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Llovía a cántaros, como de costumbre. Aunque ésta era una noche pantanosa, húmeda, de aquellas que incluso un amejin de pura cepa no olvidaría en mucho tiempo. Kaido tampoco lo haría, desde luego. Y pronto os enteraréis del por qué, tiempo al tiempo.
Daban las ocho de la noche, minutos más minutos menos. El cielo temblaba con cada centella y las pequeñas bombillas que iluminaban aquella tétrica habitación de cuando en cuando tiritaban con cada falla proveniente de alguna de las plantas hidroeléctricas de la adelantada Amegakure. Entre la oscuridad y la luz tenue de un foco de racionamiento se encontraba Kaido, apoyado a una pared mohosa con semblante dubitativo. Los ojos entrecerrados apuntando a una pequeña gotera y el agite de su propia respiración siendo el único sonido perturbable, además de las gotas de lluvia que rompían sobre las placas de zinc y metal que hacían la de techo.
Parecía estar aguardando a que algo sucediera, o en su defecto; a que alguien atravesase el mismo umbral que de aquel galpón abandonado.
Porque esa noche no iba a actuar por su cuenta. Amekoro Yui se había encargado de proporcionarle las herramientas necesarias para que aquella limpieza transcurriera sin ningún inconveniente. No es que no confiara en Kaido, sino que la tarea apremiaba la participación de otros ninja. Más experimentados y también muchísimo más letales, que estuvieran a la par de los objetivos a neutralizar.
Y sólo existía un grupo selecto donde la experiencia y la letalidad abundaban en partes iguales. Los ANBU.
El estruendo del metal oxidado atizando los rieles corredizos chillaron a través de la habitación. El foco volvió a fallar y se hizo la negrura, y cuando ésta volvió a encenderse, ahora tres figuras yacían erguidas frente al gyojin. O más que figuras, eran tres demonios cubiertos con sendas capas negras abotonadas a nivel del pecho y que portaban máscaras de porcelana de un lúgubre color blanco como fondo. Adornos y marcas iban y venían entre las facciones, creando una perturbadora percepción de que se estaba frente a un oni o similar. Las tres líneas horizontales yacían talladas a nivel de la frente, y sólo se podía percibir de ellos alguno que otro rasgo aleatorio como un mechón de pelo, o el color de sus ojos.
Por las complexiones, se podía discernir que se trataban de dos hombres y una mujer. Curiosamente, fue ella la que dio un paso adelante y tomó la batuta de presentación. Una voz dulce y melodiosa salió de la nada —pues sus labios yacían ocultos tras su máscara— y escupió tres nombres.
—Umikiba Kaido —espetó. Dio un paso hacia adelante y los otros dos se dieron vuelta, cerrando el galpón tras suyo—. Netsu, capitán del escuadrón Kurīningu, de ANBU. Ellos son Ponpu y Kazan.
—Así que vosotros sois...
—La contingencia.
—Y tu seguro de vida, también.
Kaido tragó saliva.
—¿Cómo queréis hacerlo?
La sombra de Netsu se movió hasta una de las mesas oxidadas de metal y desenrolló lo que parecía ser un mapa. A simple vista, se trataba de un tumulto de trazos tipo plano que hacían referencia a una gran infraestructura. Si se le echaba un ojo crítico, cualquiera podría darse cuenta de que lo que el plano reflejaba era Amegakure en toda su extensión. Un pedazo de papel con información sumamente confidencial y privilegiada que nadie creería que existía. Mostraba todo tipo de accesos, túneles, salidas de emergencia, y enmarañados caminos que se entrelazaban entre sí.
La Aldea de la lluvia era más que sus inmensos rascacielos. Era toda una urbe de subterfugios.
—Decidnos cuántos de vosotros sois, y en dónde os escondéis. Qué rutinas tienen y cada cuanto se mueven. ¿Alguna base principal? ¿Miembros destacados? —soltó como un discurso que le sabía a rutina. Era parte del protocolo, hacerse con la información privilegiada de uno de sus internos. Miró a Kaido por el rabillo de su máscara—. ¿y bien?
Un nuevo trueno azotó el horizonte. Y con aquella señal, Kaido comenzó a cantar, consolidando así el inicio de su traición.
Y así también el de su deber.
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La cacería dio comienzo, durante una tormentosa noche de Primavera del año 218.
Un trueno ensordecedor dio la partida. El escuadrón danzó a través de las solitarias calles de Amegakure, por sobre sus altos rascacielos, cubiertos por sus oscuras capas que les hacían parecer meras sombras que danzaban por sobre el oscuro abismo que cubría a la aldea. Danzando a pasos agigantados y habilidosos, y cuyo único testigo iba a ser la luna, llena en todo su esplendor, que adornaba lo más alto de cielo nocturno.
La información había sido precisa, y con ella, el plan trazado correspondía a un orden particular en función del poder y las habilidades de cada uno de los implicados. El reducto, según lo que les había contado Kaido, estaba conformado por tres shinobi:
Hōzuki Migoru, Hōzuki Rakon y Hōzuki Yarou.
Migoru era el más nuevo de todos. Su unión al pequeño grupo que durante años tramó el adoctrinamiento de Kaido coincidió con la graduación de éste último, hará un año, aproximadamente. Se trataba de un chunin que llevaba un par de años en el servicio del cargo, y que durante su promoción, había sido una de las grandes promesas. Sin embargo, siempre hubo alguien que aquí o allá le robara el protagonismo. Que diera el golpe final en sus misiones, impidiéndole el mérito y la gloria él. Quizás era el karma, una maldición, o simple infortunio, pero nada, en lo absoluto, acaba saliéndole bien. O, al menos, como así él lo quisiese.
El reducto, sin embargo, vio en Migoru lo que nadie: una necesidad de reconocimiento. Alguien ordenó su reclutamiento, y desde entonces forma parte de las reuniones de clan.
Aún espera el momento en el que las conversaciones de complot dieran lugar. De que fuera capaz de dar uso al arma que tanto se jactaban de controlar. Pero, ese día nunca llegaría. La grandeza, para Hōzuki Migoru, no le tenía un sitio reservado.
Su muerte fue la que más pasó desapercibida. Migoru no dormía, tan sólo daba vueltas en la cama durante una simple noche de insomnio. El filo de la espada de uno de ellos cayó mortífera antes de que pudiera siquiera pensar en convertir su cuerpo en agua, y así las ilusiones de un joven ninja se desparramaron sobre las sábanas en hilos de sangre.
Y; ¿quién era Rakon?
Si le preguntabas a Kaido, él te diría que un verdadero prodigio. Uno de los usuarios más versátiles de su clan en Amegakure. Un jonin. Con una enorme lista de misiones en su haber completadas con éxito, un puesto asegurado en las comitivas de la guardia, y con un posible ascenso a algún escaño mayor si seguía con semejante proyección a futuro. Un tipo que no tenía necesidad alguna de complotar con nadie, de meter la nariz en los asuntos de lo que parecía ser un efímero grupo con un objetivo siquiera definido más que la del control de una Bestia. Y que aún así, ahí estaba, prácticamente desde los inicios, cuando su eterna amada falleció en el parto.
Rakon era un muy buen amigo de la madre de Kaido. Nanabi y él compartieron graduación de genin, haría unos 15 años atrás; y se enamoró perdidamente de aquella hermosa niña de cabellos azules desde el primer momento en el que la vio en la academia. Ella, sin embargo, nunca le prestó atención.
Y acabó casándose con otro.
Aquello le dolió cuanto no tenéis idea. Hasta esa noche, no dejó de dolerle. Y, quizás, creyó algún día iba a lograr que su amor fuera correspondido aunque ella no estuviera más, si se inmiscuía en los turbulentos asuntos de su familia, y de quien fuera su hijo, además.
Quién diría que una razón tan endeble le llevaría a un esquivo final, durante el cual dio la pelea que sólo él podía dar. Kuriningu tuvo que sudar la gota gorda para hacerle caer, aunque el esfuerzo conjunto de el escuadrón acabó por ganar a la perseverancia de quien fallecería por el vívido recuerdo de un amor imposible y perdido.
. . .
Sin testigos, ni peros, o por qués. Cayeron uno a uno. Como moscas. Bañando las hojas de asesinos que tenían la potestad de juzgar con su espada, sin tener que ser juzgados ellos.
Aunque, aún quedaba uno de ellos. Y, según Kaido, el más importante de todos.
Su maestro.
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Era un olor claustrofóbico y nauseabundo el que les inundaba la nariz.
Como no podía ser otra forma, cuando el equipo de exterminio se encontraba transitando a través de los canales subterráneos que hacían vida bajo la urbe de Amegakure. Kilómetros y rutas de cañerías, tubos hidráulicos y complejos sistemas de hidroabastecimiento que hacían conexión con las distintas plantas repartidas a lo largo y ancho de la aldea.
Era un laberinto complejo y a la par de adecuado para el escondrijo de cualquier ratero. Los Hōzuki habían explotado aquella funcionalidad y la llevaron a otro nivel, sin embargo, estableciendo algún ducto industrial como su refugio permanente. Bien escondido, alejado de la superficie, y de difícil acceso. El lugar perfecto y adecuado para que sus pocos efectivos pudieran tramar, si hacía falta, sin que nadie sospechara de ellos.
Kaido, sin mapa en mano; guió a Kurīningu hasta una desviación. Tras unos tres cruces, los cuatro acabaron sobre una pared de hormigón que pasaría totalmente desapercibida de no tener sobre ella, grabada, el símbolo del clan Hōzuki. En el epicentro de aquella lámpara de demonio, un agujero del tamaño de un puño, que se introducía en las rendijas del mural y se perdía sino se iluminaba hacia adentro.
—Es aquí —dijo, para que se detuvieran—. apartaos un poco.
El gyojin alzó su mano y cargó su extremidad de chakra, invocando su habilidad de clan más insigne. Para los ANBU no fue difícil imaginar el por qué Kaido movía su brazo hasta aquel agujero, y aunque tuviesen alguna duda, pronto sus sospechas se confirmarían.
El agua comenzó a emanar de su pie, y más pronto que tarde, su brazo dejó de serlo para convertirse en un constante torrente que comenzó a llenar aquella rendija. El agua se perdió entre el compartimiento oculto, y en el momento exacto cuando el nivel rozó sus límites de soporte, un ligero crack anunció el destrabamiento de un inconfundible sistema de cerrado.
Kaido sacó el codo, a medio formar, y observó lo que había presenciado ya un millón de veces.
La pared se movió como un pasadizo secreto. El concreto se separó como si se tratase de una simple puerta corrediza, dejando caer birutas de piedra y polvo por doquier, dejando entonces un vacío oscuro que se perdía en otro túnel cementado que de a poco se iba iluminando con pequeñas linternas anaranjadas con forma de alquequenje.
—Habéis invertido la buena, ¿no?
—Y más. Habrán tenido que sobornar al consejo de infraestructura para poder meterle mano a esta zona. Otra cosa que reportar a Yui-sama.
—Avancemos.
Todos se introdujeron al pasadizo y avanzaron con las linternas como guía. El mural se cerró tras ellos, y poco después dieron con un complejo mediano, adornado de accesorios metálicos y varias habitaciones. En el centro, una mesa de reuniones y planos de rutas, anotaciones y pergaminos antiguos desparramados por doquier. Lucía como un lugar que no se usaba en mucho tiempo.
—Aquí nos solíamos reunir, hace algunos años. Era el lugar predilecto de los míos para entrenarme, o tener cualquier tipo de conversación que no pudiera tener lugar en la superficie. Lo dejamos de usar hace un tiempo después de que me gradué. Lo habíamos creído comprometido, pero a fin de cuentas fueron simples sospechas infundadas.
—¿Y por qué citarlo a él a este lugar olvidado, y no matarlo en su lugar habitual de residencia?
—Porque es demasiado fuerte, y muy listo. No tendríamos éxito en un espacio abierto, le sería jodidamente sencillo destapar nuestro subterfugio. Lo mejor será enfrentarlo donde no quepa duda de que sea cual sea el resultado, ésto quedará entre nosotros.
—¿Y cuál va a ser, sino? —soltó una risilla—. ¡su muerte, claro! ¿o es que estas dudando, Kaido-kun?
—Está siendo honesto. ¿O no te has molestado siquiera en leer el expediente de Hōzuki Yarou, eh, Kazan?
»un héroe de guerra. Ni una sola misión fallida en toda su carrera. Está en otro nivel que los caídos. Yo me andaría con más cuidado de ser tú.
—Humpf
El sonido atronador de la entrada, inundando nuevamente el tugurio.
El último invitado a la danza de espadas había llegado.
Kaido empuñó fuerte a Nokomizuchi, y aguardó. Con un nudo en la garganta.
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Yarou vestía una larga capa blanca, bordeada de un azul eléctrico. Bajo su cubierta, el chaleco que le identificaba como jounin de la Aldea de la Lluvia, y así también su placa, reposando indigna en su brazo derecho. En su cintura colgaba una uchigatana desgastada. Tenía el cabello azul, corto, y con una gran cantidad de canas. Era un hombre bastante alto, con un físico extraordinario, de rostro blanco impoluto y alicaído; a quien se le podían calcular unos cincuenta años, a lo sumo.
Tenía la nariz ligeramente torcida, los párpados hundidos, y una dentadura de sierra característica, similar a la de Kaido.
—Pensé que lo habían derrumbado —dijo, mientras observaba a su alrededor con una sonrisa apagada y triste que no transmitía sino transmitía nostalgia. Pura y contagiosa—. pasamos buenos momentos entrenando en este tugurio, no es así, Kaido-san?
Kaido no contestó de inmediato, sin embargo. Estaba muy ocupado viéndole la capa, que ahora era más roja que blanca.
—¿De dónde coño vienes así? ¿por qué estás todo cubierto de sangre?
—Vengo de aligerarte un poco la carga, mi buen amigo —respondió—. ¿Qué? ¿crees que no lo sabía? ¿tan poco piensas que te conozco?
»Tengo quince años conociéndote, Kaido-kun. Sé cuando estas alegre, confuso, enervado. Inconforme. Supe desde el momento en el que volviste de aquella misión en la que rescatasteis a vuestra guardiana que habías tenido una realización personal sobre tu vida, sobre quienes la compartimos y de lo que querías que ella fuera sin que nadie tomara decisiones por ti. No. Estoy mintiendo. En realidad creo que lo supe desde el momento en el que te vi nacer. Chillabas como un puerco, ¿sabes? nada te tranquilizaba. Sólo los brazos de tu madre.
—Cállate. ¡Cállate, deja de decir estupideces!
—Perdón. A un alma vieja como la mía, que reconoce su final acercándose como un ferrocarril, se vuelve nostálgica. En fin, escúchame, Kaido, lo sé todo. Sé para qué me citaste aquí. Sé que Rakon y Migoru están muertos. Lo sé. No te avergüences, creo que todos lo merecemos, así que por ello he decidido ayudarte esta noche. Ganarme un poco de redención antes de morir.
»Éramos más, muchos más. Nunca te hablé de ellos, nunca los conociste. Pero ya me he encargado yo, no te preocupes. Los he matado por ti. Te lo dije antes, te he aligerado un poco la carga.
—Q-qué coñ... no, Yarou... no
Ponpu y Kazan, rodearon a Yarou. Y Netsu, le tomó la retaguardia.
Los ojos vívidos y cristalinos del viejo Hōzuki observaron por última vez a su pupilo, siempre con una sonrisa paternal. Kaido lloraba.
—¿Recuerdas la casa de invierno que te conté hace unos años? visítala algún día. Allí yacen muchos recuerdos que te ayudarán a sanar. Te lo debía —Yarou sintió la respiración del Oni que yacía mortal a su espalda—. vive, Kaido, sin límites. Conviértete en el gran Shinobi que siempre estuviste destinado a ser. Te estaremos observando desde arriba, siempre orgullosos de ti.
—Hozuki Yarou, se te acusa de delito de secuestro no forzado y conspiración contra el salvaguarda de Amegakure. Te han sentenciado a morir —¡splash! una mano candente y extremadamente rojiza atravesó el corazón del viejo shinobi. Su extremidad, que quemó el interior de Yarou, salió humeante al otro lado de su pecho—. larga vida a la Aldea de la Lluvia.
Allí abajo, el cielo no derramaría una sola lágrima. Estaban demasiado profundo para saberlo. Kaido, sin embargo...
El último eslabón de la cadena, aquella que le tenía retenido, cedió. Con la muerte de Yarou, y de los subsecuentes asesinatos que éste cometió en pro de colaborar en lo que él creía que era la noble misión de su pupilo, todos y cada uno de los miembros de un reducto con delirios de grandeza pasó sencillamente al olvido.
La bestia, finalmente, estaba libre de ataduras.
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