—Seguro, seguro. Muchas gracias —se reiteró la fémina, aunque era posible que no lograse salir de allí sin uno de esos bocadillos; la mujer era insistente y Karma no parecía muy segura de sí misma.
Acto seguido la hija de Uzugakure prestó atención a la historia del niño con la bufanda. «Comprendo, eso lo explica». Una tragedia de manual, a fin de cuentas. La pelivioleta sintió curiosidad por la identidad de los dos enfrentados. «¿Tendrá esto que ver con lo que ocurrió en el cráter?», se preguntó.
—Gracias —afirmó al tomar el caldero—. No tengo nada en contra del chaval, no se preocupe, era pura curiosidad profesional por mi parte, teniendo en cuenta el apodo que utiliza. Agradezco su ayuda.
Así pues, Karma le dedicó una sutil referencia a la dueña y se puso en marcha de vuelta a la estatua de Shiona.
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Karma se despidió de la anciana —no sin oír la sugerencia de un par de bocadillos más que podía prepararle—, y deshizo el camino de vuelta al Lago de Shiona, con el perro persiguiéndole hasta que cruzó las lindes de la aldea, donde se cansó de ella y dio media vuelta.
Delante de ella, las plataformas circulares por las que tendría que saltar para llegar a la isla artificial, donde se encontraban los mirlos y sus polluelos —todavía en el suelo, donde los había dejado—, además de la estatua de Shiona. Tan solo le quedaba eliminar aquel grafiti para dar por terminada su misión.
De plataforma en plataforma, la muchacha fue eliminando la distancia que la separaba del centro del lago. Pudo observar, de lejos, el nido de los mirlos. «Me gustaría llevar el nido a la rama de un árbol cercano, pero seguro que los padres no me dejan en paz...», se lamentó. Dado la embarazosa situación acontecida con anterioridad, la joven optó por seguir ignorando a los pájaros.
Podría eliminar la pintada gracias al caldero preparado por la posadera, provisto de agua mezclada con jabón y vinagre. Deseosa de terminar cuanto antes, Karma mojó su propio trapo en el líquido, permitiendo que absorbiera los contenidos del recipiente con generosidad.
Entonces se puso manos a la obra, frotando y frotando sobre el grafiti...
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Tanto salto entre plataforma y plataforma hizo que buena parte del agua del caldero se le derramase, a veces por el mismo lago, a veces por su propia ropa. No obstante, logró llegar a la isla con la suficiente como para limpiar el graffiti, que ahora gracias al vinagre y el jabón, consiguió eliminar como si nunca hubiese estado ahí.
Pío, pío. Pío, pío.
Los polluelos seguían en el suelo —el que había quedado bajo el nido ya había logrado salir—, con el mirlo hembra junto a ellos, volando sobre el nido y tratando de cogerlo con las patas, como si quisiese devolverlo a su sitio de origen. Cabe decir que no estaba teniendo mucho éxito, precisamente.
¡Por fin! La estatua había quedado impecable. «No sé qué es peor: la idea de jugarme la vida en misiones de mayor rango, o la idea de pasar el resto de mis días llevando a cabo tareas como estas», reflexionó la genin a la par que observaba su trabajo.
—Lo siento si mis esfuerzos no han sido suficientes, Shiona-sama —le dijo a la estatua, igual de negativa que siempre, para entonces dedicarle una formal reverencia.
El piar de las aves la llevó a dedicarles otra taciturna mirada. Le daba pena lo que había ocurrido con el nido, demasiada como para ignorarlo, a decir verdad. «Supongo que esto es una mala idea, pero...».
La kunoichi se lanzó con el objetivo de darle la vuelta al nido. El macho no estaba a la vista y la hembra, con suerte, se centraría en proteger a las crías, así que quizás, solo quizás, la pelivioleta se libraría de un picotazo extra. Con el nido bien colocado, aunque estuviese a ras de suelo, los mirlos podrían utilizarlo como antes.
Esa era su esperanza, al menos.
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Finalizada la misión de su Villa, la kunoichi procedió a enfrascarse en su misión moral. En un movimiento rápido con la mano, logró lo que tanto había estado intentando hacer la madre de los polluelos: darle la vuelta al nido. El mirlo hembra apenas batió las alas y gorjeó un par de veces, pero nada hizo por atacarla.
Pío, pío. Pío, pío.
Los polluelos seguían en el duro y frío suelo.
Karma volteó el nido y se apartó de inmediato, a la espera de que la madre tratase de atacarla. No obstante, no ocurrió. El mirlo hembra se percató de sus acciones sin lugar a dudas, pero no llevó a cabo acción alguna en contra de la kunoichi. «¿Estará preocupada por los polluelos, o se habrá dado cuenta de que no quiero dañarles?», meditó.
Hablando de polluelos, las pobres crías seguían en el suelo, a la intemperie. Nacían en el nido y en condiciones normales no salían de él hasta ser capaces de volar, por lo que era de esperar que no fuera posible que volviesen por su propio pie ni con ayuda de sus progenitores en una situación así...
«¿Me atacará si intento ponerlos dentro?». La fémina se mordió el labio interior. En una ademán de valentía impropio de ella, Karma trató de tomar a los pajarillos y meterlos en el interior del nido.
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¿Qué si iba a intentar atacarla? Vaya que si lo iba a intentar. El instinto maternal del mirlo le decía que iba a hacer daño a sus polluelos, y a pesar de la gran diferencia en tamaño que había entre ellas dos, trató de picotearle las manos en un intento desesperado por frenarla.
Pero Karma era una kunoichi, después de todo. Un par de picotazos no deberían suponer demasiado, mucho menos dolorosos que el impacto de los senbons a los que estaba acostumbrada a manejar. Finalmente, consiguió mover a los polluelos al nido, con la madre revoloteando y tratando de picotearla.
Su misión moral había sido completado con éxito.
Sí, la agresividad por parte de la madre era inevitable. Sin embargo, la muchacha resistió los envites del pico del mirlo hembra hasta haber depositado a sus dos hijos, sanos y salvos, en el interior del nido. Con su objetivo secundario cumplido, la kunoichi se apartó de inmediato, más que deseosa de escapar de la ira de la madre.
Había terminado, podía volver a la aldea. Estaba machacada.
Karma tomó sus posesiones, además del caldero que le habían prestado, y se puso en marcha. La primera parada sería en la posada de la aldea cercana, por supuesto, para devolver el recipiente que se le había otorgado como crucial ayuda para cumplir su cometido.
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Karma dejó a los polluelos junto a su madre, en el nido, justo en la misma posición donde, tiempo atrás, alguien había enterrado una pitillera de cuero en recuerdo de un amigo. Regresó así por las plataformas circulares hasta atravesar el lago y llegar al bosque. El sol del mediodía pegaba con fuerza desde lo alto, y la suave brisa que se colaba por las ramas de los árboles inundaba el ambiente de un sonido relajante y calmado.
Sus pasos no tardaron en llevarle hasta la pequeña aldea, donde devolvería el caldero y recibiría la gratitud de la anciana. Además, claro, de la insistencia de llevarse unos bocadillos para el camino.
Cuando hubo salido de la posada, no obstante, y cuando ya estaba a punto de abandonar la aldea, vio al joven chico del graffiti. Se encontraba jugando con un perro —el mismo perro que la había estado siguiendo por media aldea—, tratando, sin éxito por el momento, de que obedeciese su orden de sentarse.
— Vamos, pequeño, ¡sienta! ¡Sienta!
Suya era la opción de hablarle o proseguir su camino hacia Uzu.
Tras retornar el pesado caldero y salir de la posada, Karma reparó en la inconfundible presencia del gran MataNinjas no demasiado lejos de su posición actual. La joven se sentía cansada, dolorida y tenía toda la piel cubierta por una fina capa de sudor. Cuanto antes se pusiese en marcha de vuelta a Uzugakure, mejor. Pero no pudo evitar acercarse al zagal...
—Eh, MataNinjas —lo llamó con tono jocoso—. No te preocupes, no te voy a hacer nada.
La joven sabía que su carisma era pésimo, además de que el chiquillo era propenso a salir corriendo —a juzgar por la toma de contacto que habían tenido—, pero hizo lo posible en tal de apaciguarlo y poder intercambiar unas pocas palabras con él.
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Nada más oír la voz de la kunoichi —formando su apodo—, el crío dio un brinco en el sitio, sin poder dejar escapar un chillido agudo. Tras darse la vuelta, pareció mirar a un lado y a otro para elegir la mejor ruta de escape.
El perro, mientras tanto, se acercó a Karma y se puso de pie, apoyando sus dos patitas delanteras en las piernas de ella. Fue entonces cuando la kunoichi le pidió que no se preocupase, que no iba a hacerle nada.
El chico pareció dudar.
—Y… ¿Y qué quieres? —farfulló, sin ser capaz de mantenerle la mirada por mucho tiempo. La bandana que llevaba en la frente le intimidaba demasiado.
Karma le dedicó una risilla nerviosa al perro. Era obvio que quería apartarlo, pero la joven no se atrevía. En su lugar, la kunoichi le acarició un par de veces la cabeza, pero con respeto, como quien toca a un animal salvaje y altamente peligroso.
—¿Por qué te haces llamar así, chico? —preguntó la muchacha, a pesar de que ya conocía la respuesta.
Su semblante se transformó en algo más serio, en contraste con la actitud inquieta que exhibía al tratar con el amigable can.
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La pregunta de la kunoichi fue directa como una saeta al corazón del muchacho. Tras unos instantes en los que se había quedado en blanco, como aquel que todavía no entiende que acaba de ser herido de muerte, un cóctel de emociones tiñó su rostro. Rabia, frustración, tristeza… Dolor. El dolor los eclipsaba a todos.
—Porque… —Los ojos del crío se humedecieron—. Porque… —empezó a respirar de forma agitada, mientras las lágrimas empezaban a resbalar por sus mejillas—. Porque... ¡Porque los ninjas son unos asesinos! —se atrevió a chillar, con la cara descompuesta por el llanto que ya no era capaz de contener—. ¡Y… porque… estaríamos mejor… sin ellos!
Karma quedó en silencio, prestando especial atención a lo que estaba ocurriendo frente a ella. Cuando el chico terminó con su monólogo, tan acongojado, la pelivioleta sacó un pañuelo del interior de su kit médico. Se lo tendió al chiquillo.
Entonces habló:
—Tienes razón, quizás estaríamos mejor sin ellos —afirmó sin pena ni gloria—. El caso es... ¿estás dispuesto a convertirte en un asesino en tal de acabar con ellos? ¿Crees que eso sería justicia? Por no mencionar que te estarías contradiciendo al convertirte en lo que detestas, un asesino...
»¿Lo de tu madre no fue un accidente? Comprendo que culpes a los responsables, y que no puedas perdonarlos por mucho que no desearan matar a tu madre, pero, ¿eso convierte en culpables a todos los shinobis y kunoichis del mundo?
Karma suspiró. Sentía a la perfección como le latían las sienes. Menudo dolor de cabeza.
—Pero tienes razón, somos asesinos, al fin y al cabo.
Ella lo sabía bien. Su padre lo sabía bien.
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