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Otoño-Invierno de 221

Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
#1
El viento arreciaba, gélido como el aliento de la muerte. Y al oeste del país de la Tormenta, junto a la costa, Coladragón se había convertido en una de sus víctimas. El modesto pueblecito de pescadores se había visto sacudido por una lluvia que, moldeada por la mano inclemente del invierno, se convertía en chuzos de hielo que arremetía contra cualquier imprudente que hubiese decidido desafiar a la tormenta. Esa mañana no estaban abiertos los puestecitos de compras. Ese día ni siquiera se veían los picos escarpados del Cabo del Dragón. Ese día, Amenokami estaba especialmente furioso.

Y una de aquellas ingenuas víctimas era, precisamente, una muchacha menuda que avanzaba a trompicones, con la ventisca sacudiendo sus cabellos de ébano y protegiéndose como podía del granizo con los brazos cruzados frente a su cuerpo congelado. Adónde se dirigía era una pregunta que ni siquiera ella sabría responder. Sólo buscaba un refugio donde cobijarse hasta que la tormenta se relajara un poco, aunque nada parecía indicar que fuera hacerlo pronto. Con los ojos apenas entreabiertos, buscaba desesperadamente un lugar que conocía bien, de un tiempo que se le antojaba realmente lejano.

«Ah... menos mal...» Suspiró, llena de alivio, al ver cerca del puerto el restaurante de dos plantas y inconfundible cartel adornado con caballitos de mar, conchas, y un alegre cangrejo que anunciaba el nombre del local: "Posada Bajo el Mar".

Ayame hizo acopio de las fuerzas que le quedaban para acelerar el paso y terminó entrando casi de golpe. Empapada de los pies a la cabeza y tiritando de pura hipotermia, la kunoichi se vio reconfortada por el calor que manaba directamente de un fuego que había encendido en una chimenea.

¡Oh, mi pobre muchacha! ¿Pero qué hacías bajo esta tormenta ahí fuera? —Quien la recibió fue precisamente Kaniseba, el camarero de piel bronceada y cabellos de fuego, que se acercó a toda prisa con varias toallas entre los brazos.

Gracias, Kaniseba-san... —sonrió ella, tomando una de las toallas para escurrirse el cabello todo lo que pudo—. Lo siento, te voy a empapar el sitio, pero no se me ocurría dónde ir.

¡Oh, no te preocupes por eso, niña! Sabes que tienes tu habitación aquí, enseguida le pediré a Ari que prepare un buen baño caliente de burbujas.

N... ¡No hace falta! Puedo encargarme yo...

¡No se hable más! —insistió, y por su tono de voz estaba claro que no iba a admitir ninguna protesta más, así que Ayame no le quedó otra que suspirar y agradecerle con una inclinación de cabeza.

Entonces permíteme que abuse de vuestra hospitalidad, y ponme uno de esos platos vuestros tan buenos —sonrió, adentrándose en el salón. En aquella ocasión no se dirigió a su mesa favorita, junto al ventanal, sino que se acercó a la chimenea para secarse y entrar el calor—. Por cierto, Kamiseba, conseguí arreglar el asuntillo. Esos pezqueñines no volverán a molestaros.

¡Oh, no sabes lo que me alegra oírlo! ¡No lo sabes bien! La Banda de Moramora nos tenía prácticamente ahogados, ¡ya te lo digo! ¡Hirame, doble ración para nuestra amiga!
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#2
No muy lejos, a unas cuantas leguas de profundidad en altamar, un hombre azul, muy azul, veía con nostalgia el poderío de la mismísima Tormenta que azotaba su barco sin ninguna contemplación. El armatoste se movía de un lado a otro, recibiendo golpetazos de enormes olas, y siendo bañado de forma inclemente desde su proa a babor, con el llanto de Amenokami. Él, no obstante, sonreía complacido, como si estuviera feliz de estar de vuelta. Feliz de volver a lo que alguna vez fue su hogar. ¿Cuánto llevaba fuera? ¿casi un año, tal vez? sí, mucho tiempo. Y mucho había pasado desde entonces, también.

La puerta de su camarote —el que alguna vez fue ocupado por Hozuki Shaneji—. se abrió de pronto, y el chubasco de un marinero llamó de pronto su atención.

¡Kaido-sama, Kaido-sama! el oteador ha visto tierra. ¡Llegaremos a Coladragón en una hora aproximadamente, si el inclemente clima no nos raja las velas antes, claro!

—Bien, mi buen marinero, bien. Avísale a la tripulación que pongan todo a punto para atracar en puerto. Ah, y hazles saber que Umikiba Kaido se ha quedado en el País del Agua. Durante nuestra estadía en ColadragónKincho estará a cargo. ¿Está bien?

¡Entendido, Ka... Kincho-sama! —y acto seguido, despareció por donde había entrado.

. . .

Baratie era un barco sumamente grande. Esplendoroso. Una infraestructura digna para vivir en el mar. ¿Creéis que aquella tormenta le había hecho aunque fuese una abolladura? ¡nada que ver! Baratie aguantaba eso y más! no por nada había estado navegando los mares de Oonindo desde tiempos inmemorables. De Taikarune a Kasukami. De Kasukami a Hibakari. De Hibakari a los puertos en las costas de Kaminari, una y otra vez, una y otra vez.

El portentoso barco-restaurant atracó en el puerto de Coladragón y la docena de tripulantes se empeñaron en hacer lo propio con el ancla, preparar la tabla de descenso y ajustar las velas y las cuerdas para asegurar el balance de la barcaza de dos pisos. Su capitán, Saboten Kincho, apuró los tiempos para abandonar la nave y tratar de encontrar refugio de los vientos huracanados, además de un lugar caliente y acogedor donde poder alimentar a su cansada tripulación, que venía ocupándose de Baratie desde las costas del este.

. . .

De pronto, una bandada de siete marineros y del líder de la expedición hicieron acto de presencia en la Posada Bajo el Mar. Siete hombres fortachones, de aspectos tan distintos el uno del otro, siempre por detrás del jefe. Y el jefe era un hombre... bastante simplón. Alto, eso sí. Alto y delgaducho, aunque con ojos perfilados y filosos. De boca y labios pequeños, orejas con pendientes, y una barba rala de tres días. Tenía los ojos verdes, y aunque por lo general tenía la cabeza perturbada por un turbante, ahora su cabello marrón y puntiagudo como las espinas de un cáctus soltaban numerosas gotas de agua, que no tardaron en juntarse con el chubasco que trajeron consigo el resto de hombres.
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#3
Refugiándose en el abrigo del calor del fuego, Ayame se permitió el lujo de cerrar momentáneamente los ojos para regocijarse en aquel abrazo. Ya había dejado de tiritar, pero aún estaba empapada de los pies a la cabeza como si le hubiesen tirado un cubo de agua por encima de la cabeza.

«Debería hacer más caso a papá y llevar un paraguas conmigo...» Pensó, pero enseguida rechazó la idea. Ella era El Agua, y, como tal, el agua no podía molestarla. El frío ya era otra cosa.

Pero tuvo demasiado tiempo para disfrutar del momento. La puerta volvió a abrirse de repente, y una tropa de varias personas entró en el local. Ayame entreabrió un ojo al escuchar el jaleo y les echó una ojeada. Una, dos, tres... hasta ocho personas llegó a contar. Todos ellos parecían marineros, pero el que iba al frente de todos ellos no parecía desde luego un capitán. Era alto, espigado y con ojos afilados. Nada en él resaltaba, ni siquiera el pendiente de su oreja o su barba rala. Era un hombre común y corriente; y, durante un instante, Ayame llegó a preguntarse si no se trataría en realidad de un acompañante de aquellos fornidos marineros.

«Sea como sea, no es de mi incumbencia.» Suspiró, apartando la mirada para seguir esperando su plato.

Mientras tanto, Kamiseba se había acercado inmediatamente al grupo con su esplendorosa sonrisa dibujada de oreja a oreja.

¡Buenas tardes, mis señores! ¡Hoy Amenokami se ha levantado con el pie izquierdo! ¿Verdad? ¿Qué va a ser, mesa para ocho?
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#4
Cuando Ayame apartó la mirada de aquella escandalosa bandada de marineros, oyó algo muy curioso. Vino de aquél hombre insípido y delgaducho. Su voz, por alguna razón quizás aún desconocida para ella, le resultó un tanto... familiar. Era una voz rasposa, gutural, profunda.

—Hoy está indudablemente encabronado, de eso no hay duda, mi buen camarero. ¡Pero cuando Amenokami está furioso, hay que celebrarlo! póngale pan y cerveza a mis fieles marineros. Se lo merecen después de tres días sin tocar tierra — Shirosame Kincho se movió hasta una mesa cercana y tomó asiento, despotricando su flacuchento trasero en el tablón de madera y despotricando sus pies en la mesa—. pasaremos aquí la tormenta, hasta que podamos volver a nuestro barco y terminar nuestros asuntos en Coladragón —el hombre echó un manojo de billetes a la mesa, para cubrir los gastos—. a mí tráeme un caldo.

Luego, Kincho echó un vistazo a su alrededor y...

... la vio. A ella.

Sus ojos esmeralda se quedaron fijos como los de una efigie sobre la joven comensal.
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#5
Fue entonces cuando lo escuchó hablar. Con aquella voz rasposa y afilada que congeló la sangre en sus venas y la paralizó en el sitio. Aquella voz... ¡Aquella voz! Hacía meses que no la escuchaba, pero su sonido la hizo volar lejos, muy lejos, hasta el País del Fuego. Hasta Tanzaku Gai.

Hoy está indudablemente encabronado, de eso no hay duda, mi buen camarero. ¡Pero cuando Amenokami está furioso, hay que celebrarlo! póngale pan y cerveza a mis fieles marineros. Se lo merecen después de tres días sin tocar tierra.

¡Por supuesto, por supuesto! Enseguida nos ocuparemos de ello. Siéntanse libres de tomar asiento y calentarse junto a la chimenea mientras tanto.

«Pero no puede ser... ¡Pero no puede ser! ¡No tiene ningún sentido!» Trataba de convencerse Ayame, con el corazón palpitándole en las orejas con la fuerza de un tambor. Pero sus oídos nunca la engañaban... ¿no?

Por el rabillo del ojo, y con todo el disimulo que fue capaz de reunir, vio como el hombre con la voz de Umikiba Kaido se movía hasta una mesa cercana, acompañado de sus siete hombres. Entonces se dejó caer con fuerza sobre el asiento y, con toda la cara dura del mundo, estampó sus pies en la mesa ante la irritada mirada de Kamiseba, que contemplaba horrorizado los modales de su invitado.

Pasaremos aquí la tormenta, hasta que podamos volver a nuestro barco y terminar nuestros asuntos en Coladragón —siguió hablando, mientras dejaba un fajo de billetes sobre la mesa—. A mí tráeme un caldo.

¡Marchando! ¡Siete de cerveza y pan y una de caldo para los caballeros, Hirame!

O... ¡Oído cocina! —clamó un apurado cocinero, tras la puerta que conducía a los fogones.

Fue entonces cuando sus ojos se encontraron, los esmeraldas de él con los castaños de ella. El tiempo pareció detenerse, incluso la tormenta pareció pausarse durante unos breves segundos. El silencio inundó los oídos de la muchacha, que contenía la respiración como si acabara de sumergirse en el océano.

¡Aquí tienes, Ayame-chan! —Fue la voz de la camarera, dejando el plato sobre la mesa, la que la devolvió de nuevo a la superficie. Era una joven de cabellos largos y rojos como el fuego, ojos grandes y verdes como esmeraldas e iba vestida con una camiseta púrpura anudada sobre el ombligo y unos pantalones verdes ceñidos a sus piernas.

Muchas gracias, Ari —se obligó a sonreír, concentrándose en su plato de pescaditos fritos con patatas. Tal y como había prometido Kamiseba, parecía que le habían puesto más cantidad de la que cabía contemplar en un plato así—. ¡Pero si no voy a poder con todo esto!

Órdenes del jefe —respondió ella, guiñándole el ojo—. Es su manera de darte las gracias, ya lo sabes.

Ayame sonrió con suavidad.
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#6
Kincho mantuvo su mirada indómita sobre la muchacha, cuya reacción delataba el hecho de que, quizás, sólo quizás, su instinto estaba acertado ese día. Pero era difícil saberlo, muy difícil. Oonindo es un continente muy grande, habitada por cientos y cientos de personas. Así como algunos pueden lucir muy similares a alguien que pueda vivir a cientos de kilómetros de él —como lo cuenta el curioso mito de los Doppelgänger—. ¿por qué no podía ser igual con la voz?

Ah, pero esa voz en particular sí que crispaba los nervios. Sobre todo a ella. ¿Estaría en lo correcto? ¿sus sentidos enormemente desarrollados le estarían contando la verdad, o...?

Nunca iba a saberlo si no lo averiguaba. Porque, ante sus ojos, Kincho era Kincho. No había nada allí que indicase que el hombre estuviera robando una identidad, porque si se trataba de una transformación, éstas por lo general tenían siempre sus flaquezas, fácilmente detectables ante una percepción tan avanzada como la de Ayame.

—Y bueno, ¿estáis fermentando la cerveza o qué coño?
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#7
Y bueno, ¿estáis fermentando la cerveza o qué coño?

Ayame volvió a sobresaltarse sin poder evitarlo. Aquella voz... ¡Aquella voz! Si es que, si cerraba los ojos y seguía escuchándole, veía el rostro azulado del shinobi-escualo en aquel hombrecillo insulso. ¡Pero no podía ser! ¿Cómo podía ser? Si lo era, desde luego tenía que ser bajo los efectos de la Técnica de Transformación, pero Ayame no veía ningún resquicio, nada que le indicara que la figura que veía era una falsa.

«Aunque si de verdad es él y se ha transformado en una persona que no conozco...» Meditaba, llevándose una patata a la boca. Pero entonces sacudió la cabeza. «¡Deja de pensar tonterías! ¿Cómo va a ser él? ¿Cómo se va a presentar en el País de la Tormenta así sin más?»

Enseguida, caballeros, un poco de paciencia por favor —Ari forzó una sonrisa servicial, antes de dirigirise a la cocina y dejando a Ayame sumergida en sus pensamientos.

Su corazón latía con fuerza cada vez que le escuchaba hablar. Y su instinto y su curiosidad la empujaban a ir más allá. Pero estaba acompañado de varios hombres más... ¿Y si eran el resto del grupo de Dragón Rojo? También podía darse el caso de que se estuviese equivocando, y podría meterse en un buen lío con ocho hombres.

Pero...

Ari regresó entonces cargando con una enorme bandeja con siete cervezas y un plato realmente humeante rebosante de caldo. La camarera comenzó a dejar las cervezas frente a los sedientos marineros y cuando se acercó a servir el humeante caldo a Kincho...

¡¡PLAFF!!

Ayame había chocado con Ari, y a la camarera se le escurrió el plato de entre las manos, que terminó por derramarse sobre la cabeza y el pecho del marinero. La fuente terminó estrellándose contra el suelo, haciendo resonar el tintineo de los vidrios rotos contra los impecables azulejos... Impecables... Hasta ahora.

¡Ah! ¡Lo siento, lo siento, lo siento!
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#8
Paciencia.

Si de algo carecía Kaido, era de paciencia. Pero Kaido no estaba al mando ese día, tal y como se lo había hecho saber a todos sus marineros, incluyendo los que aún permanecían cuidando de Baratie. Kincho, en cambio, un hombre acostumbrado a largas horas de vigilia en una cárcel extranjera, debía tener mucha. Y por lo general así lo demostraba el escualo cuando usaba aquél disfraz, el único recolectado hasta ahora con su habilidad para moldear su agua interior. No hay paciencia que valga, sin embargo, cuando una taza de calco caliente te cae encima. El hombre se echó hacia atrás cuando se vio venir el tropezón y cayó de culo, llevándose mesa consigo junto a los vasos y aderezos, todo junto. Un grito fúrico de dolor abandonó su garganta, obligándose a quitarse las prendas empapadas en el hervido que le hacía daño al contacto con su piel.

—¡Maldita mocosa atolondrada! ¡¿qué no ves por donde caminas, estúpida?!

Ninguno de los cabos se atrevió a reír, por extraño que pudiera parecer. Visto lo visto, aquél flacuchento debía imponer suficiente respeto en aquellos hombres de mar para que, ante semejante desgracia, ninguno de ellos se esmerase a burlarse de su capitán.

Los ojos desorbitados de Kincho se paseaban por su torso ahora desnudo, herido de quemaduras. Parte de su cuello también se empezaba a poner rojo.

—¡Traed agua fría y hielo, joder!
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#9
Todo se fue de las manos tan rápido que apenas dio tiempo a asimilarlo.

Ayame no había pretendido volcarle el caldo encima al desconocido; de hecho, ni siquiera quería haber chocado con Ari. Su intención había sido la de hacerlo contra el hombre, provocarle una sorpresa lo suficientemente impactante como para desbaratar lo que ella creía que era una Técnica de Transformación. Pero no hubo ni estallido de humo, ni transformación alguna que desbaratar. En su lugar, gritos de dolor, de alarma, de sorpresa, de socorro. El pobre hombre se echó hacia atrás en un gesto desesperado por salvarse del fuego del infierno, cayendo al suelo de culo, y llevándose consigo parte de la mesa, los vasos, los cubiertos y los platos. Se quitó la ropa ardiendo entre violentos aspavientos.

¡Maldita mocosa atolondrada! ¡¿qué no ves por donde caminas, estúpida?!

Y Ayame, que se había quedado congelada en el sitio del más absoluto horror, se le subió el sonrojo hasta las orejas, muerta de la más absoluta vergüenza.

¡Traed agua fría y hielo, joder! —Seguía gritando.

Con aquella voz que le pertenecía a otra persona.

¡Enseguida! —exclamó Ari, que echó a correr en dirección a las cocinas entre gritos y órdenes.

Pero Ayame no esperó al regreso de Ari, en su lugar se abalanzó prácticamente sobre el hombre herido, y tras entrelazar las manos en tres sellos, moldeó el chakra desde su pecho y exhaló un débil chorrito de agua, un Mizurappa falto de cualquier tipo de potencia y presión, sobre su pecho para calmar las quemaduras.

¡Kamiseba, trae agua y ropa seca y limpia, por favor! —clamó, antes de volverse hacia su pobre víctima—. Lo siento... lo siento muchísimo... Yo... No sé qué decir... —balbuceaba, con la cabeza gacha.

¿Pero en qué estaba pensando? En que aquel desconocido podría tratarse de su viejo amigo... ¿Cómo se le había podido ocurrir? Pensando que quizás se trataba de una mera transformación... ¿Es que se había vuelto loca? Pero aquella voz... ¡Esa voz era la de Kaido, estaba segura!

Por favor, déjeme invitarle... Como compensación.
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#10
El pobre muchacho se arrastró hasta una silla cercana que no se hubiese llevado consigo al suelo y trató de sentarse en ella como pudo, mientras arremolinaba las cejas y contraía la nariz en muecas de verdadero sufrimiento y dolor. Visto lo visto, aquél hombre no estaba fingiendo ni su apariencia, ni las secuelas de una sopa hirviendo cayendo directo a su pecho.

Alzó la vista, y un par de ojos iracundos, de color perlado, se postró sobre la niña.

«Joder. ¡Joder! ¡por qué tenías que estar tú aquí, ahora!» —soltó para sus adentros, tratando de mantener la compostura. Si rompía su actuación, quizás sí le fuera a descubrir. La pregunta era: ¿qué tan bien le conocía Ayame? ... ¿qué tan ... bien?

—¿Ah, sí? ¿me invitarás a mí? ¿y a toda mi tripulación?

¡AÚ, AÚ, AÚ —gritaron tras él en coro.
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#11
El pobre hombre se arrastró hasta la silla más cercana y se sentó con serias dificultades en ella. Su gesto, permanentemente contraído a causa del dolor, terminó por alzar la mirada hacia la preocupada kunoichi, y sus ojos volvieron a encontrarse. Los de él, perlados e iracundos.

Tan iracundos como los de una bestia marina. Un peligroso tiburón bajo el escondite de un inofensivo cetáceo.

«No... No un tiburón. Un dragón. Un dragón rojo.» Se recordó, con el corazón palpitante en un puño. ¿De verdad no lo estaba imaginando? Todos sus sentidos le estaban enviando señales luminosas, pero no encontraba la manera de descifrarlas...

¿Ah, sí? ¿me invitarás a mí? ¿y a toda mi tripulación? —rebatió.

Y el resto de hombres, tras él, coreó y golpeó el suelo como un ejército antiguo, poderoso... y salvaje:

¡AÚ, AÚ, AÚ

Ayame los recorrió con la mirada lentamente, calculadora y pensativa, y al final sus ojos terminaron por clavarse de nuevo en los de él.

Lo siento... pero no creo que tenga el suficiente dinero para invitar a todos tus amigos, primo —dejó caer, como de casualidad.
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#12
Primo, primo, primo, primo....

Por un momento, Kincho se sintió... extraño. Muy extraño. ¿Qué había sido esa punzada nostálgica que le martilló allí en lo más profundo de su pecho? ¿por qué de pronto se vio embargado por una súbita tristeza que fulguraba llena de recuerdos? buenos recuerdos. Buenos momentos. Creía no haber tenido de esos nunca, no al menos alguno que fuera real. Él no tenía amigos. No tenía a una prima en su antiguo hogar. No, todos ellos complotaban con Amekoro Yui para atarle y dominarle como un jodido chucho.

El sonido de espadas batiéndose en esgrima le atizaba los oídos. Eran sus recuerdos, enfrentando en un combate a muerte con las corrientes opresivas del Bautizo del Dragón. Reduciendo a la nada los conatos de... rebeldía. Enterrando más aún un pasado que pondría en peligro la fidelidad del objetivo hacia Dragón Rojo.

Oh, pero el Dragón estaba preocupado. Venía siendo concurrente, eso, de que Umikiba Kaido empezase a cuestionarse algunas cosas.

—Pst. Estás como una cabra, muchacha. ¿A quién cojones llamas primo tú? —la miró con suspicacia durante unos segundos y por un momento, apenas perceptible, sonrió—. en fin, que te den. Me cansé de esperar.[/color]

Kincho-sama se levantó y tiró la silla, iracundo. Hizo un gesto con la mano y sus hombres se levantaron para seguir su paso hacia el exterior. Lo cierto es que él y su tripulación tenían asuntos muy importantes de los qué ocuparse en Coladragón, y no iba a perder el tiempo en el jueguito de Ayame, que los mismísimos Dioses la habían puesto irónicamente ahí, justo cuando él decidía volver a las tierras de la Tormenta. Tan sólo esperaba que su disfraz permanente hubiese sido un elemento disuasorio lo suficientemente creíble para que no viniese a tocar los cojones mientras él se ocupaba de lo suyo.

Porque, con lo histérica que se solía poner Ayame con las drogas, seguro que si veía el cargamento de Omoide que iba a cagar clandestinamente en su barco, se la iba a liar parda.

Kincho abandonó el local y se fue caminando junto a su gente hacia un barrio lejano, en los rincones más profundos de aquél puerto costero.
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#13
Fueron apenas unos segundos, pero parecieron durar horas. Él se mantuvo en absoluto silencio, mientras ella aguardaba expectante, buceando en sus ojos, tratando de ver más allá. Tratando de ver un mínimo resquicio que hubiesen causado sus palabras, una sacudida, algún tipo de expresión, algo... Pero no lo encontró.

Pst. Estás como una cabra, muchacha. ¿A quién cojones llamas primo tú? —le soltó, y Ayame se apartó de él como si le hubiese dado calambre—. En fin, que te den. Me cansé de esperar.

Ella no respondió. Con la cabeza agachada, las mejillas encendidas y los ojos inundados de lágrimas, aguardó en silencio mientras el capitán se levantaba tirando la silla en un gesto lleno de ira. Y sus hombres le siguieron, obedientes.

¿Qué? ¿Ya se marchan? —preguntó un consternado Kamiseba, pero sin atreverse a cortarles el paso.

Los marineros atravesaron la puerta. Afortunadamente la tormenta parecía haber amainado y, aunque seguía lloviendo y tronando allí fuera, sin duda ya no era la tormenta que amenazaba con arrancarlos del suelo y ahogarlos.

Ayame, con la cabeza aún gacha, echó a andar hacia el piso superior.

Lo siento, Kamiseba-san, te he echo perder clientes —murmuró al pasar al lado del balbuceante tabernero.

Subió los escalones de madera y se metió en la habitación que le habían proporcionado durante todos aquellos días. Todas sus pertenencias seguían allí. Algunas prendas de ropa tiradas de cualquiera manera y descuidada en las sillas o en la cama, pero a ella no parecía preocuparle demasiado. De hecho, seguía dándole vueltas a la cabeza. Ella no era así, ¿por qué seguía insistiendo?

«Debería desistir, Señorita.»

«Pero era su voz... ¡Era su voz, lo sé!» Exclamó para sí, mientras rebuscaba en el armario una gruesa túnica de color gris que se caló por encima de los hombros, cuidándose de ocultar la cabeza también tras la capucha.

Ayame pudo escuchar el suspiro de Kokuō dentro de ella.

«Las Técnicas de Transformación se desvanecen ante los sobresaltos. Le ha tirado un cazo de caldo hirviendo, ¿qué más sobresaltos necesita como prueba?»

«Necesito... Necesito asegurarme... Sólo una vez más...» Respondió Ayame, abriendo la ventana y apoyando el pie en el marco.

«Se da cuenta de que es así como se mete siempre en líos, ¿verdad?»

«Lo sé.» Asintió, antes de decidirse a saltar y extender sus alas de agua detrás de ella.

Ayame voló todo lo alto que fue capaz, con sus ojos clavados en tierra. Buscaría al pelotón de marineros y los seguiría desde el aire, a buena distancia para evitar que la vieran.



¤ Hikōgo no Jutsu
¤ Técnica del Pez Volador
- Tipo: Apoyo
- Rango: A
- Requisitos:
  • Hōzuki 60
  • Suika no Jutsu
- Gastos: 30 CK (impide regeneración de chakra)
- Daños: -
- Efectos adicionales:
  • Permite al usuario volar
  • Las alas tienen una resistencia de 20 PV
- Sellos: Pájaro
- Velocidad: Muy rápida (formación)
- Alcance y dimensiones: Las alas tienen una envergadura total de cuatro metros
Usando la técnica del Suika no Jutsu como base, el usuario multiplica el agua del interior de su cuerpo con ayuda del chakra y la expulsa a través del centro de su espalda. El agua no llega a desprenderse de su cuerpo, sino que se divide y toma direcciones opuestas, formando tras la kunoichi dos alas constituidas enteramente por este líquido que parecen brillar con cristales de lapislázuli y que le permite volar con casi total libertad hasta un máximo de 10 metros de altura.

La velocidad de desplazamiento y los movimientos que pueda realizar en el aire dependerán de la Poder y la Inteligencia del usuario (que sustituirán a los correspondientes atributos de Agilidad y Destreza para cuestiones como acrobacias). Sin embargo, dado que el usuario está utilizando la técnica de la hidratación como base, las alas se desharían de inmediato si llegase a recibir un ataque que le obligara a convertir todo su cuerpo en su forma líquida o si fueran estas las que sufrieran un daño superior a 20 PV, de manera que el usuario debería volver a pagar el coste energético si deseara volver a formarlas.

«Las aves no son las únicas que son capaces de surcar los cielos. ¿Acaso no has oído hablar de los peces voladores?» —Aotsuki Ayame.
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#14
Inconsciente de que un hada de mar sobrevolaba los cielos nublados de Coladragón, siguiéndoles el rastro, el contingente de Dragón Rojo avanzó a cuestas por la ciudad, levantando aquí y allá la suspicaz mirada de los lugareños. Algunos ya conocían a alguno de los navegantes, y otros, también, tenían conocimiento acerca de los rumores que envolvían a los hombres que atracaban en el puerto sobre aquél barco gigante que hacía la de restaurante en algunas ocasiones. Mucho se decía de ellos, pero nada concreto. Sólo que tenían muchos negocios con un lugarteniente de la ciudad y que sus tratos envolvían decenas y decenas de cajas con mercancía. Lo que ellas contenían, era un misterio.

Kincho se detuvo en un callejón que daba a una muerta metálica que daba al interior de un inmenso galpón cuyo techo cubierto por enormes placas de zinc tronaban al ritmo de las inclementes gotas de lluvia que caían sobre ellas. El hombre, oriundo del País del Viento, tocó tres veces a un ritmo poco característico y que correspondía probablemente a un llamado clave. Un minuto después, un viejo huraño, calvo y con bigote, abrió la puerta. Intercambiaron un par de palabras ininteligibles y posteriormente dejó entrar a todos, menos a dos que se quedaron afuera de la puerta, apenas cubiertos por un pequeño peldaño que les protegía de la lluvia.

Sus órdenes: cuidar la puerta de fisgones.
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#15
Ayame siguió al grupo desde las alturas, de la forma más sigilosa que fue capaz y menteniendo siempre las distancias para minimizar cualquier probabilidad de que la descubrieran. Avanzaron por la ciudad de Coladragón como si fueran los amos del cotarro. Y a la kunoichi no se le escapó el detalle de las miradas de los ciudadanos que levantaban a su paso.

«No son unos simples marineros...» Meditó para sí. «Unos simples mercaderes o pescadores no levantarían esas miradas... Puede que sean famosos aquí, que muevan mucho dinero, o...»

Se detuvieron al fin frente a un edificio grande de una sola planta, recubierto entero de metal y zinc. Ayame se refugió en lo alto del edificio contiguo, mientras observaba cuidadosamente. El supuesto capitán del grupo se adelantó y se plantó frente a un portón metálico: Toc, toc, toc. Tres fueron los golpes dados, tres golpes que resonaron con un ritmo característico que denotaba una contraseña para acceder a su interior. Ayame lo memorizó para sí. Solo por si acaso. Fue un hombre calvo y con bigote el que les abrió la entrada y les cedió el paso. A todos, menos a dos hombres que se quedaron vigilando la entrada.

Ayame chasqueó la lengua para sí. La misión de investigación se dificultaba. Con el vuelo silencioso de un búho, la kunoichi batió las alas y sobrevoló lo alto del edificio. Buscaba una ventana por la que pudiera espiar, o quizás una hendidura o un resquicio entre las placas metálicas que componían el edificio. Cualquier mínimo resquicio por el que pudiera colarse.
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