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Lejos, muy lejos del Valle de los Dojos, el pobre Renkai se hurgaba la nariz con aspecto de estar mortalmente aburrido. ¿Arrepentido? No, solamente aburrido. Llevaba más de tres días encerrado entre rejas en una de las húmedas, lúgubres y polvorientas celdas que poblaban el subsuelo del edificio más emblemático de la Villa Oculta entre la Lluvia. ¿Su delito? Intentar atracar a una pobre y desvalida abuelita que en ese momento salía de una de las pescaderías más famosas de Amegakure: La Pescadería del Señor Sakana. El pobre ladronzuelo había supuesto que la vigilancia y la seguridad de las calles se habría relajado con la Arashikage y parte del ejército shinobi de excursión en el Valle de los Dojos, sacando músculo en aquel estúpido Torneo de los Dojos... ¡Pero qué mala pata la suya al haberse resbalado con una caja de sardinas podridas y verse atrapado por un par de shinobi que pasaban por allí! ¿Se podía tener peor suerte que aquella?
No, seguro que n...
¡Puuff!
— ¡¡¡AAAAAHHH!!!
Poco le faltó para enterrarse el dedo en el cerebro cuando una nube de humo estalló súbitamente en el centro de su peculiar mansión de lujo y dos figuras emergieron de ella. Una kunoichi y la antigua Arashikage, que ahora vestía el sombrero del Daimyō del País de la Tormenta. Aotsuki Ayame y Amekoro Yui. La jovencita se estremeció visiblemente cuando sus pies dieron con aquellas losas húmedas y frías y entonces pareció reparar en él.
— Oh... —murmuró, con los ojos abiertos como platos. Desde luego, no parecía haberse esperado encontrar a alguien dentro de la celda después de haber aparecido como dos fantasmas en una de sus pesadillas. ¡Pues que se lo dijeran a él!—. ¿Pero qué haces aquí?
Renkai quiso mandarla a la mierda. Quiso gritarle todo tipo de insultos e improperios, pero ante la presencia de Yui no pudo menos que encogerse en un rincón y lloriquear como un infante aterrado.
¡Nadie podía culparle!
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Yui se agarró a Ayame y sintió un fuerte tirón, que le hizo agarrarse más fuerte. Quizás demasiado fuerte. Sintió un vértigo increíble, así que cerró los ojos. Cuando los abrió, sus pies pisaban un suelo distinto. Estaba en casa.
«Mi hogar. Para siempre.»
Le sobresaltó el grito de un pobre diablo tirado de cualquier manera en una esquina. Normalmente se habría inclinado hacia él y le habría mostrado la mejor de sus sonrisas, pero en aquella ocasión no salió de ella. Gruñó y entonces recordó por qué se encontraba allí.
—Oh... —murmuró Ayame, fijándose en el prisionero —. ¿Pero qué haces aquí?
Yui soltó una risotada seca y se llevó una mano a la frente.
— ¿Tú que crees? —se burló—. Igual el que tendría que preguntarnos eso sería él, ¿no? —La recién estrenada Señora Feudal de la Tormenta se acercó a los barrotes de la celda y los agarró con ambas manos—. Me cago en los húmedos cojones de Susanoo, ¿no tenías otro sitio al que traernos? ¿Esta marca de cuándo era, de cuando todo ese asunto con las Náyades?
Yui suspiró. Y tomó como suya la única solución pragmática que se le vino a la cabeza.
Es decir,
¡CLONK, CLONK, CLONK, CLONK,
CLONK, CLONK, CLONK, CLONK!
— ¡¡QUE ALGUIEN BAJE AQUÍ AHORA MISMO O LE PONGO A LIMPIAR LOS RETRETES DE TODA LA TORRE SIN USAR EL PUTO ASCENSOR!! ¡¡¡SOY YUI!!! ¡¡¡EEEEEH!!!
Golpear con el romo revés de una wakizashi los barrotes hasta reventarle los oídos al recepcionista.
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Pero fue Yui la que respondió, y lo hizo con una risotada que reverberó por todas y cada una de las losas de la celda.
— ¿Tú que crees? —se burló—. Igual el que tendría que preguntarnos eso sería él, ¿no?
Ayame se rascó la nuca, ruborizada. La verdad es que había sido una pregunta de lo más estúpida; pero, lo que de verdad había querido preguntar era qué hacía en la misma celda donde tenía puesta ella la marca de invocación. Pero siempre había sido bastante torpe expresándose. Tampoco importaba demasiado, no podía contar con que aquella celda se quedara vacía para toda la eternidad, sólo por ella.
— Me cago en los húmedos cojones de Susanoo, ¿no tenías otro sitio al que traernos? ¿Esta marca de cuándo era, de cuando todo ese asunto con las Náyades? —preguntó Yui, aferrándose a los barrotes con ambas manos.
— Eh... sí... —confesó ella—. Lo siento, Yui-dono, no tenía otr... —comenzó a excusarse, pero antes de que pudiera completar la frase...
¡CLONK, CLONK, CLONK, CLONK,
CLONK, CLONK, CLONK, CLONK!
Amekoro Yui se puso a golpear los barrotes con la parte roma de una wakizashi. Ayame ni siquiera llegó a escuchar los gritos de después, pues se había visto obligada a taparse los oídos entre aullidos de dolor.
— ¡¡¡PARE, POR FAVOOOOOOOOR!!! ¡¡¡MIS OÍDOS!!! ¡¡¡AAAAAHHHHH!!!
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Yui paró. No por Ayame. No por el pobre ladronzuelo, que rechinaba los dientes en su esquina. Sino porque Hōzuki Kiiroka abrió la puerta del calabozo de un portazo. No estaba de buen humor. Nadie estaba de buen humor, ni siquiera sin conocer las noticias. La mujer, a pesar de vivir en una villa en la que casi siempre estaba lloviendo, vestía con la indumentaria típica de una chica joven en un día de playa en las costas uzureñas. Siempre había sido así. Pero para sorpresa de todos, no iba mojando el suelo a su paso. Siempre paseaba fuera del edificio para remojarse un poco la piel.
—Me cago en todo, ¿quién está armando jaleo en este día de mierda? —espetó, antes de darse cuenta de quén estaba armando jaleo. Se pegó a la celda contraria, más sorprendida que asustada—. ¿¡Arashikage-sama!?
—Antaño lo fui —cortó Yui—. ¿¡A qué cojones esperas!? Abre la puta puerta, que tengo que hablar con Shanise. ¿Está en el despacho?
—S-sí, Yui-sama. —Kiiroka se apresuró a acercarse y a abrir la cerradura, dejándolas pasar. Luego, cerró la puerta firmemente y se acercó a sus camaradas, que ya se dirigían hacia la recepción—. ¿Qué ha pasado? ¿Ha pasado algo?
—Ya hablaremos —cortó Yui—. Ahora mismo, déjame en paz.
En silencio, Kiiroka se refugió tras el mostrador. Yui avanzó hacia el ascensor, y se abrió paso al interior. Esperó a Ayame.
Entonces comprendió tanto el mal humor de Kiiroka como los acontecimientos de aquél fatídico día. A través de la puerta, le cegó una luz.
La luz del sol. Un sol cegador. El peor presagio.
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Un tenso, y aliviador, silencio invadió los calabozos cuando se escuchó el chirriante sonido de la puerta de entrada abriéndose.
—Me cago en todo, ¿quién está armando jaleo en este día de mierda? —blasfemó una de las encargadas de la recepción. Pero en cuanto se dio cuenta de quién era la persona que la estaba llamando, se pegó a la celda contraria, claramente alarmada—: ¿¡Arashikage-sama!?
La mujer en cuestión tenía los cabellos largos, oscuros y alborotados y los ojos claros. Era una de esas mujeres a las que les gusta ir exhibiendo sus atributos como un pavo real, vistiendo ropajes más bien ligeros de tela pese al inclemente tiempo de Amegakure. Ayame no había interactuado mucho con ella, y en aquellos instantes le costaba acordarse de su nombre, ¿Kerika? ¿Karaka? No quiso arriesgarse a meter la pata de nuevo, y por si acaso se limitó a saludarla con una respetuosa inclinación de cabeza.
—Antaño lo fui —la cortó Yui, y Ayame la miró por el rabillo del ojo.
«¿Antaño? ¿Eso quiere decir que es verdad que...?»
—¿¡A qué cojones esperas!? Abre la puta puerta, que tengo que hablar con Shanise. ¿Está en el despacho?
—S-sí, Yui-sama —balbuceó la recepcionista, que se apresuró a acercarse y abrir la puerta para que pudieran salir de la celda. Por supuesto, no tardó un instante en cerrarla tras sus espaldas, dejando al pobre ladronzuelo de nuevo con su soledad—. ¿Qué ha pasado? ¿Ha pasado algo?
—Ya hablaremos. Ahora mismo, déjame en paz —la cortó en seco, con su habitual delicadeza.
Subieron a recepción, y entonces Ayame se dio cuenta de por qué era un mal día para todos. Tuvo que entrecerrar los ojos cuando vio la inusual claridad en la que estaba sumido el torreón. El sol brillaba desde lo alto, con todas sus fuerzas. Señal de un mal augurio para los amejines. La recepcionista volvió a su puesto de trabajo, y tanto Yui como Ayame se dirigieron al ascensor que habría de subirlas a su despacho. O, mejor dicho, el que había sido su despacho.
«¿De verdad va a...?» Volvió a repetirse, con un nudo en el estómago. Y era de lo más irónico. Amekoro Yui siempre había sido para Ayame el destello del rayo, el retumbar del trueno en una tormenta tropical. Daba miedo, todo en ella era electricidad, y más de una vez se había visto en serios aprietos en su presencia debido a su torpeza e inocencia. Y ahora, que parecía que iba a dejar el sombrero, sentía cierta lástima. «Aunque ahora va a tomar otro sombrero, concretamente el de...»
—Siento mucho lo de su hermano... —dijo, en voz baja, removiéndose en el sitio con cierta inquietud. Y aún pasaron algunos segundos hasta que se atrevió al fin a preguntar—. ¿Entonces es cierto? ¿Ahora usted será... la nueva Daimyō?
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—No —dijo Yui, con convicción, mientras las puertas del ascensor se cerraban con un chirrido metálico—. Lo soy ahora. Cuando vuelva a salir de ese despacho, no lo será nadie. Nunca más. —¡Bam! Las puertas se cerraron, el ascensor dio un pequeño bamboleo y comenzó a subir. Ambas quedaron en silencio durante un momento.
»El sistema feudal está defectuoso —opinó Yui, cerrando el puño con fuerza, los ojos azul eléctrico clavados en él—. Yo quería y respetaba a mi hermano, Ayame. Pero la sucia y triste verdad es que era un debilucho. Era alguien débil, de convicciones, y de poder. Por eso ha caído, sin apenas oponer resistencia.
»Mi padre nos envió a Amegakure para aprender Ninjutsu. Para que supiéramos lo básico. Pero en el fondo, la vida como noble te condena a vivir tras un muro de guardias. Depositas en ellos tu confianza, y tú no te curtes. Y a Jinza nunca se le dio bien luchar, aún por encima. Cuando Padre murió, y fue su turno de subir al trono, abandonó por completo su entrenamiento. Yo no. Yo me quedé. Yo quería ser fuerte. Quería ser la más fuerte. Admiraba a Yuukaito-sensei por encima de todas las cosas. Cuando lo mataron con un veneno cobarde, no pude quedarme quieta. Y acabé aquí por accidente.
»A Jinza nunca le gustó. Decía que no era vida para alguien con mi sangre. Pero por mis venas, Ayame —dijo, y la miró a los ojos fijamente. Unos ojos que volvían a tronar con la fuerza que ella conocía—, corre la lluvia que cae sobre nosotros día a día. Este es mi verdadero hogar.
»Si Jinza hubiera tenido un hijo, hubiera sido un flojo, un pocho sin sangre en las venas. De ningún tipo. Ese sí que no hubiera aprendido ya nada de Ninjutsu, ¿y entonces qué? ¿En qué se convierte? ¡En un pijo con un puñado de tierras! ¿Es ese el líder que debe guiar a una nación, Ayame?
Yui se dio la vuelta hacia las puertas del ascensor, mientras se detenía. Comenzaron a abrirse.
»No. Ni Señores, ni herencias. Son los NINJAS los que deben controlar el país. Es AMEGAKURE la que siempre protegió al País de la Tormenta, y en ella está su alma, su voluntad inquebrantable.
»Es la hora de los fuertes.
Amekoro Yui salió del ascensor, con paso firme, hacia la puerta cerrada de madera con el mismo símbolo que llevaría marcado al hierro candente en la frente hasta el fin de sus días.
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(Última modificación: 24/07/2020, 14:50 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
—No —dijo Yui, mientras las puertas del ascensor se cerraban tras ellas con su peculiar chirrido—. Lo soy ahora. Cuando vuelva a salir de ese despacho, no lo será nadie. Nunca más.
¡Bam! Las puertas del ascensor se cerraron con un sonoro portazo, como si quisieran añadirle más dramatismo a las palabras de la anterior Arashikage.
«¿No lo será nadie, nunca más?» Se repitió Ayame, para sus adentros. «¿A qué se está refiriendo?»
—El sistema feudal está defectuoso —explicó Yui, cerrando un puño frente a sus ojos—. Yo quería y respetaba a mi hermano, Ayame. Pero la sucia y triste verdad es que era un debilucho. Era alguien débil, de convicciones, y de poder. Por eso ha caído, sin apenas oponer resistencia. Mi padre nos envió a Amegakure para aprender Ninjutsu. Para que supiéramos lo básico. Pero en el fondo, la vida como noble te condena a vivir tras un muro de guardias. Depositas en ellos tu confianza, y tú no te curtes. Y a Jinza nunca se le dio bien luchar, aún por encima. Cuando Padre murió, y fue su turno de subir al trono, abandonó por completo su entrenamiento. Yo no. Yo me quedé. Yo quería ser fuerte. Quería ser la más fuerte. Admiraba a Yuukaito-sensei por encima de todas las cosas. Cuando lo mataron con un veneno cobarde, no pude quedarme quieta. Y acabé aquí por accidente.
«Ruichi Yuukaito... Sandaime Arashikage...» Recordó Ayame.
—A Jinza nunca le gustó. Decía que no era vida para alguien con mi sangre. Pero por mis venas, Ayame —agregó, mirando a Ayame fijamente a los ojos. Y la muchacha no pudo evitar estremecerse al sentir de nuevo la fuerza avasalladora que la caracterizaba. Sus iris tronaban de nuevo con la potencia del trueno, y exigían ser escuchados—. , corre la lluvia que cae sobre nosotros día a día. Este es mi verdadero hogar. Si Jinza hubiera tenido un hijo, hubiera sido un flojo, un pocho sin sangre en las venas. De ningún tipo. Ese sí que no hubiera aprendido ya nada de Ninjutsu, ¿y entonces qué? ¿En qué se convierte? ¡En un pijo con un puñado de tierras! ¿Es ese el líder que debe guiar a una nación, Ayame?
«No...» Se descubrió estando de acuerdo con ella, con sus palabras.
—No. Ni Señores, ni herencias. Son los NINJAS los que deben controlar el país. Es AMEGAKURE la que siempre protegió al País de la Tormenta, y en ella está su alma, su voluntad inquebrantable. Es la hora de los fuertes.
Y Ayame volvió a descubrirse arrastrada por la fuerza de la tormenta, por el poder de la voz de Yui, por su carisma. Se vio a sí misma emocionada por su discurso, y si no clavó una reverencia ante ella fue porque las puertas del ascensor se abrieron justo en ese momento. Era la hora de los shinobi, ¡era la hora de que Amegakure tomara las riendas en el País de la Tormenta! Pero aquel iba a ser un golpe que sacudiera los mismos cimientos de la base sociológica de Ōnindo. Todo lo que habían conocido desde su propio nacimiento era que los shinobi servían a los Daimyō y protegían a los civiles de su país. ¿A qué debían atenerse ahora?
Y lejos, muy lejos de allí, un Uchiha con un ojo ciego y con un águila como guardián, daba un discurso frente a los otros dos Kage. Un discurso sobre el falso derecho de los Daimyō a gobernar sólo por el mero hecho de haber nacido como tales, un discurso sobre la libertad del pueblo... ¿Qué hubiese pasado si Yui hubiese estado allí para escucharlo? Eso era algo que jamás sabrían.
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Yui avanzó hacia la puerta y le dio un empellón con decisión. Hōzuki Shanise, tras el escritorio, dio un pequeño brinco. Dejó cuidadosamente una pluma con la que escribía en un pergamino de aspecto oficial y puso las manos lentamente sobre la mesa. Se alzó.
—Yuyu... ¿qué...? —Reparó entonces en Ayame—. ¡Ayame! ¿Qué hacéis vosotras dos aquí...?
—Shani —pronunció Yui, con la voz rota. Las lágrimas comenzaron a caer—. Mi hermano ha muerto. No he podido hacer nada para...
Yui estalló a llorar. Shanise quedó blanca como la leche. Ayame jamás la había visto así: derrotada, cayendo de rodillas al suelo, tapándose la cara. El sombrero de Señora Feudal a medio calcinar se deslizó a un lado y cayó al suelo. Shanise saltó por encima de la mesa y se arrodilló junto a Yui, abrazándola.
Miró a Ayame. Tenía los ojos húmedos. Parecía asustada.
—Ayame... ¿qué ha pasado?
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(Última modificación: 24/07/2020, 19:36 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
Yui, seguida de cerca por Ayame, avanzó hacia la puerta entre largas zancadas y prácticamente la embistió para abrirla. Al otro lado se encontraron con una sobresaltada Shanise que, sentada tras el escritorio de ébano, tuvo que dejar a un lado la pluma con la que debía estar rellenando diversos pergaminos de aspecto oficial.
—Yuyu... ¿qué...? ¡Ayame! ¿Qué hacéis vosotras dos aquí...? —preguntó, alzándose en su asiento.
—Shani —pronunció Yui, y su voz sonó rota, quebrada. El trueno gimió, y a la electricidad le siguió la lluvia, que ahora corría libre por sus mejillas—. Mi hermano ha muerto. No he podido hacer nada para...
Y entonces, la coraza que había levantado se quebró en mil pedazos. Yui estalló en llantos y cayó al suelo de rodillas, tapándose la cara. Ayame hizo el amago de adelantarse, con la mano levantada como si quisiera apoyarla en el hombro de la anterior Arashikage, pero se quedó a mitad de camino. Jamás la había visto de aquella manera: tan vulnerable, tan... humana. Ni siquiera en aquel encuentro con Kokuō. Verla de aquella manera la impresionó de tal manera que se quedó congelada en el sitio.
Afortunadamente, Shanise sí actuó. Saltó por encima de la mesa, y se arrodilló junto a Yui para estrecharla entre sus brazos.
—Ayame... ¿qué ha pasado? —preguntó, devolviéndola a la realidad.
Y la kunoichi respiró hondo varias veces, tratando de poner en orden sus pensamientos.
—F... Fuimos atacados... En la final del torneo —balbuceó, con la voz quebrada. Tuvo que aclararse la garganta para tratar de infundir algo de firmeza a sus palabras. Pero era una firmeza que estaba lejos de sentir—. Dragón Rojo, y los Generales de Kurama. Al menos uno de ellos. Y... Yo... No sé muy bien lo que pasó, me emboscaron mientras estaba dentro del estadio y no pude ver lo que pasaba fuera... Pero, al parecer... —Ayame se humedeció los labios, dirigiendo una breve mirada a Yui—. Han... Han asesinado a los Daimyō...
Culminó, con un estremecimiento, pálida como la cera. A su mente acudían sin parar aquellos últimos momentos: el huracán, la explosión, el monstruoso trueno... Los había visto de lejos, pero los sintió como si hubiese estado en el corazón de los tres.
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—Y no solo a los Daimyo... —añadió Yui, entre los brazos de Shanise—. Han matado a decenas, cientos de personas. Civiles. Niños. Shinobi de las tres aldeas. Se abrieron paso como si nada, y no pudimos hacer nada. ¡Nada!
—No puedo creer que me estéis diciendo esto... —admitió Shanise, impotente—. Yuyu... lo siento...
Yui comenzó a sollozar. Era lo único que se escuchaba en el despacho. Nada más. Silencio y llantos.
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(Última modificación: 24/07/2020, 20:55 por Aotsuki Ayame.)
—Y no solo a los Daimyo... —añadió Yui, entre los brazos de Shanise—. Han matado a decenas, cientos de personas. Civiles. Niños. Shinobi de las tres aldeas. Se abrieron paso como si nada, y no pudimos hacer nada. ¡Nada!
Consternada ante la noticia, Ayame se tambaleó peligrosamente al escucharla. Cientos de vidas. Perdidas. Sin importar origen, edad, sexo... Cientos de inocentes cuyo único delito había sido querer asistir a la final de un torneo. Y entre todas esas vidas podían estar su padre, su hermano, la madre de Daruu, su hermana... De sólo imaginarlo, el corazón se le hundió en el pecho.
—No puedo creer que me estéis diciendo esto... —admitió Shanise, impotente—. Yuyu... lo siento...
Y Ayame, aislada de aquella burbuja, apretó los puños, impotente. Y mirando a Amekoro Yui se dio cuenta de algo: De eso era capaz Dragón Rojo, de coger a la persona más fuerte del mundo y destruirla enteramente, física y emocionalmente, hasta dejarla por los suelos.
«Y los monstruos son los bijū.» Resonó la voz de Kokuō en su cabeza.
Y Ayame apretó aún más las mandíbulas.
—Sean cuales sean sus planes, no se van a salir con la suya... —masculló entre dientes, temblando de la cabeza a los pies.
Ella también tenía ganas de desmoronarse y echarse a llorar como una chiquilla allí mismo, sus ojos húmedos lo atestiguaban. Pero la misma Amekoro Yui se lo había dicho minutos atrás.
—¡Vamos a encontrar a esos malnacidos!
Era la hora de los fuertes.
—¡Y LE CORTAREMOS UNA A UNA LAS CABEZAS A ESE DICHOSO DRAGÓN ROJO!
Sangre en sus manos. Tal era la rabia que sentía que se había apuñalado con sus propias uñas. Pero no sentía el dolor. Porque era su corazón el que se desgarraba al ver a su Arashikage de esa manera y al pensar en todas las vidas que se habían perdido en tan solo un instante.
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Cuando una auténtica Hija de la Tormenta terminó el contra todo pronóstico inspirador y potente discurso, un llanto comenzó y el otro cesó. Cesó el de Amekoro Yui, que quedó totalmente en silencio, recomponiéndose. Comenzó el de Amenokami, con el cielo tiñéndose de gris y rompiendo a llover segundos después. Era como si Aotsuki Ayame hubiese revivido la fe de Amenokami en sus retoños.
—Has crecido mucho, Ayame —dijo Shanise, que había alzado la mirada para dedicársela a ella. Se quitó la máscara y le devolvió una sonrisa con dientes afilados, pero amable. Distinta de la de Yui. Cálida. Una con la que Ayame se había identificado muchas veces.
—Eso es... Eso es, joder. —Yui se levantó, enjuagándose las lágrimas. Se dio la vuelta, y se lanzó hacia Ayame para darle un abrazo. Con todas sus fuerzas. Con lo que todo ello implicaba—. Gracias, Ayame —le susurró.
—Entonces... ¿ahora qué? ¿Te irás a Shinogi-to...? —dijo Shanise, con voz triste, desviando la mirada hacia una estantería llena de libros que no parecía nada interesante.
Curiosamente, el lomo del libro del fondo, un tomo viejo y bastante grueso, rezaba: Todo sobre el chakra natural.
Yui negó con la cabeza, y caminó con decisión hacia la parte de atrás del que había sido su despacho. Se quitó el sombrero de Señora Feudal, lo alzó en el aire y...
...se deshizo en agua.
—Declaro el fin de la monarquía feudal.
—¿¡Qué estás diciendo!?
—A partir de ahora, los shinobi y kunoichi del País de la Tormenta conducirán sus destinos con sus propias manos. Con esta declaración, establezco y ocupo un nuevo cargo, superior al de Kage, en la nueva capital del País: Amegakure. El de Arashi. Soy Amekoro Yui, la primera Tormenta de Amegakure.
Yui se dio la vuelta, y le dedicó a Shanise una sonrisa tan cálida que casi parecía de las que la jōnin dedicaba a Ayame. No, era más cálida. Impropia de ella.
»Cuando la Tormenta se apague, uno de sus Hijos de la Tormenta tomará su nombre. El más preparado. El líder. Y dicho líder eligirá de nuevo un futuro sucesor. Como Tormenta, necesito mi Sombra. Sé mi Arashikage, Hōzuki Shanise.
—Yui, yo... ¡Esto es muy precipitado, no voy a ser capaz de...!
La Tormenta se acercó a Shanise, clavó sus ojos eléctricos en ella y acarició su rostro. Gentilmente, depositó un breve beso en sus labios.
—Siempre estuviste más preparada que yo, cariño. Nunca podría haberlo hecho sin ti.
Se separó.
»Además, no voy a irme a ningún lado, ¿entiendes? ¡Solo que tú te comerás todos los marrones, JAJAJA —Ahí estaba. La Yui de siempre—. ¡Suerte con esa estirada de Kintsugi!
Shanise le dio un puñetazo en el hombro, apartándola, riéndose.
—Gilipollas.
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Un tenso silencio siguió a las palabras de Ayame. El despacho se oscureció paulatinamente cuando las nubes cubrieron el cielo y eclipsaron a aquel molesto sol, y, de un momento a otro, el susurro de un suave repiqueteo contra el cristal fue el anuncio del regreso de la lluvia. Amenokami había vuelto a ellos.
—Has crecido mucho, Ayame —dijo entonces Shanise, arrancándose la máscara del rostro. Le sonreía, afable, mostrándole aquellos dientes afilados que resultaban tan escalofriantes.
Pero Ayame sintió la calidez brotar en su pecho. No había palabras para describir la euforia que sintió en aquel momento, cuando vio que la mujer que más admiraba en el mundo la estaba reconociendo. La muchacha le devolvió la sonrisa con una inclinación de cabeza.
—Eso es... Eso es, joder. —Alimentada por las palabras de Ayame, Yui había regresado a su ser. La anterior Arashikage se reincorporó enjugándose las lágrimas, se dio la vuelta y se arrojó contra Ayame, que no pudo evitar sobresaltarse, preparada para salir huyendo. No podrían culparla, la última experiencia que había tenido ante un acercamiento así de Yui, había sido cuando quiso cortarle el cuello con sus espadas. Pero lo que hizo Yui la dejó paralizada en el sitio, literalmente hablando. La apresó entre sus brazos, abrazándola con fuerza. La fuerza de un oso constriñendo sus costillas—. Gracias, Ayame.
—¡Nnnnghh...! —Quiso responder, pero la presión en su caja torácica era demasiado fuerte y le impidió articular palabra alguna. Y, cuando Yui la liberó, Ayame perdió momentáneamente el equilibrio y pegó una sonora bocanada de aire, intentando recuperar el aliento.
—Entonces... ¿ahora qué? ¿Te irás a Shinogi-to...? —dijo Shanise entonces, alicaída.
Yui se volvió hacia ella y caminó con decisión hacia la parte posterior del despacho mientras se quitaba el sombrero de Daimyō de la cabeza. Entonces lo alzó en el aire y, ante la atónita mirada de las otras dos kunoichi, se deshizo súbitamente en agua.
«C... ¡¿Cómo ha hecho eso?!» Se preguntó Ayame, anonadada. Tenía más que conocida la capacidad de los Hōzuki para transformar su cuerpo en agua, ¿pero transformar objetos ajenos? ¡Jamás había visto algo así!
—Declaro el fin de la monarquía feudal —sentenció Amekoro Yui.
—¿¡Qué estás diciendo!? —exclamó una atónita Shanise.
Pero, y aunque no había esperado que hiciera algo así, a Ayame no le pilló tan de sorpresa. No después de su conversación en el ascensor.
—A partir de ahora, los shinobi y kunoichi del País de la Tormenta conducirán sus destinos con sus propias manos. Con esta declaración, establezco y ocupo un nuevo cargo, superior al de Kage, en la nueva capital del País: Amegakure. El de Arashi. Soy Amekoro Yui, la primera Tormenta de Amegakure —Yui se giró hacia Shanise, y le dedicó una sonrisa que Ayame jamás había visto en ella. No era una sonrisa irónica y afilada, como las que estaba acostumbrada a ver en ella, sino que estaba llena de calidez y de... amor—. Cuando la Tormenta se apague, uno de sus Hijos de la Tormenta tomará su nombre. El más preparado. El líder. Y dicho líder eligirá de nuevo un futuro sucesor. Como Tormenta, necesito mi Sombra. Sé mi Arashikage, Hōzuki Shanise.
—Yui, yo... ¡Esto es muy precipitado, no voy a ser capaz de...! —protestó Shanise.
Pero Yui se acercó aún más a ella, y clavó sus ojos eléctricos en los suyos. Acarició su rostro con suavidad y entonces, bajo la sorprendida mirada de Ayame, la besó con ternura en los labios.
—Siempre estuviste más preparada que yo, cariño. Nunca podría haberlo hecho sin ti.
«¡De verdad estaban juntas!» Ayame ya lo había sospechado muchas veces. La complicidad que existía entre Yui y Shanise siempre había ido más allá que la simple diligencia entre un líder y su mano derecha.
—Además, no voy a irme a ningún lado, ¿entiendes? ¡Solo que tú te comerás todos los marrones, JAJAJA —Se carcajeó. Volvía a ser la Yui de siempre—. [sub=cornflowerblue]¡Suerte con esa estirada de Kintsugi!
—Gilipollas —replicó Shanise, asestándole un puñetazo amistoso en el hombro.
Ayame, por su parte, clavó una rodilla en el suelo y bajó la cabeza, profundamente conmovida y enorgullecida. Estaba ante un momento histórico, había sido la primera testigo del fin de la monarquía feudal, del surgimiento de los Arashi como sus sustitutos y del resurgimiento de la nueva Arashikage de Amegakure.
—Arashi, eh... -dono —titubeó, con cierta torpeza—; Arashikage-sama —Se había acabado el "Shanise-senpai"—. Yo, Aotsuki Ayame, juro serviros con absoluta lealtad como kunoichi. Y que viva Amegakure.
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—Llámame Yui, Ayame —dijo la Tormenta—. No hay nadie más que tú que se haya ganado tanto tratarme de tú a tú. ¡Somos compañeras, coño! ¡Que viva Amegakure! —exclamó, alzando un puño al cielo—. Dejadme disfrutar de mi retiro como Kage un momento. Quiero... quiero ver mi aldea. Mi hogar.
Shanise le dedicó una informal reverencia. Yui se alejó hacia el ventanal, lo abrió y caminó por la garganta de aquél oni que adornaba el piso superior del edificio, y que hacía las veces de balcón. Se apoyó en la barandilla, y en silencio...
...siguió lamentando la muerte de su hermano.
La nueva Arashikage se acercó a Ayame y posó su mano en su hombro.
—Ayame, tú también puedes llamarme por mi nombre. Tienes mi total confianza —le aseguró—. Has dicho que juras servirme con lealtad. Bien. Quiero que seas la más leal de mis compañeras, Ayame.
»Sé mi mano derecha. Como yo lo he sido todos estos años.
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—Llámame Yui, Ayame —respondió la Tormenta.
—P... Pero... —objetó Ayame.
Lo que le estaba pidiendo Yui era un sacrilegio para ella. Aquella mujer había sido la líder de Amegakure desde su mismo nacimiento, una figura a respetar y tener al mismo tiempo. Y ahora había escalado aún más en el escalafón, se había situado al mismo nivel que un Daimyō y había creado un nuevo rango para ella misma. ¿Cómo iba a llamarla por su nombre como si fueran... amigas de toda la vida?
—No hay nadie más que tú que se haya ganado tanto tratarme de tú a tú. ¡Somos compañeras, coño! ¡Que viva Amegakure! —exclamó, alzando un puño al cielo—. Dejadme disfrutar de mi retiro como Kage un momento. Quiero... quiero ver mi aldea. Mi hogar.
Yui se retiró hacia el enorme ventanal que daba al resto de la villa, y tanto Shanise como Ayame la dejaron marchar tras una breve inclinación de cabeza. Iba a necesitar un tiempo a solas para asimilar su pérdida.
Mientras tanto, Shanise se acercó a Ayame y le apoyó la mano en el hombro.
—Ayame, tú también puedes llamarme por mi nombre. Tienes mi total confianza.
—Bueno, lo intentaré... —sonrió, nerviosa. Si se lo pedía Shanise le resultaba más fácil que con Yui, siempre se había sentido más familiarizada con ella, pero habiendo ascendido a Arashikage...
—Has dicho que juras servirme con lealtad —añadió—. Bien. Quiero que seas la más leal de mis compañeras, Ayame. Sé mi mano derecha. Como yo lo he sido todos estos años.
La inesperada petición cayó como una sartén sobre su cabeza. Shanise, la nueva Arashikage, le estaba pidiendo que fuera su mano derecha, como ella había sido la de Amekoro Yui.
Su mano derecha.
La mano derecha de la Arashikage.
Ella.
Aotsuki Ayame.
Aturdida como se había quedado, necesitó de algunos segundos para terminar de asimilar lo que Shanise le estaba ofreciendo. Y aún así seguía sin creérselo. Pero un extraño hormigueo comenzó a aletear en su pecho. Un extraño hormigueo que le hacía querer gritar, reír y llorar al mismo tiempo.
—Y... ¿Yo? —preguntó, sintiéndose estúpida—. Por Amenokami esto es... ¡Es un honor para mí! Pero... ¿Pero está... estás segura de ello? Hay... Hay candidatos mucho mejores que yo para ese puesto... —su hermano o su padre—. Más fuertes... —Daruu—. Más... Más...
De hecho, si se ponía a pensarlo, ella era de los peores candidatos que podría haber escogido: había repetido el examen de genin, se había metido en mil y un líos con Yui y seguramente debía de ser una de las kunoichi de la aldea que más veces había pasado por el calabozo, había fallado el examen de chūnin, les había ocultado información de importancia con relación a Kokuō. Por fallarles, les había fallado hasta como Guardián.
Los ojos se le llenaron de lágrimas al pensar en todo aquello.
Entonces, ¿por qué ella?
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