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El arrebato de ira de Ayame cogió totalmente desprevenido a Calabaza, que todavía no se habituaba a las reacciones de aquella kunoichi. Tan rápido podía mostrarse bondadosa y comprensiva, como estallar en una erupción de ira incontenida. Por acto reflejo el yonqui retrocedió otros tantos pasos, apretando el chivato de omoide contra su pecho como si se tratara de su hijo recién nacido. Con el estoicismo del pirado, Calabaza aguantó aquel chaparrón de reprimendas que, en el fondo, sabía eran ciertas. Y sin embargo, no pudo permitirse el lujo de admitírselo a sí mismo, porque eso habría implicado que Uchiha Akame todavía estaba vivo.
Y todo Oonindo sabía que aquel shinobi había muerto.
Calabaza balbuceó algunas palabras inconexas antes de lograr armar una frase con sentido, a caballo entre la culpa y la frustración.
—¿Qué m... m... mmmm... me destruirá, señorita? ¿Es que acaso... Acaso no me ve? ¡Yo ya estoy arruinado! No queda nada para mí en este mundo... —abrió las manos junto a su pecho y le dedicó una mirada tierna a su bolsita de omoide—. Este... Este mundo, me asquea... ¡Me dan ganas de vomitar! Yo... Todo cuanto quiero es... Recordar. Esto es para recordar.
Alzó el chivato de magia azul para que Ayame pudiera verlo bien, y luego se pasó la mano derecha por su calabaza llena de sake caliente.
—Y esto para olvidar.
Un escalofrío recorrió su espalda de arriba a abajo. Sintió una mezcla de lástima y rabia por Ayame.
—Señorita, usted... Usted no sabe. ¡En este mundo es inútil luchar! Por mucho que... Que... Se esfuerce, por mucho que pelee... Al final se lo arrebatarán todo. Todo, y no puedes hacer nada... No puedes hacer nada por evitarlo. Usted también... Lo perderá, cuando se hayan cansado... Ellos... Ellos... La tirarán a la basura como a ropa usada.
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El ladrón volvió a retroceder, abrazando aquel envenenado paquetito como si le fuera la vida en ello. Ayame sintió un súbito deseo de arrebatárselo, de arrojarlo lejos de allí, de hacerlo desaparecer. Pero sabía bien que no debía interponerse en el amor tóxico de un drogadicto y su afición, porque aquella sería seguramente una de las pocas cosas que lograría despertar una ira tan primitiva como animal. Aunque, viendo el lamentable estado de aquel hombre, quizás era lo que necesitaba para despertar alguna reacción que no fueran aquellos débiles balbuceos.
—¿Qué m... m... mmmm... me destruirá, señorita? ¿Es que acaso... Acaso no me ve? ¡Yo ya estoy arruinado! No queda nada para mí en este mundo... —dijo, abriendo las manos junto a su pecho para dedicar una amorosa mirada a aquel veneno azulado—. Este... Este mundo, me asquea... ¡Me dan ganas de vomitar! Yo... Todo cuanto quiero es... Recordar. Esto es para recordar.
«Por eso tiene los dientes de ese color.» Reparó Ayame. Los nudillos se marcaron blancos en sus puños apretados.
—Y esto para olvidar —añadió, acariciando con ternura la calabaza.
—Señorita, usted... Usted no sabe. ¡En este mundo es inútil luchar! Por mucho que... Que... Se esfuerce, por mucho que pelee... Al final se lo arrebatarán todo. Todo, y no puedes hacer nada...
—¿Que no lo sé? —le interrumpió con un brusco aspaviento de su brazo. Tenía los ojos húmedos y una tenaza cerrando su garganta—. ¡Puede que yo no haya corrido tu misma suerte! ¡Puede que yo no haya tenido un accidente tan terrible como el tuyo! —gritó, señalando su rostro—. ¡Pero he visto muy bien lo que le hace ese veneno a las personas! ¡No puedes rendirte, no mientras sigas con vida! ¡Deja de refugiarte en ilusiones que nunca volverán y construye un nuevo futuro!
—No puedes hacer nada por evitarlo. Usted también... Lo perderá, cuando se hayan cansado... Ellos... Ellos... La tirarán a la basura como a ropa usada.
Ayame había abierto la boca para replicar, pero aquellas últimas palabras la pillaron desprevenida. Entrecerró ligeramente los ojos y ladeó la cabeza.
—¿"Ellos"? ¿Quiénes son ellos?
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Las palabras de Ayame eran certeras y sabias, directas al corazón y a la cabeza. Y ella tenía la fuerza para hacerlas llegar a otras personas; mas, quienes habían perdido la esperanza y el juicio por el camino no eran fáciles de alcanzar. La soledad y la angustia eran poderosas vendas que podían cegar hasta al más inteligente y cercenar su corazón para dejarlo convertido en poco más que una cáscara vacía que aun así respira, se mueve y habla. Ayame tenía ante ella a la perfecta definición de "muerto viviente", si es que existía tal cosa, debía ser muy parecida al desgraciado Calabaza.
El joven adicto estaba cada vez más nervioso, y no hacía falta ser especialmente observador para notarlo. No paraba quieto en su sitio, moviéndose a un lado y otro con pasos cortos mientras jugueteaba con la bolsita de omoide entre sus manos. No fue hasta que la joven ninja hizo referencia a las últimas palabras del adicto, que éste irrumpió en una risa histérica, repentina.
Calabaza extendió un brazo raquítico como la ramita de un árbol seco, y luego señaló con el dedo índice la placa ninja que Ayame portaba consigo.
—Señorita... Usted... Será... Traicionada...
Repentinamente, un tembleque sacudió el cuerpo del pordiosero, que empezó a balbucear sin mucho sentido mientras daba vueltas en círculos.
—No... No... Necesito... Yo...
Parecía estar buscando algo a su alrededor desesperadamente, hasta que al final lo encontró justo en su cintura. Con gesto experto desató la calabaza, le sacó el tapón de corcho con los dientes y bebió un buen trago.
«Mucho... Mejor...»
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El chico rompió a reír de repente. Una risa histérica e inquietante que sobresaltó a Ayame. Alzó un brazo, tan raquítico y seco como la ramita de un árbol en otoño y la señaló con uno de aquellos dedos huesudos.
No. Señalaba a la bandana que llevaba en torno a su brazo.
—Señorita... Usted... Será... Traicionada...
—¿Qué? ¿Traicionada? —preguntó, absolutamente confundida.
Pero él no pareció escucharla. Daba vueltas en círculos, temblando con violencia y balbuceando palabras sin sentido.
—No... No... Necesito... Yo...
Parecía estar buscando algo, y enseguida lo encontró, atado a su cintura. Casi con desesperación, pero con las manos de quien ha hecho aquello miles de veces, desató la calabaza, le sacó el tapón con los dientes de una manera similar a como lo había hecho Ryuka tiempo atrás, y bebió un largo trago. Ayame le observaba con la nariz arrugada y un amargo sentimiento borbotando en su pecho. Sin embargo, no había olvidado las palabras del indigente.
«Veamos si es verdad eso de que los borrachos siempre dicen la verdad.»
—¿A qué te refieres con que seré traicionada? —le interrogó, avanzando hacia él de nuevo—. ¿Tú fuiste traicionado? ¿Quién eres? ¿Cuál es tu nombre?
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—Ahhh...
Calabaza dejó escapar un suspiro de placer cuando sintió aquel líquido del demonio en su boca. El sabor amargo y caliente, asqueroso, suficiente para hacer vomitar a un cerdo. El calor abrasador que le quemó la garganta y el pecho, prendiéndole fuego a su interior. Purgándole. Sus ojos adoptaron un tono vidrioso después del tercer trago, y observaban a Ayame con la lucidez de la falta de cordura. Sus labios se curvaron en una mueca que iba a medio camino entre una sonrisa y un bufido de dolor, mostrando de nuevo parte de su dentadura tintada de azul.
—Ehm... Cof, cof —se le escapó una tos gorjeante, pero finalmente respondió con indiferencia—. Me dicen Calabaza.
Tomó un último trago y, tras ponerle el corcho, devolvió la calabaza a su lugar, en el cinturon raído que le sujetaba unos pantalones aun más andrajosos. Luego miró a Ayame por última vez y, como si toda la conversación anterior no hubiese sucedido, se dio media vuelta y empezó a caminar en dirección contraria, dando tumbos mientras balbuceaba las palabras incomprensibles de un loco.
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—Ahhh... —exhaló él, en un suspiro de envenenado placer tras ver complacida su necesidad tras el tercer trago. Para cuando volvió a mirar a Ayame, sus ojos, oscuros como dos pozos de petróleo, habían adquirido un cierto brillo vidrioso. Sus labios se curvaron, pero la muchacha no supo distinguir si aquella era una sonrisa o una extraña mueca. Aquellos repugnantes dientes azulados, prueba irrefutable de su pecado, hicieron que la muchacha torciera el gesto con profundo desagrado—. Ehm... Cof, cof —se le escapó una tos gorjeante, pero finalmente respondió con indiferencia—. Me dicen Calabaza.
—¿Calabaza? —repitió ella, aunque estaba más que claro por qué le llamaban así.
Con un último trago de su tesoro, Calabaza colocó la calabaza en su sitio, miró a Ayame por última vez y se dio media vuelta mientras balbuceaba de forma incomprensible. Parecía haberse olvidado de las preguntas de la muchacha.
Pero ella no.
—¡Eh, espera! —exclamó y, movida por el coraje de una curiosidad no satisfecha, se plantó junto a él con un par de zancadas y le retuvo por el brazo—. ¿Quiénes me van a traicionar? ¿A qué te referías?
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Cuando Ayame dio un fuerte agarrón a aquel tipo del brazo, Calabaza se volvió con la mirada perdida y ojos vidriosos. Parecía totalmente ido, aunque no se podía saber si era a causa del alcohol —el muy condenado se había metido cuatro tragos en el cuerpo de golpe— o por los recuerdos que la bandana de Ayame le había evocado. Sea como fuere, la expresión de su rostro era de una placidez inesperada, muy diferente del nerviosismo o temor que mostrase antes.
—¿Uhm...? No... No sé de qué me habla... Señorita... Sólo soy un despojo —contestó, con tono calmo y lenta cadencia—. Tengo... Tengo que ir a un sitio.
Persistente en su trance, Calabaza trató tranquilamente de zafarse del agarre de aquella kunoichi y seguir su camino, zigzageando a un lado y otro de la calle.
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El olor del alcohol la invadió en cuanto se acercó al nauseabundo indigente, sobre todo la contaminó en cuanto abrió la boca y su aliento llegó hasta ella. Pero Ayame no hizo más que arrugar la nariz y contuvo la respiración durante unos instantes.
—¿Uhm...? No... No sé de qué me habla... Señorita... Sólo soy un despojo —respondió, con un tono calmo lento que poco tenía que ver con los balbuceos nerviosos y aterrados de antes—. Tengo... Tengo que ir a un sitio.
El muchacho se dio la vuelta para tratar de zafarse del agarre de Ayame y continuar su camino hacia el abismo en el que él mismo se estaba sumergiendo voluntariamente. Sin embargo, Ayame contraatacó tan rápido como la mordedura de una serpiente. Aunque no hubo ningún cascabel de aviso. Un golpe seco con sus nudillos hacia la mitad de la cara interna de su antebrazo para provocar el reflejo que le haría abrir la mano y soltar su preciada mercancía. Aún más rápido, la muchacha se agachó para coger aquella repugnante bolsa y retrocedió con un par de ágiles saltos.
—¡Respóndeme, Calabaza! —exigió, mostrándole la pequeña bolsita con su contenido—. ¡Respóndeme, por lo que más quieras, o te juro que no volverás a ver esto!
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¡Clic!
Ahí estaba. Ese momento en el que uno tirada demasiado del hilo y acababa por romperse. Cuando tanto iba el cántaro a la fuente que se derramaba. El punto de rotura, de no retorno. En el caso de Calabaza, fue cuando Aotsuki Ayame le arrebató su preciado elixir de la felicidad y amenazó con hacerlo desaparecer para siempre. Craso error, pues un adicto realmente hundido era capaz de responder ante pocos actos; pero ninguno como el hecho de ver su sustento amenazado.
— ¡Raaaaaargh!
Calabaza compuso una mueca de auténtica ira irracional y se abalanzó sobre la kunoichi con una rapidez y agresividad que quizás la tomaran por sorpresa. Buscó tirarla al suelo, mas incluso en aquella situación, era evidente que la intención del adicto no era hacerle daño, sino recuperar lo que consideraba suyo. Por eso mismo, Calabaza tanteó con manos ágiles que buscaron aprisionar la muñeca de Ayame y apretar para forzarla a que soltara el contenido.
— ¡Dámelo! ¡Dámelo! ¡DÁMELO! ¡MI... TESORO! —aulló, fuera de sí.
1
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Había intuido que algo así podría pasar. Era lo lógico después de todo, tratándose de un indigente adicto a las drogas y al alcohol. Y aún así, pese a sus previsiones, aquella mueca de ira primitiva la tomó completamente desprevenida.
—¡Raaaaaargh! —aulló, como un animal sediento de sangre. Completamente ido de sí, y con los ojos inyectados en sangre, Calabaza se abalanzó sobre Ayame con una rapidez y una agresividad que para nada habría esperado de alguien como él.
Ella jadeó dolorida cuando Calabaza chocó contra ella y la hizo caer al suelo. El pestilente olor del alcohol volvió a inundar sus sentidos cuando su espalda dio contra el suelo y le hizo expulsar todo el aire de sus pulmones y Calabaza acudió a sujetar su muñeca.
—¡Dámelo! ¡Dámelo! ¡DÁMELO! ¡MI... TESORO!
Pero igual que no puedes agarrar la luna reflejada en un estanque, sus dedos terminaron cerrándose sobre agua. Ayame levantó la rodilla súbitamente, buscando golpearle en sus partes nobles, y después se giraría para retomar la bolsa con su mano libre. Si conseguía reincorporarse, saltaría a la pared cercana para impulsarse hacia el tejado del edificio.
—¡Respóndeme! —volvió a gritarle, esta vez con las uñas peligrosamente clavadas en el pequeño tesoro de Calabaza.
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El joven adicto recibió aquel rodillazo justo en el centro de los pendientes reales, un golpe que muchos considerarían sumamente rastrero y que le arrancó un aullido de dolor. Ayame se revolvió para zafarse de su agarre y adoptar una posición ventajosa en las alturas, todavía agarrando el chivato de omoide con su mano. Sin embargo, aquella amenaza sería prácticamente inútil, aunque la kunoichi no lo supiera; todo hombre era consciente de que un golpe en la huevera era una de las maniobras ofensivas más dolorosas e incapacitantes que podían sufrir.
Calabaza se encontraba, consecuentemente, tirado en el suelo y encogido de dolor. De sus labios entreabiertos apenas salía un gemido débil e intermitente, mientras en posición fetal se agarraba las partes nobles con ambas manos. No parecía muy capaz de moverse o, ya que estamos, de hacer prácticamente nada.
El finísimo oído de Ayame podría captar entonces unos claros pasos —de dos personas, al parecer— que se acercaban por el final del callejón. Desde las alturas apenas podría intuir dos figuras, una delgada y alta y otra totalmente contraria; robusta y bajita. Parecían conversar entre ellos, la voz de uno enérgica y chillona, la del otro grave y pausada. Probablemente el alboroto de su enfrentamiento con Calabaza les había atraído hasta allí, como tiburones olisqueando sangre.
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Sin embargo, no parecía que Calabaza estuviese en condiciones de poder responder. Quisiera o no hacerlo, aquel golpe en aquel punto tan crítico le había dejado para el arrastre y ahora, encogido de dolor como estaba, apenas era capaz de hacer algo más que gimotear.
Ayame lanzó un pesado suspiro, cargado de pesar. ¿Qué demonios estaba haciendo? No sólo se había atrevido a separar al drogadicto de su fuente de deseo, sino que además le había incapacitado buscando unas respuestas que era muy probable que sólo estuviesen en la mente enferma de un pobre loco consumido por su adicción.
—¿Uh?
Fue entonces cuando lo oyó. Pasos. La muchacha buscó con sus ojos el origen del sonido y no tardó en encontrarlo: dos personas, una de porte alto y escuchimizado y la otra completamente lo opuesto, se acercaban desde el final del callejón. Sus voces no tardaron en llegar hasta sus oídos, pero desde su posición no consiguió entender sus palabras. Fuera como fuera, la presencia de aquellas dos espontáneos sólo significaba una cosa: problemas. No podía dejar a Calabaza allí tirado, encogido de dolor, lo primero que pasaría sería que llamaría la atención de los desconocidos y no podía prever lo que sucedería después.
Por eso, y tras agacharse un momento, Ayame descendió de nuevo al callejón de un salto y se acercó al indigente.
—Vámonos —susurró, mientras intentaba cargarse el cuerpo de Calabaza sobre sus hombros.
1 AO
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A Calabaza se le hubiesen subido a la garganta sus testículos —hinchados y doloridos gracias a la kunichi de Ame— si se hubiera dado cuenta a tiempo de quiénes eran el dúo que se venía acercando por el callejón. No por nada eran dos rostros que él conocía muy bien, y que normalmente prefería ver de lejos. Bien de lejos. Sin embargo, aquella ninja que tan pronto le perdonaba la vida como le propinaba una señora patada en los pendientes reales, tenía otros planes. Con la agilidad que la caracterizaba, Ayame descendió del tejado y buscó ayudar al yonqui que ella misma había incapacitado.
—Arf, arf... C... cuidado... —masculló Calabaza cuando, a tirones, consiguió levantarse. Todavía estaba dolorido, y apenas fue capaz de dar dos pasos hasta que atinó a distinguir las dos figuras que se les acercaban—. V... V... Vámonos... Vámonos ya...
Siguiendo a Ayame —no le quedaba más remedio, pues caminaba cargando parte de su peso en el hombro de ella, que carecía de la suficiente potencia física como para hacer de aquella una caminata agradable—, Calabaza le indicó que doblaran a la derecha en un callejón. Y luego a la izquierda. Y luego a la derecha.
Terminaron en lo que parecía una vía de servicio, tras andar un rato, en la que los diversos restaurantes de las calles aledañas arrojaban sus desperdicios para que los basureros de la ciudad los recogiesen. Era un recoveco pequeño y maloliente, repleto de tachos de basura y desperdicios que habían caído fuera de los mismos. Sólo entonces Calabaza se sintió lo suficientemente a salvo como para soltarse de su agresora y protectora al mismo tiempo, y dejarse caer contra la pared del fondo de la vía. Allí había unas cuantas cajas de cartón apiladas de forma estratégica, que para el ojo común podían ser no más que otros deshechos, pero para Calabaza eran su pequeño trocito de Tanzaku.
«Hogar, dulce hogar...»
Entre los cartones había varios utensilios que servían al joven para subsistir, viérase; una manta gruesa y muy manchada, una cajita metálica deslustrada, media barra de pan duro y un rollo de papel higiénico.
—¿Me... Me vas a dar ya mi... Mi...? —preguntó el yonqui, con el rostro desencajado, mientras sus ojos buscaban ávidamente el botín saqueado por Ayame.
Nivel: 32
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—Arf, arf... C... cuidado... —resopló Calabaza, que se levantó a duras penas entre profundas muecas de dolor. Unas muecas que poco tuvieron que envidiar a las de Ayame cuando el hedor del alcohol, sudor y otras cosas que no quería ni imaginar inundaron su sentido del olfato. Pero apenas habían dado dos pasos cuando su voz se tiñó de un inesperado tono de terror—. V... V... Vámonos... Vámonos ya...
Ayame lanzó una fugaz mirada en la dirección que los ojos del indigente se habían clavado. Se trataba de las dos siluetas que Ayame había distinguido desde lo alto.
«¿Los conocerá?» Se preguntó.
Pero por nada del mundo quería verse envuelta en las redes de las camorras de la calle, por lo que hizo caso a Calabaza y aceleró el paso tanto como el cuerpo de ambos podían soportar: una por el peso, el otro por el dolor.
Siguiendo las instrucciones de Calabaza, que parecía conocer tan bien las calles de Tanzaku Gai como una rata conoce los conductos de su alcantarilla, giraron varios callejones. Pasado un rato, ambos terminaron en un rincón maloliente y diminuto donde los restaurantes aledaños debían arrojar sus desperdicios. Cubos de basura a rebosar y bolsas repletas de residuos que apestaban en la distancia y que se desperdigaban por doquier completaban el mobiliario. Calabaza se soltó de Ayame, y ella le dejó ir con facilidad. Después, el indigente se dejó caer contra la pared del fondo de la calle, donde varias cajas de cartón parecían hacer las veces de colchón a juzgar por las mantas que había allí, acompañando una cajita metálica muy vieja, media barra de pan y un rollo de papel higiénico.
«No me digas que vive aquí...» Pensó Ayame, con el corazón encogido por una profunda angustia y tristeza.
—¿Me... Me vas a dar ya mi... Mi...? —suplicó Calabaza, con el rostro desencajado. Sus ojos recorrían a Ayame de arriba a abajo, buscando con una desesperación enfermiza el objeto de su deseo. Su veneno.
Pero Calabaza no lo encontraría en sus manos. Y ella había apretado los puños, temblando, y había apartado la mirada.
—N... no sé de qué me hablas —masculló, repitiendo las mismas palabras que le había dedicado él antes. Rota de dolor por lo que estaba contemplando, Ayame se dio media vuelta para abandonar el callejón.
1 AO mantenida.
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Calabaza suspiró con visible impotencia. Estaba dolorido todavía por el ataque a su más vulnerable virilidad, cansado por la carrera huyendo de Ayame y su forcejeo, asustado ante la posibilidad de que Ushi y Ashi les hubieran seguido y tan sólo estuviesen esperando a que la ninja se fuera de allí para caerle encima a él a golpes, frustrado porque había perdido su dosis de aquella noche, hambriento porque llevaba todo el día sin comer...
Incluso un yonqui tenía sus límites. Así que el joven se limitó a encogerse entre sus cartones, echándose la manta por encima de las piernas que abrazó con ambos brazos mientras se llevaba las rodillas al pecho. «No... No pasa nada... Todavía tengo algo de dinero... Sí... M... Mañana, mañana iré a comprar algo de comer, algo de agua, esta... Esta chica tiene razón. Me buscaré un trabajo, así podré ganar más dinero... Quizás alquilar algo en el hostal de Banadoru, sí... Una cama caliente», se mintió a sí mismo. Luego volvió a suspirar mientras enterraba la cabeza entre las rodillas. Ya había tenido suficiente de aquel mundo real tan hostil por ese día.
—Adiós —masculló.
1
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