1/02/2021, 21:56
(Última modificación: 1/02/2021, 21:57 por Uchiha Akame.)
Kaminari no Kuni, en algún punto de las Costas de las Olas Rompientes.
Cinco minutos después del atentado.
Cinco minutos después del atentado.
«Zzzzzup.»
FLUOOOOOSH.
Una enorme ola rompió contra la orilla, empapando por completo a la figura delgada y jadeante que acababa de aparecer de rodillas sobre la arena, entre destellos carmesíes. Se trataba de un muchacho vestido con ropas sencillas, de pelo negro ralo y medio rostro deformado por una horrible quemadura, que agradeció aquel improvisado chapuzón.
—Argh, argh... Lo... Lo conseguimos... —balbuceó, entrecortadamente, escupiendo las palabras, pugnando por hablar sobre la respiración agitada que hacía que su pecho se bamboleara arriba y abajo sin control—. Lo...
Otra ola rompió, furiosa, contra la arena y su propio cuerpo. La fuerza del mar le arrojó sobre un costado, como si el propio Susano'o le estuviera recriminando sus actos. ¿O tal vez era esa su forma de abrazar a su hijo, que volvía victorioso del campo de batalla? En aquel momento, Akame no habría sabido responder a esa pregunta ni aunque le ofrecieran un millón de ryōs como premio.
«Un millón de ryōs...»
Como activada por un resorte, su mente halló la razón por la que se encontraba allí. Habían tenido éxito en su atentado y ahora casi todos los daimyō de Ōnindo yacían muertos; carbonizados, hechos trizas o convertidos en poco menos que restos humeantes de carne humana. Sin embargo, Akame no se sentía ningún ganador; conmocionado, más bien parecía que él mismo hubiera sido víctima de la furia del Gran Dragón. Trató de levantarse y notó sendas punzadas de dolor en la cabeza: más concretamente allí donde estaban sus ojos. Ya de rodillas, se pasó una mano temblorosa por la cara y sus dedos pudieron sentir el incofundible tacto espeso y caliente de la sangre.
—Mierda, joder —bufó. Sobreponiéndose al dolor, se retiró trastabillando para alejarse del rompeolas antes de recibir el siguiente impacto. «Cálmate, ¡cálmate, coño! ... Tengo un plan. Eso es, tengo un plan. Sólo tengo que seguir el plan», se dijo en su fuero interno mientras con manos temblorosas se lavaba la cara con la salada agua del mar, frotándose las mejillas y bajo los párpados para limpiarse la sangría que el uso de su Mangekyō había provocado.
El Uchiha se levantó a tientas, tratando de recuperar el aliento, mientras con mirada borrosa oteaba los alrededores en busca de algo, y rezando porque cierta mujer que le debía un favor —y de los gordos— hubiera cumplido su palabra.
Pero no lo hallaba.
—Shikari, no me jodas eh... No me jodas, Shikari... —empezó a balbucear, dando vueltas sobre sí mismo como un náufrago desesperado en busca de un trozo de madera al que agarrarse en mitad del temporal—. Shik... ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —exclamó de júbilo, de repente.
Echó a correr hacia la precaria banderola que adornaba el pináculo de un montículo de rocas junto a la orilla, a poco de su posición. Las piernas estuvieron a punto de fallarle a mitad de la carrera, fruto de los nervios y el estrés acumulado, pero consiguió mantener el equilibrio y llegar hasta la meta. Allí, una larga rama clavada sobre la arena y culminada por un pañuelo rojo en su extremo visible le saludó como un rayo de esperanza. El Uchiha se tiró sobre la arena, excavando con ambas manos con tanta desesperación que se hizo varias heridas en los dedos; no sintió dolor alguno, pues sólo quería confirmar que Shikari había cumplido, en efecto, su palabra...
Entonces notó el tacto de algo duro y áspero en la yema de los dedos, entre la arena, y un suspiró de auténtico alivio se escapó de sus labios, mientras desenterraba con ahínco una pequeña cajita de madera.