30/12/2021, 23:24
Era una noche como otra cualquiera, hasta que alguien llamó a la puerta de su habitación. A una hora del todo impropia, con una brusquedad desmesurada y unas maneras recriminables. La voz de uno de sus guardias personales se oyó desde el otro lado, agitada:
—¡Daimyō-sama! ¡Tenemos un problema!
—¡Mis cojones sí que tienen un problema! —replicó, con la cara roja y sudada. La mujer que tenía debajo se rio, entre sonrojada y pícara—. ¡Y uno que tiene prioridad sobre… sobre lo que sea que me traigas!
Se produjo un silencio breve. En cualquier otra noche, su contestación bastaría para que no le importunasen más. Las urgencias de la plebe podían esperar, o, en caso extremo, ser resueltas por los consejeros feudales. Que, en la práctica, eran quienes realmente manejaban el cotarro. Él, por no ser, no era ni el verdadero Daimyō.
En cualquier otra noche hubiese bastado, sí, pero aquella noche no era como otra cualquiera.
—Raitsumi-sama… ¡Le imploro que salga de inmediato! ¡Esto no puede esperar!
—¡Por el amor de Raijin, ¿pero qué sucede?!
Raitsumi —ya tenía tan interiorizada su actuación que hasta él se llamaba así en su propia mente— se levantó hecho una furia, lanzando exabruptos y blasfemias. Desnudo salvo por los calzoncillos a medio poner, abrió las puertas de su habitación.
Fue entonces cuando su cuerpo, por así decirlo, sufrió un colapso. Se le bajó la tensión, entre otras cosas, y lo único que ascendió por su cuerpo fue un sabor a bilis por la garganta. Desde allá arriba, por la ventana del pasillo, vio cómo el patio del palacio estaba en llamas. Los aceros entrechocaban, los kunais volaban, los shurikens rebotaban con otros o hendían carne. Decenas de soldados y ninjas contratados se batían en un encarnizado duelo contra los invasores. Él y sus consejeros habían decidido redoblar los efectivos ante la amenaza tanto de Dragón Rojo como de Kurama, pero viéndolos ahora, parecían muy pocos. O, más bien, quedaban pocos.
Oyó algo al otro lado del pasillo. Su guarda personal se puso en frente, actuando de escudo. Pero no era necesario: reconocía la figura que había aparecido. Tenía una máscara de un tigre partida por la mitad, y la sangre brotaba de su boca y cruzaba como un río su cuello, la bandana con el símbolo de Kusagakure y finalmente su pecho. Era un ANBU, uno por el que pagaba una gran cantidad para que estuviese al cargo de las defensas de la villa.
—¿¡Quién nos está invadiendo!? ¿¡Cuántas bajas!? ¿¡Cómo progresa la batalla!? —Quiso saber todo al mismo tiempo.
—¿La... batalla? —Fue entonces cuando Raitsumi se dio cuenta. El ANBU tenía un brazo… Bueno, lo que antes había sido un brazo musculado y robusto, ahora era un amasijo de carne, sangre y huesos aplastados que le colgaba del hombro. Como si un elefante se le hubiese sentado encima, daba la sensación de que ante el mínimo contacto terminaría de caérsele del cuerpo—. Ya ha acabado.
Supo antes de que el ANBU se desplomase, muerto, que el resultado de esta no había sido en su favor.
—¡Daimyō-sama! ¡Tenemos un problema!
—¡Mis cojones sí que tienen un problema! —replicó, con la cara roja y sudada. La mujer que tenía debajo se rio, entre sonrojada y pícara—. ¡Y uno que tiene prioridad sobre… sobre lo que sea que me traigas!
Se produjo un silencio breve. En cualquier otra noche, su contestación bastaría para que no le importunasen más. Las urgencias de la plebe podían esperar, o, en caso extremo, ser resueltas por los consejeros feudales. Que, en la práctica, eran quienes realmente manejaban el cotarro. Él, por no ser, no era ni el verdadero Daimyō.
En cualquier otra noche hubiese bastado, sí, pero aquella noche no era como otra cualquiera.
—Raitsumi-sama… ¡Le imploro que salga de inmediato! ¡Esto no puede esperar!
—¡Por el amor de Raijin, ¿pero qué sucede?!
Raitsumi —ya tenía tan interiorizada su actuación que hasta él se llamaba así en su propia mente— se levantó hecho una furia, lanzando exabruptos y blasfemias. Desnudo salvo por los calzoncillos a medio poner, abrió las puertas de su habitación.
Fue entonces cuando su cuerpo, por así decirlo, sufrió un colapso. Se le bajó la tensión, entre otras cosas, y lo único que ascendió por su cuerpo fue un sabor a bilis por la garganta. Desde allá arriba, por la ventana del pasillo, vio cómo el patio del palacio estaba en llamas. Los aceros entrechocaban, los kunais volaban, los shurikens rebotaban con otros o hendían carne. Decenas de soldados y ninjas contratados se batían en un encarnizado duelo contra los invasores. Él y sus consejeros habían decidido redoblar los efectivos ante la amenaza tanto de Dragón Rojo como de Kurama, pero viéndolos ahora, parecían muy pocos. O, más bien, quedaban pocos.
Oyó algo al otro lado del pasillo. Su guarda personal se puso en frente, actuando de escudo. Pero no era necesario: reconocía la figura que había aparecido. Tenía una máscara de un tigre partida por la mitad, y la sangre brotaba de su boca y cruzaba como un río su cuello, la bandana con el símbolo de Kusagakure y finalmente su pecho. Era un ANBU, uno por el que pagaba una gran cantidad para que estuviese al cargo de las defensas de la villa.
—¿¡Quién nos está invadiendo!? ¿¡Cuántas bajas!? ¿¡Cómo progresa la batalla!? —Quiso saber todo al mismo tiempo.
—¿La... batalla? —Fue entonces cuando Raitsumi se dio cuenta. El ANBU tenía un brazo… Bueno, lo que antes había sido un brazo musculado y robusto, ahora era un amasijo de carne, sangre y huesos aplastados que le colgaba del hombro. Como si un elefante se le hubiese sentado encima, daba la sensación de que ante el mínimo contacto terminaría de caérsele del cuerpo—. Ya ha acabado.
Supo antes de que el ANBU se desplomase, muerto, que el resultado de esta no había sido en su favor.
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