6/06/2015, 19:28
Pling, pling, hizo el vaso de metal cuando golpeó los barrotes de su celda para llamar la atención del guardia. Llevaba la venda bien ceñida, pero era lo suficientemente fina para que la delicada luz del chakra traspasara la tela y le permitiera ver. Al menos, ver a otras personas. Para moverse por su alrededor necesitaba el oído y el tacto, cosa buena, si no, no habría sido capaz de hacerse pasar por ciego para salvar a la cría.
Paseaba por la ciudad con su falso cayado de invidente cuando ocurrió. Aquella vez se llamaba Hoshimaru, y el nombre se lo había puesto a sí mismo cuando había tenido edad para hablar y se había escapado del orfanato, en honor a las estrellas que nunca podría ver. Muy poético, pero el orfanato no existió jamás, y hacía un tiempo que había abandonado todo nombre. Sólo interpretaba un papel, y lo hacía para evitar miradas.
Para evitar cruzar miradas.
En su caminar, se había cruzado con una simpática muchacha, por su voz casi una niña. Le había ayudado a elegir unos dango, pues Hoshimaru no sabía cuál de ellos estaría más delicioso, y el comerciante bien podría haberle engañado con un palo vacío para luego largarse corriendo. No es la primera vez que lo habían intentado hacer. Cuando estaba a punto de acabárselos, llegó la comitiva del Señor Feudal, y la muchacha desapareció entre gritos de espanto y de dolor. Se la llevaban. Para el señor.
Estaba al tanto de la horrible costumbre. Y tenía el corazón demasiado puro. Debía ayudarla, pero debía ayudarla sin llamar la atención. Algo complicado, tratándose de su caso. Finalmente, se conformó con decirse a sí mismo que llamar la atención fingiendo ser un monje ciego era una situación ligeramente mejor.
«Y una puta mierda que fue mejor» —Llevaba al menos tres soles y tres lunas encerrado entre aquellas cuatro paredes. Y nada indicaba que le fueran a dejar salir pronto. Pero no iba a pasar nada por intentarlo.
—¡Eh, Rata! —En su sano juicio, nadie habría llamado rata a su carcelero, pero es que ese era su apodo, y le gustaba que le llamasen así. Desde el principio, Rata había demostrado no estar de acuerdo con el particular derecho de pernada de su grueso y cruel señor. Pero por muy bonachón que fuera, si contradecía sus órdenes, acabaría en la misma celda que Hoshimaru. O peor aún. — ¿Cuándo me van a dejar salir de aquí? ¿Cómo de grave es el crimen?
La mirada torcida y la mueca de tristeza de Rata eran toda la respuesta que necesitaba oír, aunque el carcelero no estaba autorizado para darle ninguna. «Primero, me juzgarán —pensó el falso ciego— será rápido. El Señor me mandará ejecutar, o aún peor, me enviará a la sala de tortura. Honestamente, morir sería mejor». La sala de tortura —tenía que ser eso, seguro— estaba pegada a la parte trasera de su celda. Muchas noches, los gritos desesperados de las víctimas del torturador no le dejaban dormir. Y no sabía que era peor: los gritos, o la macabra risa del verdugo.
Podía escaparse cuando quisiera, claro, o matar al torturador. Pero entonces delataría sus habilidades. Y entonces, no podría escabullirse en silencio para salvar a la niña. Todavía había tiempo. Oía a la niña sollozar en la celda de al lado: aún no se la habían llevado al Señor Feudal. ¿Estaría ocupado con otras más? Por lo visto, no era la única en sufrir un destino horrible. El Señor gustaba de probar a todas las jóvenes antes de casarse. A veces, se inventaba bodas y pretendientes, y se acostaba con ellas. Luego, se inventaba que el hombre con el que se iban a casar las quería vírgenes, y que las había abandonado.
A las que se resistían mucho, las mandaba a la sala de tortura hasta volverlas dóciles.
Dos guardias bajaron. Pasaron por delante de su celda, pero siguieron caminando. «La chica —supuso—. Se llevan a la chica, y a mi se me acaba el tiempo para rescatarla»
Tres chakras subieron la escalera, cuando sólo habían bajado dos. Se acurrucó en un rincón de la celda. Por la noche, escaparía a la fuerza. No quería derramar sangre. Intentaría llevarse a la cría, y si no lo conseguía, se iría de Notsuba, y no volvería jamás, sabiéndose fracasado en su empeño por hacer un bien.
Pero a la noche, otro chakra bajó por las escaleras. Una figura encorvada, con capucha, Rata se arrodilló ante ella, intercambió unos susurros, y, alterado, se acercó a su celda para abrirla.
—Quítate la venda, muchacho —dijo la voz de un anciano. A través de la luz que entraba por la venda, Hoshimaru distinguió que caminaba apoyado de un bastón, como el suyo. Como el del ciego que se llamaba Hoshimaru, pero en realidad no tenía nombre propio.
—Pe-pero... Señor, perdí los ojos de muy joven. Mantengo la venda para ocultar mis horrores —intentó excusarse. Pero el viejo sabía que era una mentira, se lo notaba en la voz. «Lo sabe. No sé cómo, pero lo sabe». ¿Y cómo podía saberlo?
—El consejero del Señor debe saber en todo momento qué piensa su superior exáctamente, para guiarlo por caminos más oportunos. Lástima que el Señor al que sirvo dejase de escucharme hace mucho tiempo. Quítate la venda. Este idiota no traicionará a su Señor si no le enseñas esos ojos tuyos.
«Yamanaka. Es un Yamanaka, y muy hábil. Debí haber reforzado la barrera, ¿por qué he bajado tanto la guardia con esto?». Lo primero que se había obligado a aprender antes de vagar por el mundo era a bloquear su mente ante cualquier intruso. Y había demostrado haber tomado la decisión correcta en numerosas ocasiones. No era la primera vez que lo capturaban. Aunque cuando lo hacían por robar botines de bandidos o ninjas exiliados era más fácil para él acabar con sus vidas, y escapar.
Se quitó la venda y miró a Rata por primera vez a los ojos.
—Wow, eres mucho más feo de lo que tu voz aparentaba —le dijo con una sonrisa tímida. Pero Rata tenía los ojos abiertos de par en par. Y había visto a serpientes abrir menos la boca para devorar presas.
—Tienes el Rinnegan... El Rinnegan, santo Dios, no me lo puedo creer... —observó a su acompañante, un anciano con barba recortada que cubría su rostro con la sombra de la capucha de una ancha túnica negra—. Debería ser él, viejo. Lo siento por ti, pero... Debería ser él, debería serlo. Ya conoces la leyenda. Todos los hombres estarán de acuerdo.
—Yo nunca quise ocupar el puesto, me eligieron ellos, ya lo sabes —No tenían ni idea de lo que estaba hablando, pero Hoshimaru no tenía la menor intención de ocuparse de ninguna responsabilidad. Sólo salir de allí, rescatar a la niña y marcharse—. Yo opino lo mismo que tú. Esta es una señal de los dioses.
—Esto... Os escucharé más tarde, pero quiero salvar a la cría que se han llevado esta tarde. Si no os importa, voy a salir —apremió. «Y si os importa, también».
—Hoshimaru, ¿era así como te llamabas? —preguntó el viejo—. La conspiración contra el Señor Feudal lleva mucho tiempo en marcha. No habrá guardias en tu camino, así que tienes vía libre.
»El Señor se ha acostado con la mitad de las hijas de los soldados de este castillo. Y de otros vasallos. Mucha gente desea su muerte. Nadie se interpondrá en tu camino, y si lo hace, puedes estar seguro de que será alguien tan cruel como él. Si acabas con su vida, no habrá alma que le eche de menos.
Hoshimaru captó el mensaje bajo las palabras. Si se encontraba a un opositor al golpe de Estado, haría un gran bien en acabar con él y librarles más problemas.
—Entiendo. Así será.
Pero no encontró a nadie tras subir las escalinatas de piedra de la mazmorra, ni durante el trayecto que le había sido indicado, a través del ostentoso palacio del Señor Feudal del País de la Tierra. Más pronto que tarde, dio con las dos puertas blancas con ribetes de oro que llevaban al dormitorio de su señoría. Dentro, se oían los gritos de una muchacha asustada y las risas de una morsa ida de sí.
Abrió la puerta de una patada, y se encontró al cerdo completamente desnudo. Un espectáculo poco digno de ver. Al menos la chica todavía no estaba completamente desnuda. Le había desgarrado el vestido, pero aún no había conseguido tocar nada más.
«He llegado a tiempo. Gracias, viejo. Gracias, Rata» —se dijo para sí.
—¿¡Qué significa este ultraje!? ¡¡El señor está ocupado!! —Se había levantado y había aferrado un puñal de la mesa de noche. Caminaba hasta él torpemente, creyendo que tenía alguna oportunidad. Pero soltó el puñal cuando le vio los ojos a Hoshimaru—. E... El señor está ocupado... ¿Qué significa esto...? Tus ojos...
—Significa que el señor está muerto. —Alzó la mano hacia el puñal, y por arte de magia se levantó del suelo y se fue a clavar en la garganta del Señor Feudal. Entre gárgaras y toses con sangre el cuerpo del asqueroso cerdo cayó al suelo. La muchacha seguía llorando en un rincón, asustada—. ¡Vete, niña, vete!
«Gracias», le susurró al salir, después de darle un beso en la mejilla. Él se quedó inmóvil, contemplando la grotesca escena que acababa de protagonizar.
«No lo he pensado antes, pero al cuerno el anonimato. Al cuerno el viajar por el mundo para aprender, para conocer. Padre, ya no podré hacer nada de eso. ¿Es este mi momento? ¿Debería aceptar los planes del viejo?»
Antes de subir las escaleras de las mazmorras, el viejo le había pedido que ocupase el cargo de Señor Feudal.
«Padre decía que algún día protagonizaría un gran cambio en el mundo. Que así debía ser, pues los dioses habían bendecido mis ojos. Pero ser el Señor de un país sin aldea ninja no me parece que sea cambiar el mundo». Ante las posibilidades que se le abrían, al joven, inexperto e imprudente falso ciego le latía el corazón a mil por hora. Cuando hubo tomado una decisión, se dio la vuelta y echó a caminar por el pasillo, en dirección al trono.
Tardaron una hora en ir a buscarle. Se presentaron más de cien soldados, acompañados del viejo Yamanaka Nisemo, el conspirador, y anterior consejero del Señor Feudal. Como Rata, ninguno debía haber creído al viejo hasta que le vieron, porque todos ahogaron gritos de asombro cuando se percataron de los ojos del muchacho que había sentado en el trono. Tenía poco aspecto de rey: flacucho, pálido, con el pelo corto y negro, estándar. Pero aquellos ojos... Eran los ojos de algo muy superior a un señor. Eran los ojos de un elegido de los dioses.
Sabía que en el País de la Tierra, la leyenda de los bendecidos por aquellos ojos era muy fuerte, y todos la conocían. Una carta a su favor.
—Así pues, amigos míos, tenéis delante a vuestro nuevo Señor Feudal —dijo.
—No. Me elegísteis por estos ojos, porque estos ojos son para hacer cosas grandes.
—¿Qué hay más grande que la grandeza de nuestro país?
—La grandeza... La grandeza del mundo —dijo, y se sumió el silencio—. Seré vuestro Emperador.
El Yamanaka anciano y él cruzaron miradas durante un instante. Finalmente, el viejo sonrió, lágrimas en los ojos, creyéndose descubridor e instigador del inicio de un capítulo más de la historia. Se arrodilló, y cuando él se arrodilló, todos los demás hincaron las rodillas.
—¡¡Larga vida al emperador!! —gritaron decenas y decenas de voces al unísono. El corazón cada vez le latía más fuerte.
—Estoy... emocionado —dijo el viejo—. Dioses, los dioses nos han enviado a alguien que cambiará la historia, como dictan las leyendas. Pero, alteza, permitidme preguntaros vuestro verdadero nombre. No lo habéis dicho, y no esperaréis que me crea que es Hoshimaru.
«Mi nombre... mi nombre... Hace tiempo que renuncié a mi nombre. Tendría que haber pensado en el nombre antes. A no ser que...»
Sólo había un nombre digno de cambiar el mundo.
—Llamadme Rikudo. Rikudo-sennin.
Los vítores subieron de volumen. Había dado en el clavo. El anciano creyente se acercó e hincó las rodillas ante él.
—Alteza, hay un asunto que debemos tratar cuanto antes. Sé que el día ha sido largo y estará deseando descansar en una cama de verdad, pero...
«Y que lo digas» —en el fardo de paja que tenía en la celda era imposible conciliar bien el sueño, y siempre se levantaba con dolores insoportables en la espalda.
—Debería buscar y encarcelar a todos los hombres fieles al Señor Feudal, antes que nada. No podemos arriesgarnos a que alguien conspire contra usted.
«Como tú acabas de hacer con el anterior. Aunque supongo que se lo merecía».
—De acuerdo, buscadlos y encerradlos. Pero mañana a primera hora quiero que tú, Nisemo-san, vengas a mis habitaciones. Escribiremos unas cuantas cartas.
—¿Para quiénes, si puede saberse?
—Para los demás Señores Feudales. Les exigiré que hinquen la rodilla ante mi.
—Podría haber guerra, debemos ser prudentes.
—Claro, claro. Pero la carta será sólo para sus ojos. Mañana te contaré el resto de los detalles. De momento... buscad a esos prisioneros.
Los hombres del ahora Emperador Rikudo-sennin atraparon a todos los fieles al fallecido Señor Feudal, y los encerraron en las celdas de las mazmorras. A algunos, los que se resistieron, los pasaron por la espada.
Pero hubo uno al que no consiguieron atrapar a tiempo. Tampoco se acordaron de él, porque en el fondo nadie quería recordarlo.
El torturador había escapado.
Paseaba por la ciudad con su falso cayado de invidente cuando ocurrió. Aquella vez se llamaba Hoshimaru, y el nombre se lo había puesto a sí mismo cuando había tenido edad para hablar y se había escapado del orfanato, en honor a las estrellas que nunca podría ver. Muy poético, pero el orfanato no existió jamás, y hacía un tiempo que había abandonado todo nombre. Sólo interpretaba un papel, y lo hacía para evitar miradas.
Para evitar cruzar miradas.
En su caminar, se había cruzado con una simpática muchacha, por su voz casi una niña. Le había ayudado a elegir unos dango, pues Hoshimaru no sabía cuál de ellos estaría más delicioso, y el comerciante bien podría haberle engañado con un palo vacío para luego largarse corriendo. No es la primera vez que lo habían intentado hacer. Cuando estaba a punto de acabárselos, llegó la comitiva del Señor Feudal, y la muchacha desapareció entre gritos de espanto y de dolor. Se la llevaban. Para el señor.
Estaba al tanto de la horrible costumbre. Y tenía el corazón demasiado puro. Debía ayudarla, pero debía ayudarla sin llamar la atención. Algo complicado, tratándose de su caso. Finalmente, se conformó con decirse a sí mismo que llamar la atención fingiendo ser un monje ciego era una situación ligeramente mejor.
«Y una puta mierda que fue mejor» —Llevaba al menos tres soles y tres lunas encerrado entre aquellas cuatro paredes. Y nada indicaba que le fueran a dejar salir pronto. Pero no iba a pasar nada por intentarlo.
—¡Eh, Rata! —En su sano juicio, nadie habría llamado rata a su carcelero, pero es que ese era su apodo, y le gustaba que le llamasen así. Desde el principio, Rata había demostrado no estar de acuerdo con el particular derecho de pernada de su grueso y cruel señor. Pero por muy bonachón que fuera, si contradecía sus órdenes, acabaría en la misma celda que Hoshimaru. O peor aún. — ¿Cuándo me van a dejar salir de aquí? ¿Cómo de grave es el crimen?
La mirada torcida y la mueca de tristeza de Rata eran toda la respuesta que necesitaba oír, aunque el carcelero no estaba autorizado para darle ninguna. «Primero, me juzgarán —pensó el falso ciego— será rápido. El Señor me mandará ejecutar, o aún peor, me enviará a la sala de tortura. Honestamente, morir sería mejor». La sala de tortura —tenía que ser eso, seguro— estaba pegada a la parte trasera de su celda. Muchas noches, los gritos desesperados de las víctimas del torturador no le dejaban dormir. Y no sabía que era peor: los gritos, o la macabra risa del verdugo.
Podía escaparse cuando quisiera, claro, o matar al torturador. Pero entonces delataría sus habilidades. Y entonces, no podría escabullirse en silencio para salvar a la niña. Todavía había tiempo. Oía a la niña sollozar en la celda de al lado: aún no se la habían llevado al Señor Feudal. ¿Estaría ocupado con otras más? Por lo visto, no era la única en sufrir un destino horrible. El Señor gustaba de probar a todas las jóvenes antes de casarse. A veces, se inventaba bodas y pretendientes, y se acostaba con ellas. Luego, se inventaba que el hombre con el que se iban a casar las quería vírgenes, y que las había abandonado.
A las que se resistían mucho, las mandaba a la sala de tortura hasta volverlas dóciles.
Dos guardias bajaron. Pasaron por delante de su celda, pero siguieron caminando. «La chica —supuso—. Se llevan a la chica, y a mi se me acaba el tiempo para rescatarla»
Tres chakras subieron la escalera, cuando sólo habían bajado dos. Se acurrucó en un rincón de la celda. Por la noche, escaparía a la fuerza. No quería derramar sangre. Intentaría llevarse a la cría, y si no lo conseguía, se iría de Notsuba, y no volvería jamás, sabiéndose fracasado en su empeño por hacer un bien.
Pero a la noche, otro chakra bajó por las escaleras. Una figura encorvada, con capucha, Rata se arrodilló ante ella, intercambió unos susurros, y, alterado, se acercó a su celda para abrirla.
—Quítate la venda, muchacho —dijo la voz de un anciano. A través de la luz que entraba por la venda, Hoshimaru distinguió que caminaba apoyado de un bastón, como el suyo. Como el del ciego que se llamaba Hoshimaru, pero en realidad no tenía nombre propio.
—Pe-pero... Señor, perdí los ojos de muy joven. Mantengo la venda para ocultar mis horrores —intentó excusarse. Pero el viejo sabía que era una mentira, se lo notaba en la voz. «Lo sabe. No sé cómo, pero lo sabe». ¿Y cómo podía saberlo?
—El consejero del Señor debe saber en todo momento qué piensa su superior exáctamente, para guiarlo por caminos más oportunos. Lástima que el Señor al que sirvo dejase de escucharme hace mucho tiempo. Quítate la venda. Este idiota no traicionará a su Señor si no le enseñas esos ojos tuyos.
«Yamanaka. Es un Yamanaka, y muy hábil. Debí haber reforzado la barrera, ¿por qué he bajado tanto la guardia con esto?». Lo primero que se había obligado a aprender antes de vagar por el mundo era a bloquear su mente ante cualquier intruso. Y había demostrado haber tomado la decisión correcta en numerosas ocasiones. No era la primera vez que lo capturaban. Aunque cuando lo hacían por robar botines de bandidos o ninjas exiliados era más fácil para él acabar con sus vidas, y escapar.
Se quitó la venda y miró a Rata por primera vez a los ojos.
—Wow, eres mucho más feo de lo que tu voz aparentaba —le dijo con una sonrisa tímida. Pero Rata tenía los ojos abiertos de par en par. Y había visto a serpientes abrir menos la boca para devorar presas.
—Tienes el Rinnegan... El Rinnegan, santo Dios, no me lo puedo creer... —observó a su acompañante, un anciano con barba recortada que cubría su rostro con la sombra de la capucha de una ancha túnica negra—. Debería ser él, viejo. Lo siento por ti, pero... Debería ser él, debería serlo. Ya conoces la leyenda. Todos los hombres estarán de acuerdo.
—Yo nunca quise ocupar el puesto, me eligieron ellos, ya lo sabes —No tenían ni idea de lo que estaba hablando, pero Hoshimaru no tenía la menor intención de ocuparse de ninguna responsabilidad. Sólo salir de allí, rescatar a la niña y marcharse—. Yo opino lo mismo que tú. Esta es una señal de los dioses.
—Esto... Os escucharé más tarde, pero quiero salvar a la cría que se han llevado esta tarde. Si no os importa, voy a salir —apremió. «Y si os importa, también».
—Hoshimaru, ¿era así como te llamabas? —preguntó el viejo—. La conspiración contra el Señor Feudal lleva mucho tiempo en marcha. No habrá guardias en tu camino, así que tienes vía libre.
»El Señor se ha acostado con la mitad de las hijas de los soldados de este castillo. Y de otros vasallos. Mucha gente desea su muerte. Nadie se interpondrá en tu camino, y si lo hace, puedes estar seguro de que será alguien tan cruel como él. Si acabas con su vida, no habrá alma que le eche de menos.
Hoshimaru captó el mensaje bajo las palabras. Si se encontraba a un opositor al golpe de Estado, haría un gran bien en acabar con él y librarles más problemas.
—Entiendo. Así será.
Pero no encontró a nadie tras subir las escalinatas de piedra de la mazmorra, ni durante el trayecto que le había sido indicado, a través del ostentoso palacio del Señor Feudal del País de la Tierra. Más pronto que tarde, dio con las dos puertas blancas con ribetes de oro que llevaban al dormitorio de su señoría. Dentro, se oían los gritos de una muchacha asustada y las risas de una morsa ida de sí.
Abrió la puerta de una patada, y se encontró al cerdo completamente desnudo. Un espectáculo poco digno de ver. Al menos la chica todavía no estaba completamente desnuda. Le había desgarrado el vestido, pero aún no había conseguido tocar nada más.
«He llegado a tiempo. Gracias, viejo. Gracias, Rata» —se dijo para sí.
—¿¡Qué significa este ultraje!? ¡¡El señor está ocupado!! —Se había levantado y había aferrado un puñal de la mesa de noche. Caminaba hasta él torpemente, creyendo que tenía alguna oportunidad. Pero soltó el puñal cuando le vio los ojos a Hoshimaru—. E... El señor está ocupado... ¿Qué significa esto...? Tus ojos...
—Significa que el señor está muerto. —Alzó la mano hacia el puñal, y por arte de magia se levantó del suelo y se fue a clavar en la garganta del Señor Feudal. Entre gárgaras y toses con sangre el cuerpo del asqueroso cerdo cayó al suelo. La muchacha seguía llorando en un rincón, asustada—. ¡Vete, niña, vete!
«Gracias», le susurró al salir, después de darle un beso en la mejilla. Él se quedó inmóvil, contemplando la grotesca escena que acababa de protagonizar.
«No lo he pensado antes, pero al cuerno el anonimato. Al cuerno el viajar por el mundo para aprender, para conocer. Padre, ya no podré hacer nada de eso. ¿Es este mi momento? ¿Debería aceptar los planes del viejo?»
Antes de subir las escaleras de las mazmorras, el viejo le había pedido que ocupase el cargo de Señor Feudal.
«Padre decía que algún día protagonizaría un gran cambio en el mundo. Que así debía ser, pues los dioses habían bendecido mis ojos. Pero ser el Señor de un país sin aldea ninja no me parece que sea cambiar el mundo». Ante las posibilidades que se le abrían, al joven, inexperto e imprudente falso ciego le latía el corazón a mil por hora. Cuando hubo tomado una decisión, se dio la vuelta y echó a caminar por el pasillo, en dirección al trono.
Tardaron una hora en ir a buscarle. Se presentaron más de cien soldados, acompañados del viejo Yamanaka Nisemo, el conspirador, y anterior consejero del Señor Feudal. Como Rata, ninguno debía haber creído al viejo hasta que le vieron, porque todos ahogaron gritos de asombro cuando se percataron de los ojos del muchacho que había sentado en el trono. Tenía poco aspecto de rey: flacucho, pálido, con el pelo corto y negro, estándar. Pero aquellos ojos... Eran los ojos de algo muy superior a un señor. Eran los ojos de un elegido de los dioses.
Sabía que en el País de la Tierra, la leyenda de los bendecidos por aquellos ojos era muy fuerte, y todos la conocían. Una carta a su favor.
—Así pues, amigos míos, tenéis delante a vuestro nuevo Señor Feudal —dijo.
—No. Me elegísteis por estos ojos, porque estos ojos son para hacer cosas grandes.
—¿Qué hay más grande que la grandeza de nuestro país?
—La grandeza... La grandeza del mundo —dijo, y se sumió el silencio—. Seré vuestro Emperador.
El Yamanaka anciano y él cruzaron miradas durante un instante. Finalmente, el viejo sonrió, lágrimas en los ojos, creyéndose descubridor e instigador del inicio de un capítulo más de la historia. Se arrodilló, y cuando él se arrodilló, todos los demás hincaron las rodillas.
—¡¡Larga vida al emperador!! —gritaron decenas y decenas de voces al unísono. El corazón cada vez le latía más fuerte.
—Estoy... emocionado —dijo el viejo—. Dioses, los dioses nos han enviado a alguien que cambiará la historia, como dictan las leyendas. Pero, alteza, permitidme preguntaros vuestro verdadero nombre. No lo habéis dicho, y no esperaréis que me crea que es Hoshimaru.
«Mi nombre... mi nombre... Hace tiempo que renuncié a mi nombre. Tendría que haber pensado en el nombre antes. A no ser que...»
Sólo había un nombre digno de cambiar el mundo.
—Llamadme Rikudo. Rikudo-sennin.
Los vítores subieron de volumen. Había dado en el clavo. El anciano creyente se acercó e hincó las rodillas ante él.
—Alteza, hay un asunto que debemos tratar cuanto antes. Sé que el día ha sido largo y estará deseando descansar en una cama de verdad, pero...
«Y que lo digas» —en el fardo de paja que tenía en la celda era imposible conciliar bien el sueño, y siempre se levantaba con dolores insoportables en la espalda.
—Debería buscar y encarcelar a todos los hombres fieles al Señor Feudal, antes que nada. No podemos arriesgarnos a que alguien conspire contra usted.
«Como tú acabas de hacer con el anterior. Aunque supongo que se lo merecía».
—De acuerdo, buscadlos y encerradlos. Pero mañana a primera hora quiero que tú, Nisemo-san, vengas a mis habitaciones. Escribiremos unas cuantas cartas.
—¿Para quiénes, si puede saberse?
—Para los demás Señores Feudales. Les exigiré que hinquen la rodilla ante mi.
—Podría haber guerra, debemos ser prudentes.
—Claro, claro. Pero la carta será sólo para sus ojos. Mañana te contaré el resto de los detalles. De momento... buscad a esos prisioneros.
Los hombres del ahora Emperador Rikudo-sennin atraparon a todos los fieles al fallecido Señor Feudal, y los encerraron en las celdas de las mazmorras. A algunos, los que se resistieron, los pasaron por la espada.
Pero hubo uno al que no consiguieron atrapar a tiempo. Tampoco se acordaron de él, porque en el fondo nadie quería recordarlo.
El torturador había escapado.
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