Los orbes del color del roble le observaron por unos instantes más. Luego, se oyó un chasquido al cerrarse la rendija. Dos. Tres. Seis segundos. Estuvo así casi medio minuto hasta que finalmente le abrieron.

Reconoció por sus ojos al hombre con el que había hablado. Aún tras su vestimenta holgada, se le intuía robusto y rudo. Tenía la mandíbula cuadrada y cara de muy pocos amigos. Le escoltaban dos personas, una a cada lado, con camisa y pantalón beis y una máscara blanca con dos orificios para los ojos y dos más para la nariz. La boca estaba sellada y los adornos brillaban por su ausencia.

Le apuntaron con dos lanzas y se mantuvieron firmes.

—¿Un ninja de Kusagakure, dice? —Sus ojos buscaron entre los ropajes de Daigo, tratando de localizar su bandana—. ¿Y qué asuntos desea tratar con Nathifa-sama, exactamente?

Finalmente la puerta se abrió, dando paso al hombre con quien hablaba y a dos personas armadas que lo acompañaban.

No dudaron en amenazarlo con sus lanzas, forzándolo a controlar sus nervios mientras el primero preguntaba por sus intenciones.

Daigo se mostró calmado y se limitó a asentir a la primera pregunta. Los guardias podrían encontrar la bandana que lo identificaba como ninja atada firmemente en su frente.

—Sobre la fuga ocurrida meses atrás —respondió a su segunda pregunta—. Queremos ofrecer nuestra ayuda para solucionar los problemas que esta haya causado.

Imitaba las palabras de su Kage con la esperanza de que tuvieran el mismo efecto si las decía él.

—A buenas horas —soltó, sin contenerse. Se acarició la barbilla y frunció el ceño por unos largos segundos—. Eh, Hokori —Otra guardia, situado detrás de una larga línea roja que cruzaba la sala de lado a lado, hizo un gesto de cabeza—. Ve a buscar a Nathifa. Un ninja de Kusagakure quiere verla.

La mujer asintió y desapareció por unas escaleras que había al fondo a mano izquierda.

El espacio donde se encontraba Daigo era amplio y grande, iluminado por grandes paneles de luz que colgaban del techo. Un techo altísimo, lleno de bocinas altoparlantes colgadas. Las paredes estaban hechas de enormes bloques de piedra manchada —como si se hubiese producido un gran incendio y las hubiese ennegrecido de manera heterogénea—, y al frente, en el suelo, una gran línea roja cruzaba de lado a lado la entrada.

Había puertas a la izquierda y a la derecha. Daigo pudo leer sobre ellos carteles que ponían cosas como: Vestuarios; Sala de Reconocimiento; Sala de Armas; Sala de Identificación; Sala de Comportamiento. Al fondo, otra puerta, mucho más reforzadas que las laterales; y unas escaleras a mano izquierda que bajaban al subsuelo.

Tras casi veinte minutos de espera, Daigo oyó el sonido rítmico de un bastón tocando el suelo. Tac… Tac… Tac… Entonces, una mujer surgió al fondo, acompañada del guardia y de dos figuras más cuyo rostro ocultaban tras la máscara blanca. Los cabellos de fuego de la mujer estaban recogidos en un pulcro moño. Apenas tendrías cuarenta años, y vestía una chaqueta negra muy sobria.

Tac… Tac… Tac. Se quedó justo tras la línea roja.

—Habla.

«Cómo se nota que llego tarde» pensó por la actitud del guardia.

Daigo esperó y esperó allí de pie, mirando a su alrededor y controlando los nervios. Una vez Nathifa llegara era todo o nada. Debía escoger bien las palabras que utilizaba.

Las paredes estaban ennegrecidas, probablemente por la fuga, y la sala era realmente amplia y grande, con varias puertas a todos lados.

Finalmente Nathifa llegó haciendo sonar su bastón con su caminar y se detuvo frente suyo, justo detrás de la línea roja.

En cuanto ella le dio la señal, el joven genin empezó a hablar.

—Buenos días, Nathifa-san —saludó con una respetuosa reverencia—.se me ha enviado por el incidente ocurrido meses atrás.

Efectuó una nueva reverencia, esta vez aún más pronunciada que la anterior.

»Desde Kusagakure no Sato lamentamos profundamente lo sucedido. Yo... lamento mucho lo sucedido —añadió con sinceridad, como si lo sucedido hubiese sido su responsabilidad—, es por eso que se me ha enviado para negociar un nuevo contrato. Para ayudarles a corregir cualquier problema causado por la fuga y asegurarnos de que no vuelva a suceder nada igual.

El rostro de Nathifa era severo e impertérrito. No fiero, no agresivo, pero afilado y áspero como la roca de un acantilado. Era difícil imaginarse a aquella mujer saliendo de fiesta, tomándose una copita de vino, o siquiera lanzando una broma. Estaba maquillada, pero era un maquillaje austero. Para remarcar todavía más su palidez. Para remarcar una piel sin fisuras. Sin arrugas.

Elevó el bastón y lo dejó caer con firmeza sobre el suelo. ¡Tac!

—Dejadnos solos.

No tuvo que repetirlo dos veces. Los guardias realizaron una marcada reverencia y desaparecieron del lugar. Al menos, los normales. Los que se escondían tras las máscaras siguieron en el sitio, como si no se diesen por aludidos.

—Kusagakure no debe lamentar tanto lo sucedido si para comunicarlo envían a un shinobi sin nombre y varios meses después de lo sucedido —dijo entonces, replicando con contundencia—. Además, ¿para qué iba a necesitar ahora vuestra ayuda? —hizo un gesto con la mano, señalando a sus peculiares guardias—. Ya tengo a los más fieles asegurándose de que nada igual vuelva a suceder.

Tan solo necesitaba ver el rostro de aquella mujer para saber que convencerla no iba a ser nada fácil.

Con una simple orden suya todos guardias se marcharon del lugar. Todos exceptuando a los guardias enmascarados que la acompañaban.

Nathifa replicó con contundencia, segura de que no necesitaba la ayuda de Kusagakure.

Daigo observó a los enmascarados cuando Nathifa los señaló. No parecían llevar bandana, así que el peliverde intuyó que no debían tratarse de ninjas.

—Porque necesitará ninjas, Nathifa-san —dijo—. Ya sabe lo peligrosos que pueden llegar a ser los criminales con conocimientos de ninjutsu.

Nathifa frunció los labios. Pareció dudar por un instante, pero luego quitó la máscara a uno de sus hombres. Daigo vio el rostro curtido de un hombre bien entrado en los cuarenta, de unos ojos castaños vacíos. Como… sin alma. Más concretamente, era como mirar los ojos abiertos de un muerto.

En la frente tenía tatuado los kanjis: 奴隷.

—Te presento a Cuatrocientos quince. Un Kaguya —Nathifa volvió a clavar la vista en Daigo—. Tienes razón, kusajin. Los criminales con conocimientos en ninjutsu son peligrosos. Por eso… ahora son mi mejor escudo y mi mejor lanza. Más peligrosos que cualquier ninja pagado, y también más leales. Este de aquí… Todos estos, morirían por mí sin dudarlo.

»Así que te repetiré la pregunta: ¿para qué os necesito?

Nathifa le demostró lo equivocado que estaba. Por supuesto que tenía ninjas a su servicio, más de cuatrocientos de ellos, todos marcados por una especie de fuuinjutsu extraño.

"Esclavo". Eso es lo que tenía tatuado en la frente con dos kanji que revelaban cuál había sido el destino de aquel ninja.

Visiblemente alterado, Daigo sentía miedo solo de pensar en lo que le había sucedido a todos esos shinobi.

—¿Qué... qué es eso? —preguntó—. ¿Qué le ha hecho?

Nathifa alzó una ceja. Apenas un par de milímetros, pero en su rostro inmutable fue lo suficiente como para que Daigo lo notase.

—¿Te preocupa? Este hombre de aquí es un criminal —escupió la última palabra con desprecio—. Escapó en la Gran Fuga. Mató a muchos antes de que volviesen a pillarle. Merecía la muerte, pero yo le ofrecí una salida piadosa. Le ofrecí ser lo que es hoy. Un hombre que día a día trabaja para expiar sus culpas. Nunca en la vida había tenido un trabajo tan honorable, y nunca en la vida volverá a tenerlo.

»Yo no le hice nada, kusajin. Yo le regalé una vida de rectitud, de honorabilidad y lealtad.

—¿Un criminal? —¿Acaso eso lo hacía mejor?—. Yo...

No, no lo hacía mejor para nada, y lo que más miedo le daba a Daigo era que Nathifa pensara lo contrario, ¿pero qué podría hacer él al respecto en su situación actual? No mucho.

De alguna manera el chico ya se sentía en peligro solo compartiendo espacio con ella y sus esclavos, pero todavía necesitaba más información antes de regresar en informar a Kenzou de lo que había visto. Él siempre sabía qué hacer.

—¿Cómo? ¿Cómo lo ha hecho? —preguntó—. Un control así tiene que ir más allá de los límites del Fuuinjutsu.

Nathifa fijó su mirada en él por unos largos segundos. Pero, cuando habló, no pudo ser más lacónica:

—Eso no es de tu incumbencia, kusajin.

La respuesta de Nathifa no pudo ser más cortante y concisa, dándole a entender al peliverde que no conseguiría más información de la que ella estaba dispuesta a ofrecer.

Al fin y al cabo no se encontraba en ningún manga, en los que el villano revela todos los detalles de su plan, solo para que el héroe se lo desbarate.

Daigo suspiró.

—Entiendo —le dijo, sabiendo que ya se había quedado sin opciones—. Supongo que no puedo ofrecerle nada mejor que esto.

Hizo una pronunciada reverencia. Le dolía decirlo, pero a los ojos de esa loca su plan de control mental no tenía fallos.

»Aún así le entregaré este pergamino, es una carta de parte de Kenzou-sama —le entregó el pergamino con ambas manos—, y antes de marcharme, debo saber.

Volvió a erguirse, mirándola a los ojos.

»¿Entre sus filas se encuentran los asesinos de Shizen-senpai y Mai-senpai?

Nathifa dio un golpe con el bastón en el suelo y uno de sus esclavos avanzó un paso para tomar el pergamino. Lo abrió frente a Nathifa, quien lo leyó de un rápido vistazo. Hizo un ademán con la mano y el guardia le devolvió el papel a Daigo.

Ante la pregunta del kusajin, Nathifa negó con la cabeza.

—No. Aunque tampoco sabemos quién o quiénes fueron —respondió, sincera—. La fuga fue posible gracias a la infiltración de, al menos, dos personas. Una de ellas murió bajo estos muros. El otro chico, huyó y desapareció del mapa. Quizá fuese él el asesino… o quizá alguno de los presos en la fuga. Los que logramos recuperar, desde luego, no. Sometí a todos a un estricto interrogatorio para conocer sus nuevos crímenes y hacerme una mejor idea de cómo se perpetró la fuga.

«¡Demonios!»

No podía convencerla y tampoco tenía idea de quién había asesinado a sus compañeros. ¿Acaso solo le quedaba volver con las manos vacías?

Daigo apretó los puños, frustrado, pero aún tenía una pista.

—¿Podría describir a ese chico?

Por primera vez, el rostro de Nathifa se arrugó. Ceño fruncido, labios apretados y una mirada arisca. Como si el solo mero hecho de tener que recordar las facciones del criminal le provocasen arcadas.

Vomitó las siguientes palabras con asco y repudio:

—Todo en él era azul. Sus ojos. Su piel. Su pelo. Tenía los dientes afilados y la niña que iba junto a él le llamaba…

»Kaido.