31/12/2021, 21:42
Caminaba hacia la sala de reuniones con un rostro gélido que trataba de disimular su disgusto. Laion siempre había sido una kunoichi diligente, que respetaba los rangos, la sabiduría que traía la edad, los veteranos de guerra. Pero una cosa era respetar los rangos en Amegakure, donde encima de ti tenías a gente a la que admirabas, como Yui o Shanise, y otra muy distinta era hacerlo en el País de la Tierra. Kurawa Kaikei era un cabrón, un egocéntrico y un necio al que le perdía la codicia. Pero era el actual Daimyō, y a ella no le quedaba otra que joderse y acatar.
«Al menos solo me queda un mes más de misión hasta que manden los relevos». Seis meses llevaba ya allí. ¿Cuánto habría crecido su hija en su ausencia? Por las fotos que recibía de su marido, un montón.
—No entiendo por qué tenemos que explicarle por enésima vez los planes de defensa ante un posible ataque invasor. ¡Si no se entera de nada! —exclamó Koinu, más alto de lo debido.
—Porque los ineptos con poder necesitan hacer ver a los que están a su alrededor que le necesitan para todo.
—Chicos… no deberíamos hablar así de un Daimyō —dijo Suka, siempre asustada o insegura por algo. A decir verdad, y no era algo que admitiría nunca en voz alta, no le pegaba la placa de plata en el brazo. No reunía las cualidades de un amejin típico, desde luego, pero entendía porqué Shanise se lo había dado igualmente. Reunía otras cualidades menos comunes y tanto o más necesarias para ser un chūnin.
—Propongo lo siguiente, Laion-sensei —intervino Toru, el tercer integrante de su equipo. Lo conocía desde que era un renacuajo que se manchaba los pañales y berreaba en los brazos de su madre—. Entramos y decimos: mire, Kaikei-sama, somos los Hijos de la Tormenta. Solo necesitamos que nos señalen al enemigo, y el resto es historia.
Laion rio, posando una mano en la cabeza de Toru y revolviéndoselo.
—Dejémoslo como plan B, ¿de acuerdo? —Suspiró—. Nos queda solo un mes, chicos. Hagamos las cosas bien y volvamos a casa por Despedida con una paga extra y unas buenas vacaciones.
Se lo merecían, desde luego. Tras diez minutos más de caminata —aquel palacio era enorme—, llegaron hasta unas puertas de roble macizo custodiadas por dos guardias enjutados en armaduras de acero. Les permitieron entrar al momento, y en el interior aguardaba Kurawa Kaikei en persona tras una mesa redonda con un mapa del País de la Tierra extendido en ella.
—Kaikei-sama —dijo, con una reverencia, sorprendida por su presencia. Normalmente eran ellos los que tenían que esperar por él—. Disculpe la tardanza —dijo, pese a llegar diez minutos antes de lo acordado.
Kaikei hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia, y con otro les invitó a sentarse. Las puertas tras ellos se cerraron. Estaban en proceso de sentarse cuando de pronto, un humo gris salió disparado de debajo de las puertas, llenando la sala en cuestión de segundos.
«Pero, ¿¡qué cojones…!?»
—¡Proteged al Daimyō! —exclamó, entre toses—. ¡Formación en círculo!
Su equipo ya estaba rodeando a Kaikei antes siquiera de ordenarlo. No por nada habían estado a su cargo desde que llevaban la placa de Amegakure en la frente. Pero si hasta ese momento la adrenalina corría por sus venas, su sangre quedó congelada al ver a Kaikei…
… colocándose un respirador en la cara.
Toru era el que más cerca estaba de ella, y trató de señalar al Daimyō con el dedo. Por alguna razón, no pudo. Se dio cuenta que no podía mover nada de su cuerpo. Estaba paralizada, no por el miedo, sino por algo peor.
Veneno.
—Muchas gracias por los servicios prestados —la voz del Daimyō sonó ronca a través del respirador—, pero ya no los requeriré más. Me han hecho una oferta mejor. Espero que podáis entenderlo. Se avecina una nueva era, y prefiero estar en el bando vencedor.
Las puertas se abrieron, el Daimyō salió. Ella y su equipo permanecieron, paralizados los cuatro. Oyó el sonido de unas cadenas, una figura se aproximaba con una mascota a su lado. Una… Un oso con piel de cocodrilo y ojos inyectados en sangre. Se abalanzó sobre Toru y empezó a comerle, a devorarle vivo, mientras lo único que se movía en su cuerpo eran las lágrimas que caían de sus ojos.
Eso mismo iba a pasar con el resto. Y con ella. Y, en ese momento, solo pudo sentir una cosa.
Tenía miedo.
Miedo a morir.
«Al menos solo me queda un mes más de misión hasta que manden los relevos». Seis meses llevaba ya allí. ¿Cuánto habría crecido su hija en su ausencia? Por las fotos que recibía de su marido, un montón.
—No entiendo por qué tenemos que explicarle por enésima vez los planes de defensa ante un posible ataque invasor. ¡Si no se entera de nada! —exclamó Koinu, más alto de lo debido.
—Porque los ineptos con poder necesitan hacer ver a los que están a su alrededor que le necesitan para todo.
—Chicos… no deberíamos hablar así de un Daimyō —dijo Suka, siempre asustada o insegura por algo. A decir verdad, y no era algo que admitiría nunca en voz alta, no le pegaba la placa de plata en el brazo. No reunía las cualidades de un amejin típico, desde luego, pero entendía porqué Shanise se lo había dado igualmente. Reunía otras cualidades menos comunes y tanto o más necesarias para ser un chūnin.
—Propongo lo siguiente, Laion-sensei —intervino Toru, el tercer integrante de su equipo. Lo conocía desde que era un renacuajo que se manchaba los pañales y berreaba en los brazos de su madre—. Entramos y decimos: mire, Kaikei-sama, somos los Hijos de la Tormenta. Solo necesitamos que nos señalen al enemigo, y el resto es historia.
Laion rio, posando una mano en la cabeza de Toru y revolviéndoselo.
—Dejémoslo como plan B, ¿de acuerdo? —Suspiró—. Nos queda solo un mes, chicos. Hagamos las cosas bien y volvamos a casa por Despedida con una paga extra y unas buenas vacaciones.
Se lo merecían, desde luego. Tras diez minutos más de caminata —aquel palacio era enorme—, llegaron hasta unas puertas de roble macizo custodiadas por dos guardias enjutados en armaduras de acero. Les permitieron entrar al momento, y en el interior aguardaba Kurawa Kaikei en persona tras una mesa redonda con un mapa del País de la Tierra extendido en ella.
—Kaikei-sama —dijo, con una reverencia, sorprendida por su presencia. Normalmente eran ellos los que tenían que esperar por él—. Disculpe la tardanza —dijo, pese a llegar diez minutos antes de lo acordado.
Kaikei hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia, y con otro les invitó a sentarse. Las puertas tras ellos se cerraron. Estaban en proceso de sentarse cuando de pronto, un humo gris salió disparado de debajo de las puertas, llenando la sala en cuestión de segundos.
«Pero, ¿¡qué cojones…!?»
—¡Proteged al Daimyō! —exclamó, entre toses—. ¡Formación en círculo!
Su equipo ya estaba rodeando a Kaikei antes siquiera de ordenarlo. No por nada habían estado a su cargo desde que llevaban la placa de Amegakure en la frente. Pero si hasta ese momento la adrenalina corría por sus venas, su sangre quedó congelada al ver a Kaikei…
… colocándose un respirador en la cara.
Toru era el que más cerca estaba de ella, y trató de señalar al Daimyō con el dedo. Por alguna razón, no pudo. Se dio cuenta que no podía mover nada de su cuerpo. Estaba paralizada, no por el miedo, sino por algo peor.
Veneno.
—Muchas gracias por los servicios prestados —la voz del Daimyō sonó ronca a través del respirador—, pero ya no los requeriré más. Me han hecho una oferta mejor. Espero que podáis entenderlo. Se avecina una nueva era, y prefiero estar en el bando vencedor.
Las puertas se abrieron, el Daimyō salió. Ella y su equipo permanecieron, paralizados los cuatro. Oyó el sonido de unas cadenas, una figura se aproximaba con una mascota a su lado. Una… Un oso con piel de cocodrilo y ojos inyectados en sangre. Se abalanzó sobre Toru y empezó a comerle, a devorarle vivo, mientras lo único que se movía en su cuerpo eran las lágrimas que caían de sus ojos.
Eso mismo iba a pasar con el resto. Y con ella. Y, en ese momento, solo pudo sentir una cosa.
Tenía miedo.
Miedo a morir.
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