2/01/2016, 02:18
Aquella mañana fría de Despedida, dos figuras encapuchadas, tan blancas como la nieve de la tormenta que les rodeaba, susurraban un diálogo prohibido. Únicas testigos de esas palabras sus almas y las de aquellos guardias a los que habían arrebatado la vida.
—Descubrirán los cadáveres —siseó la lengua viperina de uno de los dos. Cada sílaba parecía una pequeña risa. No pronunciaba las palabras con miedo ni prudencia, sólo con la diversión que goza aquél que espera algo de entretenimiento.
Los cadáveres aún estaban calientes, pero en aquellas condenadas tierras nada permanecía mucho tiempo así. La figura que acompañaba a la otra echó a caminar de nuevo y le restó importancia a los muertos con la mano, en un rápido ademán.
—La tormenta los enterrará y para cuando los encuentren, ya no habrá Consejo que pueda ordenar una investigación. Déjalos dormir en paz.
—Kishishishishi...
Hacía tiempo que no escuchaba aquella risa, sin embargo a Ieyasu se le pusieron los pelos de punta. No es que Warau tuviera mucho que hacer contra él, claro.
—Dime, Warau... —Si quieres ir al Templo, debo suponer que traes buenas noticias. De lo contrario...
—Traigo algo más, Ieyasu-sama. Las buenas noticias no tienen dientes, al fin y al cabo... ¿O sí? Kishishishi.
Debajo de la capucha, el hombre cicuentón, con barba de tres días y melena entrecana de color castaño que era Ieyasu sonrió. Warau no pudo evitar observar que había perdido el ojo derecho, ahora sustituído con un parche. El izquierdo seguía siendo tan gélido y azul como lo recordaba.
—Estupendo... Estupendo.
Ieyasu acarició la vaina de su espada de plata. El arma tenía un pequeño rubí rojo en el extremo, y la guarda parecía más la de un sable que la de una katana, ornamentada con gusto y sin recatos.
Los encapuchados no tardaron en llegar a unas ruinas grises, de piedra lisa, erigidas en lo oculto de una depresión en el terreno nevado. Ruinas eran, desde luego, pero uno sólo podía deducir que lo eran por la soledad de sus exteriores y lo poco probable que era que alguien les aguardara dentro. La superficie de aquel gigantesco castillo poligonal, curioso cuanto menos, estaba impoluta.
Ieyasu se deslizó por la cuesta tan casualmente que se podría decir que resultaba algo infantil en comparación con la actitud que había demostrado hasta ahora. Warau se encogió de hombros e, imitándolo, hizo lo mismo.
—Wiiiiii —canturreó, como si todo aquello fuese un juego.
Ieyasu chasqueó la lengua cuando ambos habían llegado abajo.
—Qué idiota eres, de verdad —espetó, mientras se sacudía la nieve de la túnica, pero eso no hizo que no riera las gracias del otro.
—Mi nombre significa risa, Ieyasu-sama. Hay que tomarse la vida... Con humor. Kishishishi.
—Daría lo que fuese para que dejases de tomarte la vida con humor si eso significase dejar de oir esa risa tuya. Vamos a ver...
Ieyasu se acercó a lo que parecían ser las enormes puertas del recinto y posó la palma de la mano sobre la junta. Una luz azulada cegó a los hombres durante un instante, dibujando un símbolo indescifrable en la entrada.
—Oh... ¿Va a dejarme entrar, señor? ¿Podré ver el ritual? —inquirió Warau, increíblemente interesado.
—Entrarás, sí —contestó su líder—. Pero de lo que traigas dependerá tu destino una vez estemos dentro.
—¿No confías en mí? Bueno... Si me matas, haz el favor de sacarme fuera. No quiero dejarte el templo oliendo a mil muertos. Kishishishi.
De un gran estruendo, las losas de piedra de la puerta se fueron separando poco a poco, pero sólo cuando el humo que levantaron se asentó pudieron ver lo que había en el interior del Templo.
Una sala vacía, en la que el eco de sus pasos era lo único que se oía. Las gruesas paredes de roca se tragaban el sonido de la tormenta de nieve de afuera.
El único testigo de su presencia era una mesa octagonal en el centro.
—Qué decepcionante. —comentó Warau.
Ieyasu no dijo nada hasta que estuvieron frente al mueble. También tallado en piedra y unido al suelo.
—Si lo has traído, colócalo en el centro de la mesa. —dijo.
—¿Y si no lo he traído?
Ieyasu suspiró.
—Las bromas tienen un tiempo y un lugar, subordinado. Se me agota la paciencia y puedo recoger el rubí de tu cadáver si así lo deseas.
—Está bien, está bien...
Warau rebuscó en su túnica y sustrajo una bolsa de tela. De ella sacó un colgante de tamaño considerable con el símbolo del nueve tallado. Emitía un fulgor rojizo intenso. Ieyasu no pudo evitar esbozar una sonrisa que se fue haciendo más amplia a medida que Warau procuraba colocar bien recto el rubí en el centro de la mesa, con el símbolo hacia arriba.
El peliblanco se apartó y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, expectante.
—¿Y ahora? —preguntó.
Ieyasu saltó encima de la mesa y caminó hacia el rubí. Desenvainó la espada, que silbó una melodía metálica que retumbó en las paredes y en el suelo.
—Y ahora nace Kitsunedachi, portadora del Zorro y cortadora de mundos. Lamento no ofrecerte otra cosa más espectacular, pero...
Miró a Warau, sujetó la espada con ambas manos con el filo mirando hacia abajo, y sonrió.
—...es lo que hay.
Rió, y clavó la punta de la espada en el rubí, y se escuchó la voz y los gritos de una bestia salvaje, y se iluminó el Templo con luces de rojo y naranja, y se proyectó una sombra en la pared que pareciera tener nueve colas.
Y cuando el griterío y los fuegos se apagaron, el hombre que esgrimía aquella espada en alto sintió el poder de un Dios firmemente agarrado en su puño cerrado.
—Reúne a los Siete.
—Descubrirán los cadáveres —siseó la lengua viperina de uno de los dos. Cada sílaba parecía una pequeña risa. No pronunciaba las palabras con miedo ni prudencia, sólo con la diversión que goza aquél que espera algo de entretenimiento.
Los cadáveres aún estaban calientes, pero en aquellas condenadas tierras nada permanecía mucho tiempo así. La figura que acompañaba a la otra echó a caminar de nuevo y le restó importancia a los muertos con la mano, en un rápido ademán.
—La tormenta los enterrará y para cuando los encuentren, ya no habrá Consejo que pueda ordenar una investigación. Déjalos dormir en paz.
—Kishishishishi...
Hacía tiempo que no escuchaba aquella risa, sin embargo a Ieyasu se le pusieron los pelos de punta. No es que Warau tuviera mucho que hacer contra él, claro.
—Dime, Warau... —Si quieres ir al Templo, debo suponer que traes buenas noticias. De lo contrario...
—Traigo algo más, Ieyasu-sama. Las buenas noticias no tienen dientes, al fin y al cabo... ¿O sí? Kishishishi.
Debajo de la capucha, el hombre cicuentón, con barba de tres días y melena entrecana de color castaño que era Ieyasu sonrió. Warau no pudo evitar observar que había perdido el ojo derecho, ahora sustituído con un parche. El izquierdo seguía siendo tan gélido y azul como lo recordaba.
—Estupendo... Estupendo.
Ieyasu acarició la vaina de su espada de plata. El arma tenía un pequeño rubí rojo en el extremo, y la guarda parecía más la de un sable que la de una katana, ornamentada con gusto y sin recatos.
Los encapuchados no tardaron en llegar a unas ruinas grises, de piedra lisa, erigidas en lo oculto de una depresión en el terreno nevado. Ruinas eran, desde luego, pero uno sólo podía deducir que lo eran por la soledad de sus exteriores y lo poco probable que era que alguien les aguardara dentro. La superficie de aquel gigantesco castillo poligonal, curioso cuanto menos, estaba impoluta.
Ieyasu se deslizó por la cuesta tan casualmente que se podría decir que resultaba algo infantil en comparación con la actitud que había demostrado hasta ahora. Warau se encogió de hombros e, imitándolo, hizo lo mismo.
—Wiiiiii —canturreó, como si todo aquello fuese un juego.
Ieyasu chasqueó la lengua cuando ambos habían llegado abajo.
—Qué idiota eres, de verdad —espetó, mientras se sacudía la nieve de la túnica, pero eso no hizo que no riera las gracias del otro.
—Mi nombre significa risa, Ieyasu-sama. Hay que tomarse la vida... Con humor. Kishishishi.
—Daría lo que fuese para que dejases de tomarte la vida con humor si eso significase dejar de oir esa risa tuya. Vamos a ver...
Ieyasu se acercó a lo que parecían ser las enormes puertas del recinto y posó la palma de la mano sobre la junta. Una luz azulada cegó a los hombres durante un instante, dibujando un símbolo indescifrable en la entrada.
—Oh... ¿Va a dejarme entrar, señor? ¿Podré ver el ritual? —inquirió Warau, increíblemente interesado.
—Entrarás, sí —contestó su líder—. Pero de lo que traigas dependerá tu destino una vez estemos dentro.
—¿No confías en mí? Bueno... Si me matas, haz el favor de sacarme fuera. No quiero dejarte el templo oliendo a mil muertos. Kishishishi.
De un gran estruendo, las losas de piedra de la puerta se fueron separando poco a poco, pero sólo cuando el humo que levantaron se asentó pudieron ver lo que había en el interior del Templo.
Una sala vacía, en la que el eco de sus pasos era lo único que se oía. Las gruesas paredes de roca se tragaban el sonido de la tormenta de nieve de afuera.
El único testigo de su presencia era una mesa octagonal en el centro.
—Qué decepcionante. —comentó Warau.
Ieyasu no dijo nada hasta que estuvieron frente al mueble. También tallado en piedra y unido al suelo.
—Si lo has traído, colócalo en el centro de la mesa. —dijo.
—¿Y si no lo he traído?
Ieyasu suspiró.
—Las bromas tienen un tiempo y un lugar, subordinado. Se me agota la paciencia y puedo recoger el rubí de tu cadáver si así lo deseas.
—Está bien, está bien...
Warau rebuscó en su túnica y sustrajo una bolsa de tela. De ella sacó un colgante de tamaño considerable con el símbolo del nueve tallado. Emitía un fulgor rojizo intenso. Ieyasu no pudo evitar esbozar una sonrisa que se fue haciendo más amplia a medida que Warau procuraba colocar bien recto el rubí en el centro de la mesa, con el símbolo hacia arriba.
El peliblanco se apartó y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, expectante.
—¿Y ahora? —preguntó.
Ieyasu saltó encima de la mesa y caminó hacia el rubí. Desenvainó la espada, que silbó una melodía metálica que retumbó en las paredes y en el suelo.
—Y ahora nace Kitsunedachi, portadora del Zorro y cortadora de mundos. Lamento no ofrecerte otra cosa más espectacular, pero...
Miró a Warau, sujetó la espada con ambas manos con el filo mirando hacia abajo, y sonrió.
—...es lo que hay.
Rió, y clavó la punta de la espada en el rubí, y se escuchó la voz y los gritos de una bestia salvaje, y se iluminó el Templo con luces de rojo y naranja, y se proyectó una sombra en la pared que pareciera tener nueve colas.
Y cuando el griterío y los fuegos se apagaron, el hombre que esgrimía aquella espada en alto sintió el poder de un Dios firmemente agarrado en su puño cerrado.
—Reúne a los Siete.
Esta cuenta representa a la totalidad de los administradores de NinjaWorld.es