco la he visto así nunca, aunque sé que no es la primera vez que le pasa algo así y también sé que puede ir a peor. No podemos dejar que termine de perder el control, ni tú ni yo podríamos pararla entonces. Es Ayame. Sigue siendo Ayame. Y está débil y asustada, aunque no lo parezca.
»Vamos. Ayúdame a encontrarla.
. . .
Ayame se apoyó en el tronco de un árbol, resollando con esfuerzo y el cuerpo temblando con violencia.
Había salido de la casa de Shiruuba y, presa de la rabia y del terror, se había internado en el bosque que la rodeaba. Pero no había ido muy lejos.
Lloraba. Lloraba pero al mismo tiempo se sentía pletórica y llena de poder. Era una sensación muy extraña y angustiosa. Un poder primigenio recorría sus venas, la revitalizaba desde dentro, y la llenaba como un torrente de energía. Nunca antes se había sentido tan poderosa, tan viva, pero ese mismo poder la aterraba. Y aterraba a los que le rodeaban. Jadeó, dolorida, y alzó una de sus temblorosas manos. Se estaba abrasando. Por dentro y por fuera. Y no sabía cómo pararlo.
—Páralo... —suplicó al aire, con un débil gimoteo—. Gobi... Eres tú, ¿verdad...? Eres tú quien me ha estado hablando... Páralo, por favor... No soy un monstruo... No lo soy...
«No quiero que ellos me miren así...» Añadió para sus adentros, con amargas lágrimas que se evaporaban en cuanto salían al contacto con la energía en ebullición que la envolvía.
Daruu cerró los ojos y se encogió inconscientemente cuando Kori tomó el libro y lo guardó dentro de su bolsa, como si en cualquier momento el sello pudiese reaparecer y volver a atraparlos dentro de aquella pesadilla ilusoria. Por algún motivo, Zetsuo le vino a la mente. Recordó las duras lecciones aprendidas sobre el Genjutsu, las veces que el jounin le despertaba a las tantas de la madrugada para comenzar a atacarle ilusión tras ilusión con visiones más duras cada vez. Y entonces comprendió por qué lo había hecho. Daruu supo, que si no hubiera sido así, quizás no habría soportado la idea de verse atrapado para siempre. Bueno, no la había soportado, pero quizás no habría podido confrontarla. Y si no hubiera visto mil horrores de mano del médico, quizás no hubiera podido aguantarse el asco y la pena al romper el sello de Shiruuba forzando la muerte de aquella gente que ya estaba muerta.
Y aún así había quedado tan mal, tan débil y tan decepcionante.
Sintió la mano de su maestro encima del hombro, tratando de reconfortarle. Hubiese agradecido cualquier muestra de afecto en un momento tan duro como aquél, pero Kori no solía mostrar calidez en ningún aspecto de la vida, palpable o metafórico. Aquél gesto hablaba mucho de él, y Daruu abrazó la buena obra y se esforzó por hacer que valiera la pena, resoplando y comenzando a caminar... en dirección a su mochila.
Sacó la botella de agua y se bebió la mitad de ella. Se la pasó a su sensei e inmediatamente cogió un sandwich y le dio un bocado enorme. El pan estaba mohoso y sabía fatal, pero no le importaba. Necesitaba fuerzas para lo que venía ahora.
—Venga, vamos a ello.
· · ·
Las súplicas de Ayame cayeron en saco roto. El Gobi sostuvo un tenso silencio. Pero Ayame empezó a sentir cada vez menos rabia. Ahora era más parecido a un... frío rencor.
«¿Cómo no podría ser un monstruo? Todos los humanos lo son...»
«¿Cómo se siente, señorita? Así es como me han tratado toda la vida. Despreciada. Manipulada. Utilizada. Y luego, cuando con derecho propio y justicia arraso sus ciudades y acabo con sus vidas y las de sus hijos... yo soy el monstruo.»
«¿Qué es lo que quiere que pare? Usted es una cárcel para retenerme. Para privarme de la libertad que como todo ser viviente me merezco por mero hecho de ser. ¿Cree que no me gustaría romper mis barrotes en añicos muy pequeños cueste lo que cueste?»
«Cuando flaquee, en cuanto baje la guardia, allí estaré para escurrirme entre los hierros y para abrir el jarrón de carne y hueso que me oprime. No lo dude ni un segundo. Como comprenderá, tengo todo mi derecho de luchar por mí.»
«Es usted muy bondadosa para ser una humana, pero sé que es sólo una apariencia. Flaqueará. Crecerá. Cometerá una crueldad. Y luego otra. Y otra... Y si no lo hace usted, ya se ocupará alguien de su aldea... Volveréis a utilizarme como un arma.»
«Y si crees que ese Pacto ya roto en mil pedazos lo va a detener...»
«...tiempo al tiempo.»
Ayame se dio cuenta de que ya no estaba en el bosque. No al menos en el mismo bosque de antes. Ya no era de noche. Estaba en un claro, al atardecer, en un bosque de árboles otoñales. El suelo estaba repleto de hojas de tonalidades entre verde pálido, marron, naranja y amarillo. Delante de ella, a unos diez metros, había una gigantesca jaula de madera. Y dentro, al fin lo vio. La vio.
A ese bijuu blanco, mitad caballo mitad delfín, con cinco colas a las espaldas. Se reconoció en aquellos ojos aguamarina, por extraño que suene, y en las sombras rojas de los párpados, sin duda porque las había vestido.
«Yo sé su nombre, señorita. Pero yo no me llamo "Gobi". Llamarme Cinco Colas es sólo una forma más de tratarme como un simple objeto.»
«Adiós. Volveremos a vernos, no hay duda...»
El bosque se deshizo a su alrededor, y cuando volvió al bosquecillo de alrededor de la casa de Shiruuba, ya no la rodeaba aquella capa energizante de chakra. Sintió todo el peso del hambre, y del cansancio, y de la sed, y cayó de rodillas.
Pero nadie respondía a sus ruegos, y justo cuando comenzaba a pensar que se había vuelto loca, y que más loco había sido suponer que una bestia salvaje como era el Gobi podría hablar siquiera; aquella primigenia rabia que sentía se transformó en un profundo rencor...
Y la escuchó de nuevo.
«¿Cómo no podría ser un monstruo? Todos los humanos lo son...»
«E... ¡era cierto!» Ahogó una exclamación, tiritando.
«¿Cómo se siente, señorita? Así es como me han tratado toda la vida. Despreciada. Manipulada. Utilizada. Y luego, cuando con derecho propio y justicia arraso sus ciudades y acabo con sus vidas y las de sus hijos... yo soy el monstruo.»
Un recuerdo lejano cruzó la mente de Ayame. El recuerdo de un cuento contado una noche lluviosa de varios años atrás. El recuerdo de un cuento... sobre ninjas y monstruos con colas. "¡Bien, monstruos malos fuera!", había gritado ella de niña al escucharlo. Y ahora sentía un profundo rencor en su pecho, y sentía odio por todos aquellos que habían osado manipularla y encerrarla.
«Pero eso no me pasó a mí. Le pasó al Gobi. ¿Entonces por qué siento...? ¿Es que siento los sentimientos del Gobi...?» Se preguntaba, aterrorizada de estar empatizando con el monstruo de aquella manera.
Pero lo estaba haciendo. Entendía lo que sentía... pero de ninguna manera podía llegar a aprobar que hiciera lo que hizo: llegar a reducir a polvo la ahora conocida como La Ciudad Fantasma, llevándose por delante miles y miles de vidas, muchas de las cuales pertenecientes siquiera a la vida shinobi.
Pero...
«¿Qué es lo que quiere que pare? Usted es una cárcel para retenerme. Para privarme de la libertad que como todo ser viviente me merezco por mero hecho de ser. ¿Cree que no me gustaría romper mis barrotes en añicos muy pequeños cueste lo que cueste?»
«Cuando flaquee, en cuanto baje la guardia, allí estaré para escurrirme entre los hierros y para abrir el jarrón de carne y hueso que me oprime. No lo dude ni un segundo. Como comprenderá, tengo todo mi derecho de luchar por mí.»
«Va... va a matarme...» Comprendió Ayame, entre sudores fríos y jadeos de terror.
«Es usted muy bondadosa para ser una humana, pero sé que es sólo una apariencia. Flaqueará. Crecerá. Cometerá una crueldad. Y luego otra. Y otra... Y si no lo hace usted, ya se ocupará alguien de su aldea... Volveréis a utilizarme como un arma.»
«Y si crees que ese Pacto ya roto en mil pedazos lo va a detener...»
«...tiempo al tiempo.»
Y, de repente, Ayame ya no estaba allí. No sabía cuándo ni por qué había ocurrido, pero después de todos los cambios espaciales que había sufrido en las últimas horas, no pudo siquiera sorprenderse.
Ya no era de noche, el cielo estaba pintado con los colores rosas y anaranjados del atardecer. Y, aunque seguía en un bosque, ahora estaba en un claro y no refugiada entre la arboleda. Pese a eso, el suelo estaba lleno de hojas caídas. Hojas de diferentes formas y colores, pero todas ellas compartiendo la tonalidad del otoño. Sin embargo, lo que de verdad captó su atención, lo que de verdad la paralizó en el sitio con el corazón palpitando desbocado en su pecho, fue lo que tenía a apenas diez metros frente a ella. Ayame, con los ojos abiertos como platos, apenas fue capaz de dar un paso atrás, aunque lo que de verdad le gritaba su mente era que corriera. Que corriera todo lo rápido y lejos que le llevaran sus piernas. Y es que allí tras los gruesos barrotes de una descomunal jaula de madera se alzaba imponente una bestia blanca y cuadrúpeda, grande como uno de los rascacielos de Amegakure, que la miraba con sus ojos aguamarina con los párpados inferiores sombreados con el color de la sangre. Un monstruo que parecía combinar el cuerpo de un caballo y la cabeza de un cetáceo con cuatro imponentes cuernos sobre su frente. Tras su cuerpo, Ayame fue capaz de contar hasta cinco colas que ondeaban con rabia contenida.
«Yo sé su nombre, señorita. Pero yo no me llamo "Gobi". Llamarme Cinco Colas es sólo una forma más de tratarme como un simple objeto.»
Ayame, muda de terror como estaba, apenas fue capaz de exhalar un débil gimoteo.
«Adiós. Volveremos a vernos, no hay duda...»
Y el bosque otoñal que la rodeaba se deshizo entre hojas arrastradas por el viento. Volvió al mundo real otra vez, al bosque que rodeaba la casa de Shiruuba, y las últimas palabras del Gobi aún resonaban en los oídos de Ayame cuando sintió que la energía que la había estado llenando se apagaba de repente como quien sopla la llama de una vela. Y todo el poder se convirtió en debilidad, en hambre y en sed, y en dolor por las quemaduras que cubría su piel, y la enorme mochila que llevaba se hizo más pesada que nunca y tiró de su cuerpo hacia el suelo. A lo lejos escuchó una voz familiar que la llamaba y antes de que terminara en el suelo una sombra blanca la rodeó, sosteniéndola y arrancándole la mochila de los hombros para aliviar su carga.
—¡Ayame! ¿Estás bien?
Ayame entreabrió ligeramente los ojos al escuchar la voz de su hermano, inusualmente alarmada.
—K... Kōri... —balbuceó, y cuando miró más allá y vio a Daruu cerca se le agolparon las lágrimas en los ojos. Lágrimas de terror y de vergüenza. Y se aovilló como pudo para esconder el rostro en el hombro de Kōri con un sollozo—. ¡Lo siento...!
Kōri y Daruu corrían sorteando a duras penas los troncos de los árboles. Bueno, al menos, Daruu sorteaba a duras penas los troncos de los árboles. Cuando seguían a su maestro, Ayame y él siempre tenían que esforzarse al máximo y aún así se notaba que El Hielo frenaba sus pasos. Pero aquella ocasión era otra muy distinta. Kōri cada vez le sacaba más ventaja. Y Daruu sabía que de no estar ambos famélicos y sedientos, su sensei ya haría tiempo que habría desaparecido en el horizonte.
Siguiendo las huellas quemadas en el suelo como sellos de hierro candente, los muchachos llegaron a un claro. El brillante chakra de antes descansaba apoyado en un tronco más allá, envolviendo a una Ayame con rostro asustado y perdido en un punto lejano. Kōri llamó varias veces sin recibir respuesta, con precaución. Entonces la capa desapareció, y el jōnin parpadeó a través del espacio para aparecer al lado de su hermana y sostenerla.
Daruu suspiró aliviado cuando la muchacha reconoció a su hermano con un tono de voz muy distinto del que había hecho gala en la mansión de Shiruuba. Se acercó con pasos titubeantes, y entonces se encontró con los ojos de Ayame. Unos ojos aterrorizados y apenados que le pidieron perdón antes que sus labios.
Daruu sonrió y negó con la cabeza. A dos metros de la muchacha, formó una pronunciada reverencia.
—No, yo lo siento, Ayame —dijo—. Me asusté, y no supe ver más allá de las apariencias. Tú eres tú, mi compañera, de equipo shinobi y de vida.
»Una vez te prometí que nunca te trataría diferente por ser la jinchūriki. Te he fallado. Todo esto es una vergüenza para mí y un daño causado que tendré que reparar.
En aquella ocasión, no fue el miedo y el rechazo lo que vio reflejado en los ojos perlados de Daruu. Y sin embargo rehuyó de ellos. Huyó de su conciliación y de su sonrisa. Porque en aquellos momentos se sentía sucia. Se sentía un monstruo.
—No, yo lo siento, Ayame —le escuchó decir, pero ella no levantó la cabeza. Le ardía todo el cuerpo. Sentía las quemaduras gritando en su piel. Y sólo arrimándose a la gélida piel de Kōri conseguía mitigar mínimamente aquel sufrimiento. Y, sin embargo, apretaba los dientes y no se quejaba—. Me asusté, y no supe ver más allá de las apariencias. Tú eres tú, mi compañera, de equipo shinobi y de vida.
«De... ¿vida...?» Repitió en su fuero interno, con lágrimas en los ojos. Lloraba porque le dolía. ¿Pero qué era lo que le dolía? ¿El fuego en la piel o el fuego que había avivado Daruu en su corazón con sus palabras?
—Una vez te prometí que nunca te trataría diferente por ser la jinchūriki. Te he fallado. Todo esto es una vergüenza para mí y un daño causado que tendré que reparar.
Ayame tragó saliva con esfuerzo y levantó lentamente la cabeza. Al fin miró a Daruu, al muchacho inclinado hacia ella a unos pocos metros. A su Daruu. Abrió la boca. Quiso hablar. Pero las palabras sonaron rotas en su garganta. Tosió, profundamente afligida, y Kōri se apartó momentáneamente de ella para regresar enseguida con una botella de agua. Ayame la abrió casi con desesperación y se bebió su contenido entre largos tragos. Ni siquiera le importó que tuviera un ligero sabor a rancio, pero en el último momento bebió con demasiado ansia y se atragantó. Tosió varias veces, pero pese a la ardiente sensación que se le quedó en la garganta, se sintió mucho mejor.
—No. Soy yo la que debe disculparse. Por haberme dejado llevar de esta manera y perder el control... otra vez —aún profundamente aterrorizada les miró a ambos, mordiéndose el labio inferior. Aunque enseguida se arrepintió cuando sintió tirar la quemadura de su mejilla. Aún tuvo que respirar hondo varias veces antes de añadir—: Le... le he visto. He visto al Gobi...
Kōri abrió los ojos como platos, y Ayame sintió que contenía la respiración.