8/04/2016, 15:47
La puerta se abrió de golpe, e Ieyasu tuvo que taparse los ojos ante el cegador destello de los ventanales del pasillo de palacio, por los que entraba un Sol cegador. Gimió y se dio la vuelta, mientras el eco lejano de uno de sus súbditos le llamaba, requería de su atención. Pero él se aferró a su espada, envuelta en trapos y bien atada con cintas para no cortarse por las noches. Últimamente, no podía separarse de ella. Y sabía que eso estaba mal.
Había aprendido a convivir con las voces en la cabeza, a ignorarlas, a amaestrar a la espada como quien amaestra a un perro de caza. Pero dentro de la espada había un zorro, no un perro, y sus argumentos eran muy convincentes.
Lánzate, destruye a los ninjas, decía la voz. Pero él debía esperar, medir sus pasos, ser cauto. Acaba con ellos, usa mi poder... Si me lo pides, te lo prestaré. Pero sabía que era un truco de aquél zorro astuto.
—¡Ieyasu-sama, debemos irnos! —gritó una voz, pero pareció un susurro—. —¡Ieyasu-sama! ¡Los ninjas! ¡Están aquí!
Ieyasu abrió los ojos como platos y se levantó, ahora sí, sudando. Desenvolvió la espada y se la ató al kimono.
—¡Rápido, Ieyasu-sama! ¡Por aquí! —indicó Warau, que le esperaba en la puerta de los aposentos. Tenía el rostro desencajado. Jamás había visto a su subordinado de aquella manera. Eso sólo lo inquietó más.
—¿Qué ha pasado? —inquirió Ieyasu, justo cuando acababa de vestir su armadura y salía a trompicones de sus aposentos, aún despeinado y aturdido por el sueño—. ¿¡Cómo ha sido posible!?
—No lo sé, señor. Estaba concentrado en controlar a la marioneta del Kawakage, como planeamos, y cuando salí del trance me encontré con un filo a punto de rebanarme el cuello.
Ieyasu no se lo podía creer. ¿Cómo les habían descubierto tan rápido? Warau le había notificado de la muerte de Iminken Kodai, pero había varios días de camino entre los Dojos y el País del Hierro... ¿Acaso...?
—Esto ha sido cosa de Migime —aseguró Ieyasu—. Esa zorra...
—¿De Migime, señor? No lo creo —cortó Warau—. Cuando asesiné a Yui, estaban a punto de discutir sobre el tema de nuestra incursión en el continente. Migime no tiene un ejército de ninjas. Esto no ha sido cosa suya.
—¿Un ejército? ¿De qué me estás hablando?
Warau aporreó una puerta y la abrió de par en par.
—Estamos perdidos, Ieyasu-sama. Debemos marchar, si es que queremos tener alguna oportunidad de escapar con el Kyuubi.
La recepción de palacio estaba llena de cadáveres. Sus mejores hombres, asesinados, mutilados, destrozados. La sangre y las vísceras le entraron a Ieyasu por los ojos y por la nariz, y tuvo que hacerse a un lado para vomitar.
—Mi... imperio... —musitó.
—¡Vamos, Ieyasu-sama, los otros cinco Nukenin le esperan en la salida secreta de palacio! —indicó Warau, y tiró de la manga de un desvalido Ieyasu, que se dejó llevar.
Atravesaron largos pasillos de roca, giraron palancas que abrían puertas secretas, y utilizaron recovecos que sólo los veteranos conocían para escapar de la fortaleza de Sanro-yama. Se plantaron delante de las puertas de madera que llevaban a la sala de reuniones oculta, donde estaba la última compuerta hacia su libertad.
Pero Ieyasu ya estaba derrotado. Con la huída, Ieyasu ya estaba derrotado. Y allí, juró asesinar a todos y cada uno de los ninjas de Ame, de Taki, y de Uzushio, y también a Migime, a Migime a la que más.
Y Warau le cedió el paso. Ieyasu puso su cara más solemne para el resto de su pequeño ejército de ninjas exiliados, y abrió la puerta, y...
—¿Qué? —gimió.
No era la salida, comprendió Ieyasu, sino las mazmorras. Al fondo estaban atados todos y cada uno de sus Nukenin, excepto Uzumaki Gona, y también algunos de sus más excepcionales guardias personales. Todos desnudos y con horribles quemaduras, cortes, horrores inimaginables. Todos ellos muertos.
—Traidor...
Warau se encogió de hombros y tiró de los hilos atados a Kitsunedachi. Se aferró a la espada mientras un sorprendido Ieyasu se daba la vuelta e intentaba agarrarla sin éxito, los ojos como platos contemplando su trofeo marchar.
—¿Traidor? Un traidor trabaja en contra de su jefe. De momento yo no he traicionado a mi jefe, pero tú sí que lo hiciste.
—Podrías haberme matado en la cama, podrías haberme asesinado. ¿Por qué me has traído aquí, por qué me has hecho ver... ver esto? —Ieyasu retrocedió un paso, dos. Tropezó con un ladrillo y cayó al suelo. Se sentía impotente. Sin aliados. Sin súbditos. Sin imperio. Sin... familia.
Y sin su espada.
Warau sonrió, y soltó una risilla estridente y extravagante mientras se acercaba a su víctima y desenvainaba el acero, que emitió un silbido con eco y un fulgor de color rojizo.
—Porque me gusta ver el sufrimiento en tu rostro, Ieyasu. Porque me gustan las caras de terror y sin esperanzas, ¡ME GUSTA LA DESESPERACIÓN! Por eso. —Levantó la espada.
—¡Espera! ¡Espera, por favor!
—Tengo órdenes de matarte y no puedo arriesgarme a darte más tiempo, Ieyasu-chan —canturreó Warau—. Además, mejor para ti... No me des la opción de atarte y hacerte lo mismo que a los demás...
—Dime al menos quién ha hecho esto, ¿para quién trabajas? —solicitó Ieyasu—. Lo buscaré en la otra vida, y le haré pagar... Le haré pagar todo esto...
—Kishishishishi... Me encantaría, Ieyasu, pero no me voy a permitir esa putada. Morirás con el dibujo de la impotencia y la rabia en el rostro.
—¡¡¡No!!! ¡¡Necesito saberlo!! ¡Es mi última voluntad! ¡Respétala! ¡Por el honor!
—Tú nunca tuviste honor, maldito hijo de puta —rió Warau, disfrutando del momento y jugueteando con la espada en la mano—. Qué irónico que esas sean tus últimas palabras, ¿verdad?
Se relamió, y apuñaló a Ieyasu en el corazón con la espada que él mismo había forjado.
Ieyasu sintió un dolor terrible y el mundo se apagó para él. Pronto dejó de sentir el sabor de la sangre en la garganta y también la angustia y el suelo frío de piedra. Emitió un gemido ahogado.
—Ah... Así sí... Sufriendo... Ahogándote en tu propia sangre, con los ojos abiertos, pero sin ver —Warau retorció la empuñadura y la clavó más adentro—. Kishishishi... Ahora sí puedes saberlo.
Se acercó al oído de Ieyasu y le susurró:
—Larga vida a Kirigakure, y a su Mizukage, Hozuki Namiron.
Retiró el sable y pateó el cuerpo de su antiguo líder falso al suelo. Oteó los puestos de tortura. Esa maldita zorra pelirroja se había escapado. Y podría poner en peligro el plan. Debía notificarlo a la villa cuanto antes. Debían de darle caza, y pronto.
«Mientras los ninjas piensen que el peligro son los sámurai y los Nana Nukenin, nosotros podremos actuar en las sombras... Pero si a esa puta le da por ir a contárselo todo a mami...»
Consideró las opciones. Gona no sabía nada de lo de Kirigakure, de todas formas, así que aunque hablase con Shiona sólo podría contarle que un puto loco andaba suelto con el Kyuubi. Tampoco era un riesgo tan grande. Observó el filo de su espada manchada de sangre, y durante un momento consideró mandar a la mierda a la villa, al Señor Feudal, y a todo. ¿Y si pudiese convertirse en eso, en un puto loco suelto con el Kyuubi?
Pero no. Porque en el fondo, nunca había sido un traidor.
Se dio la vuelta y se alejó de la matanza, canturreando.
—Pobre Ieyasu, kishishishi...
Había aprendido a convivir con las voces en la cabeza, a ignorarlas, a amaestrar a la espada como quien amaestra a un perro de caza. Pero dentro de la espada había un zorro, no un perro, y sus argumentos eran muy convincentes.
Lánzate, destruye a los ninjas, decía la voz. Pero él debía esperar, medir sus pasos, ser cauto. Acaba con ellos, usa mi poder... Si me lo pides, te lo prestaré. Pero sabía que era un truco de aquél zorro astuto.
—¡Ieyasu-sama, debemos irnos! —gritó una voz, pero pareció un susurro—. —¡Ieyasu-sama! ¡Los ninjas! ¡Están aquí!
Ieyasu abrió los ojos como platos y se levantó, ahora sí, sudando. Desenvolvió la espada y se la ató al kimono.
—¡Rápido, Ieyasu-sama! ¡Por aquí! —indicó Warau, que le esperaba en la puerta de los aposentos. Tenía el rostro desencajado. Jamás había visto a su subordinado de aquella manera. Eso sólo lo inquietó más.
—¿Qué ha pasado? —inquirió Ieyasu, justo cuando acababa de vestir su armadura y salía a trompicones de sus aposentos, aún despeinado y aturdido por el sueño—. ¿¡Cómo ha sido posible!?
—No lo sé, señor. Estaba concentrado en controlar a la marioneta del Kawakage, como planeamos, y cuando salí del trance me encontré con un filo a punto de rebanarme el cuello.
Ieyasu no se lo podía creer. ¿Cómo les habían descubierto tan rápido? Warau le había notificado de la muerte de Iminken Kodai, pero había varios días de camino entre los Dojos y el País del Hierro... ¿Acaso...?
—Esto ha sido cosa de Migime —aseguró Ieyasu—. Esa zorra...
—¿De Migime, señor? No lo creo —cortó Warau—. Cuando asesiné a Yui, estaban a punto de discutir sobre el tema de nuestra incursión en el continente. Migime no tiene un ejército de ninjas. Esto no ha sido cosa suya.
—¿Un ejército? ¿De qué me estás hablando?
Warau aporreó una puerta y la abrió de par en par.
—Estamos perdidos, Ieyasu-sama. Debemos marchar, si es que queremos tener alguna oportunidad de escapar con el Kyuubi.
La recepción de palacio estaba llena de cadáveres. Sus mejores hombres, asesinados, mutilados, destrozados. La sangre y las vísceras le entraron a Ieyasu por los ojos y por la nariz, y tuvo que hacerse a un lado para vomitar.
—Mi... imperio... —musitó.
—¡Vamos, Ieyasu-sama, los otros cinco Nukenin le esperan en la salida secreta de palacio! —indicó Warau, y tiró de la manga de un desvalido Ieyasu, que se dejó llevar.
Atravesaron largos pasillos de roca, giraron palancas que abrían puertas secretas, y utilizaron recovecos que sólo los veteranos conocían para escapar de la fortaleza de Sanro-yama. Se plantaron delante de las puertas de madera que llevaban a la sala de reuniones oculta, donde estaba la última compuerta hacia su libertad.
Pero Ieyasu ya estaba derrotado. Con la huída, Ieyasu ya estaba derrotado. Y allí, juró asesinar a todos y cada uno de los ninjas de Ame, de Taki, y de Uzushio, y también a Migime, a Migime a la que más.
Y Warau le cedió el paso. Ieyasu puso su cara más solemne para el resto de su pequeño ejército de ninjas exiliados, y abrió la puerta, y...
—¿Qué? —gimió.
No era la salida, comprendió Ieyasu, sino las mazmorras. Al fondo estaban atados todos y cada uno de sus Nukenin, excepto Uzumaki Gona, y también algunos de sus más excepcionales guardias personales. Todos desnudos y con horribles quemaduras, cortes, horrores inimaginables. Todos ellos muertos.
—Traidor...
Warau se encogió de hombros y tiró de los hilos atados a Kitsunedachi. Se aferró a la espada mientras un sorprendido Ieyasu se daba la vuelta e intentaba agarrarla sin éxito, los ojos como platos contemplando su trofeo marchar.
—¿Traidor? Un traidor trabaja en contra de su jefe. De momento yo no he traicionado a mi jefe, pero tú sí que lo hiciste.
—Podrías haberme matado en la cama, podrías haberme asesinado. ¿Por qué me has traído aquí, por qué me has hecho ver... ver esto? —Ieyasu retrocedió un paso, dos. Tropezó con un ladrillo y cayó al suelo. Se sentía impotente. Sin aliados. Sin súbditos. Sin imperio. Sin... familia.
Y sin su espada.
Warau sonrió, y soltó una risilla estridente y extravagante mientras se acercaba a su víctima y desenvainaba el acero, que emitió un silbido con eco y un fulgor de color rojizo.
—Porque me gusta ver el sufrimiento en tu rostro, Ieyasu. Porque me gustan las caras de terror y sin esperanzas, ¡ME GUSTA LA DESESPERACIÓN! Por eso. —Levantó la espada.
—¡Espera! ¡Espera, por favor!
—Tengo órdenes de matarte y no puedo arriesgarme a darte más tiempo, Ieyasu-chan —canturreó Warau—. Además, mejor para ti... No me des la opción de atarte y hacerte lo mismo que a los demás...
—Dime al menos quién ha hecho esto, ¿para quién trabajas? —solicitó Ieyasu—. Lo buscaré en la otra vida, y le haré pagar... Le haré pagar todo esto...
—Kishishishishi... Me encantaría, Ieyasu, pero no me voy a permitir esa putada. Morirás con el dibujo de la impotencia y la rabia en el rostro.
—¡¡¡No!!! ¡¡Necesito saberlo!! ¡Es mi última voluntad! ¡Respétala! ¡Por el honor!
—Tú nunca tuviste honor, maldito hijo de puta —rió Warau, disfrutando del momento y jugueteando con la espada en la mano—. Qué irónico que esas sean tus últimas palabras, ¿verdad?
Se relamió, y apuñaló a Ieyasu en el corazón con la espada que él mismo había forjado.
Ieyasu sintió un dolor terrible y el mundo se apagó para él. Pronto dejó de sentir el sabor de la sangre en la garganta y también la angustia y el suelo frío de piedra. Emitió un gemido ahogado.
—Ah... Así sí... Sufriendo... Ahogándote en tu propia sangre, con los ojos abiertos, pero sin ver —Warau retorció la empuñadura y la clavó más adentro—. Kishishishi... Ahora sí puedes saberlo.
Se acercó al oído de Ieyasu y le susurró:
—Larga vida a Kirigakure, y a su Mizukage, Hozuki Namiron.
Retiró el sable y pateó el cuerpo de su antiguo líder falso al suelo. Oteó los puestos de tortura. Esa maldita zorra pelirroja se había escapado. Y podría poner en peligro el plan. Debía notificarlo a la villa cuanto antes. Debían de darle caza, y pronto.
«Mientras los ninjas piensen que el peligro son los sámurai y los Nana Nukenin, nosotros podremos actuar en las sombras... Pero si a esa puta le da por ir a contárselo todo a mami...»
Consideró las opciones. Gona no sabía nada de lo de Kirigakure, de todas formas, así que aunque hablase con Shiona sólo podría contarle que un puto loco andaba suelto con el Kyuubi. Tampoco era un riesgo tan grande. Observó el filo de su espada manchada de sangre, y durante un momento consideró mandar a la mierda a la villa, al Señor Feudal, y a todo. ¿Y si pudiese convertirse en eso, en un puto loco suelto con el Kyuubi?
Pero no. Porque en el fondo, nunca había sido un traidor.
Se dio la vuelta y se alejó de la matanza, canturreando.
—Pobre Ieyasu, kishishishi...
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