Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Un calor seco y asfixiante llenaba las calles de Los Herreros, como solía ser habitual, hasta en las épocas de año más frías. Fuego, brasas, humo… Si a eso se le sumaba el gentío por las calles y un sol de verano pegando fuerte en lo alto, obtenías como resultado un día abrasador, de esos en los que buscabas refugio en cada sombra que encontrabas para huir un poco de tanto calor.
El Uchiha caminaba con su habitual elegancia, hacia un sitio que conocía muy bien. La muerte de su Hermano, la depresión y el estrés habían alargado su vuelta demasiado tiempo. Vestía una camiseta de color blanco oscuro, que dejaban a la vista unos músculos bien formados, fruto de dos meses de duro entrenamiento. Su habitual chaqueta la llevaba colgando de un hombro, y vestía un pantalón largo de un azul oscuro.
Se detuvo frente a una conocida herrería. Suspiró. Suspiró de nuevo.
Ahora se arrepentía más que nunca de haberlo alargado tanto.
—Venga, vamos allá…
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Pero, para su sorpresa; la Fragua de Runoara Soroku era la única que no estaba encendida. De su chimenea no salía humo, nada advertía que aquella casona estuviera funcionando como lo hacía desde hacía años.
Ese era, desde luego, el peor panorama que podría encontrarse Datsue. El peor presagio. ¿Que había alargado demasiado tiempo esa confrontación? pues, frente a sus ojos, tenía la respuesta a esa pregunta.
La puerta que daba entrada a la primera ala del galpón, bien conocido por el intrépido, estaba semi-abierta, eso sí. Así que, en principio, tendría que haber gente ocupándola.
—No me jodas… —farfulló, incrédulo, cuando vio que la fragua estaba apagada. Eso no ocurría nunca. Nunca. Ni en festivos. Ni en fin de año. Ya podía tronar, producirse una plaga mortal o estallar una guerra a dos calles de allí, que Runoara Soroku jamás apagaba su fragua.
¿Qué había pasado para que eso sucediese? Tragó saliva, mientras notaba como el pulso se le aceleraba. Nada bueno, eso seguro.
Nervioso por descubrirlo, se coló en el galpón, por la entrada. ¿Habría alguien? ¿O solo polvo y viejos recuerdos?
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Un ambiente pesado, lúgubre, como de luto. La estancia inicial, aquella ataviada de bibliotecas de la materia que instruian a sus mejores pupilos en el dominio de las artes básicas de la Herrería, estaba vacía. Aunque, a diferencia de antes, lucía más pulcra y con menos viruta de acero adornando los pisos. Alguien estaba ocupándose de mantener el lugar limpio, y que la fragua no estuviese andando ayudaba bastante.
Luego, seguía un largo pasillo. Ese que daba a las otras tres salas contiguas, la calderería, la habitación donde se reunió con los otros herreros antes de partir a su misión en el País de la Tierra, y el cuarto de armas y diseño donde un tiempo atrás había compartido sus ideas innovadoras con su buen amigo Soroku. Ese amigo del que se olvidó totalmente una vez sintió el calor y la comodidad de su camilla de hospital allá en la seguridad de Uzushio.
Antes de que pudiera dar un paso más, y averiguar por él mismo si había alguien dentro; la menuda figura de una muchacha de quince años se asomó por una de las puertas. La mirada incrédula de... Urami.
Urami, esa hermosa chica de pelos castaños, cortos, que solía llevar detrás de las orejas y que resaltaba su sonrisa. Aunque esa vez no sonreía, dadas las circunstancias. Sus pestañas, largas y finas, resaltaban sus ojos pardos de tigre de bengala. Su mirada, una contenida entre la sorpresa y... la decepción. Una de dos.
Pero los músculos le carburaron por sí solos. Urami arrancó a correr, como si hubiera visto a un angel, y se unió a Datsue en un abrazo fraternal. Le apretó fuerte, muy fuerte, con el anhelo de una súbita esperanza encendiéndole su lúgubre corazón.
Raro. Todo estaba muy raro. Y limpio, extrañamente limpio.
Datsue jamás había visto aquella estancia así. Fría. Con el aire puro y el suelo libre de virutas. Todo estaba tan… muerto, que se temió lo peor. Aun cuando Akame le había asegurado que había llevado a Nahana hasta allí. Aún cuando le había confirmado que las niñas estaban bien.
Las chicas, sí… Pero no Soroku. Soroku había viajado hasta la Tierra y todavía no había vuelto. ¿Acaso…?
—D... datsue-kun...
—¿U-urami…?
No pudo evitar sonreírla al verla, aun cuando creyó atisbar una mota de decepción en sus ojos. Le devolvió el abrazo, fuerte, muy fuerte, y no fue hasta ese momento que se dio cuenta de lo mucho que la había extrañado.
—Urami-chan, ¡cuánto me alegro de volver a verte! —exclamó, todavía abrazado a ella. Entonces la tomó por los hombros y la separó un poco para verle el rostro—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué está la fragua apagada?
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Verle el rostro a alguien, sin embargo, le rompió el alma. Urami no era buena mintiendo, y Datsue era bueno viendo la verdad en las personas. Se había vuelto experto en ello.
Y lo que vio en ella fue, amargura. Lloraba, fue casi una respuesta reflejo ante la presencia de su salvador. ¿Pero no tendría que estar totalmente feliz de verle? ¿acaso esas lágrimas provenían de algo más?
—Y yo a tí, y yo... a... —dijo, entre sollozos, aún anudada a su espalda—. porque... porque Soroku...
—Mirad nada más quién ha tenido la decencia de aparecerse por aquí —dijo Nahana, que estaba a dos metros. Lo que Datsue se encontró fue apenas un vestigio de su maestra. Una mujer evidentemente cansada, con ojeras. De aspecto flácido, por más músculo que tuviera. Derrotada y decaída, por las circunstancias de su vida.
No llegó a oírlo. Alguien les interrumpió de pronto. La reconoció al instante. Era una mujer alta, severa y dura como el hierro. Aunque, para su sorpresa, el tiempo había hecho mella en ella. Lucía cansada… oxidada.
Datsue liberó una mano del abrazo para ponerse de frente. Algo le decía que Nahana estaba enfadada con él. No hacía falta ser muy listo ni tener muchas luces para saberlo.
—Qué… ¿Qué ha pasado? —preguntó, con el corazón en un puño—. ¿Qué ha pasado a Soroku?
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5/05/2019, 01:01 (Última modificación: 5/05/2019, 01:02 por Umikiba Kaido.)
Urami le apretó la mano, temerosa. Casi que estaba en frente de él, sirviéndole de escudo.
—Mírenlo, al bonachón de Uchiha Datsue. ¿Ese es tu verdadero nombre, no? —replicó, ignorando la pregunta del muchacho—. con su bonito conjunto de ninja, su chaqueta de casanova. Limpio. Descansado. Se te ve bien, muchacho. Se te ve bien. ¿Es el resultado de estos tres meses que te has tomado de sabático para demostrarnos que no te importamos una mierda?
Tenía que reconocérselo: Nahana sabía dar donde dolía. Sí, era cierto, se había demorado tres meses en volver y no tenía excusa. Había tenido sus motivos, claro. Pero, vistos ahora…
Vistos ahora no tenían el peso suficiente.
—Yo, ehm… Tuve problemas. —Vaya que si los había tenido. Una cosa no quitaba la otra—. Pero, ahora estoy aquí, ¿no? Joder, ¿queréis decirme de una vez qué ha pasado?
Algo malo.
Algo terrible.
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Nahana salió como una saeta hacia él, dispuesta a todo. Urami se le interpuso, entre lágrimas.
—Muévete, niña. O...
¡Bam! Urami abrazó a su madre. Ella quedó absorta, sin saber qué hacer, ni qué decir, ni cómo...
Datsue no había visto nunca a Nahana llorar. Akame fue el único que comprobó como era la gran Herrera en sus momentos más bajos. ¿Pero ahora? ahora lo vio en primera fila. El cómo las lágrimas se le escapaban solas e impotentes desde la cuenca de sus ojos, acariciándole las arrugas, y acabando en el suelo.
A cada segundo que pasaba, a cada palabra, a cada mirada, Datsue temblaba más y más. Ver a Urami intercediendo por él, y a Nahana llorar, fue una visión que creyó que nunca tendría. Ni siquiera en sueños. Ni siquiera imaginándoselo. Era todo tan… surrealista. Porque Nahana era el hierro. Nahana no lloraba. Ni se derrumbaba.
Y si lo hacía, tan solo podía ser porque…
Porque...
Cayó de rodillas al suelo.
—No puede ser… —Bajó la mirada—. No puede ser… —Bajó la mirada a sus manos. Limpias. Suaves. Pero todavía con algún callo endurecido por manejar el hierro—. Soroku… ¿Jamás volvió?
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Con la barbilla reposada en el hombro de su hija, Nahana negó con la cabeza. Efectivamente, Soroku nunca había vuelto... y Datsue no lo sabía, tres meses después, que era lo peor de todo.
Urami se volteó hacia él y fue entonces cuando le dolió más la noticia. No sólo por su amigo Soroku, aquél que había confiado en él cuando apenas era un genin de cuarta y con el que había entablado una historia de amistad poderosa, sino por ellas. Por las Tākoizu. Por Nahana, la madre que nunca tuvo cerca. Por Urami, la chica de sus sueños. La verdadera, la que siempre fue opacada por los recuerdos de Aiko y aún así, aún así...
—Nunca volvió —respondió Urami—. sabíamos que estabas muy herido, y que ibas a necesitar curarte del todo. Pero pasó un mes, luego otro... y creímos que te habías olvidado de nosotras. Que te habías olvidado de... mí.
Mierda… ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Era culpa suya! ¡Por avisarle a través del sello! Si no lo hubiese hecho, si no le hubiese pedido que fuese a buscar a sus hijas, quizá…
«¡Soy imbécil, joder! ¡Jodidamente imbécil!» ¿Cómo había sido tan estúpido? ¿Cómo no había intuido que Soroku necesitaría de un milagro para cruzarse por el camino con ellas?
Y, todavía más importante, ¿qué le había pasado? ¿Le habían pillado los guardias del Señor Feudal? ¿Su tío? ¿Le habían asaltado por el camino? ¿Seguiría con vida? No lo sabía. Y eso, era lo peor de todo.
Eso y las palabras de Urami, que terminaron por rematarle.
—Yo… No es eso, Urami. ¡Jamás me olvidé! —exclamó con rabia—. Pero, después de eso… Poco después… Mataron a mi Hermano. —Lo más gracioso de todo, lo más irónico, es que en realidad no le habían matado. O sí, pero simplemente seguía con vida. Hacía muy poco que lo había descubierto, gracias a Ayame—. Y yo… me aislé del mundo. Pero pensé… ¡Pensé que habría vuelto, joder! —se levantó y se acercó a ellas—. ¿Sabéis algo más? ¿Lo apresaron los Kurawa? O… —No quería ni mencionarlo, como si el solo hecho de decirlo lo pudiese hacer real.
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Nahana se levantó con necedad del suelo, apartando a Urami de sus brazos. Se limpió la cara y trató de recuperar esa compostura suya tan característica, aunque lo logró, pero sólo a medias.
—Oh, lo siento, Datsue... —respondió Urami, ante la revelación de Datsue.
—Nada. Shinjaka nos pidió esperar, así lo había pedido Soroku antes de partir. Que no hiciera nada si no volvía, y que mucho menos moviera un dedo su conseguíamos llegar por nuestra propia cuenta, con tu ayuda. Lo tenía todo planeado, el muy imbécil... y todo porque tú se lo pediste.
—Nahana, no sé si lo recuerdas… Pero tus dos hijas estaban solas, en medio de la puta noche, y con un jodido Kurawa buscándoos a todas. ¡Por supuesto que se lo pedí! —exclamó, furioso. Y aun así, él sabía muy bien que había sido una estupidez. Ahora que lo pensaba con la cabeza fría, claro. Porque en aquel momento, con las pulsaciones a mil por hora y al borde del desmayo, ni siquiera pensaba mal. Directamente no pensaba. Solo actuaba—. Pero fue un error. Lo sé, joder, lo sé. No hace falta que me lo eches en cara.
Porque si iban a echarse cosas en cara el uno al otro, en eso, ella llevaba las de perder. ¿A quién se le ocurría aceptar un encargo a la enemiga número uno del jodido Señor Feudal?
—¿Dónde…? —miró a un lado y al otro—. ¿Y Kitana?
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