Como cada día, Chiiro caminaba tranquilamente por entre los árboles del Bosque de Azur, cargada con un barreño con agua que sus bracitos apenas podían sostener. No obstante, cada miembro de la familia hacía algo distinto, y ese era un papel sencillo que ella podía cumplir. De pronto, la pequeña sintió un escalofrío. Inconscientemente, aceleró el paso.
Escuchó voces a lo lejos. Una discusión, ¿quizás? A Chiiro no le gustaba cuando la gente discutía, y siempre se inmiscuía en medio para tratar de poner paz. De modo que aceleró todavía más sus vacilantes pasos, derramando un poco de agua con cada pequeño trote. Lo segundo fue el olor a humo. Lo tercero fueron los llantos.
Lo último fue su grito, desgarrador, terrible, y el agua derramada sobre el suelo, al ver a aquellos salvajes decapitando a todos aquellos a los que una vez pudo llamar
familia o
amigos.
Chiiro corría descalza a través del bosque, consciente desde hacía tiempo que estaba llegando a un punto de no retorno. Pero no había alternativa. Las piernas, acalambradas, le ardían. Los pies dolían por las heridas sangrantes fruto de pisar ramas de madera muerta y piñas a medio roer.
«Los guardias. Estaban todos muertos.»
La niña que vivía dentro de mente había quedado herida de muerte, y mientras se recuperaba, el instinto más animal de supervivencia había tomado el control. Ahora era un animal. Ese día había una cacería salvaje, y ella era la presa. Por eso corría. No podía hacer otra cosa que correr, a pesar de que en el fondo ya no tuviera vida que conservar.
Escuchó de nuevo las risas y el corazón casi se le sale por la boca. Tropezó con una piedra y se partió el dedo pulgar. Gritó, y cayó al suelo torpemente.
Las risas y los vítores sádicos se acercaron. Sintió que se mareaba. La niña trató de levantarse sin éxito. Una mano se cerró firme sobre su tobillo, y ella se revolvió tratando de defenderse con la pequeña navaja que siempre llevaba encima para recoger setas y algunas bayas comestibles.
Frente a ella, boca abajo, estaba el hombre que había matado a sus padres. Y entonces su parte humana resucitó. Recordó la sangre. Había mucha sangre. Pero no lloró, porque no quedaban lágrimas. Sólo rabia.
Consiguió hacerle una raja en el cuello al extraño, pero sólo salió un hilillo rojo. Él extendió el brazo para que no volviera a suceder, y Chiiro se quedó pataleando.
—
Es sólo una niña, por Amenokami. Déjala irse —dijo una voz de mujer. La chica salió de detrás de los árboles. Cómo él, vestía con un traje de piel de lobo de color oscuro.
—
No —gruñó él, y Chiiro se revolvió con aún más fuerza—.
No es una niña. Es un mensaje. —El hombre levantó el filo del hacha que sujetaba con la otra mano, y lo proyectó hacia el frágil torso de la pequeña.
—
¡Nejima, cuidado! —exclamó de pronto la compañera del bandolero. El hombre se irguió, rígido, y prácticamente se le echó encima, golpeándola con violencia.
Una sombra azul cruzó el claro y acabó impactando contra un árbol en el otro lado. El hombre que trató de matarla dejó de prestarle atención un momento para centrarse en la desconocida de cabello negro que acababa de entrar en escena.
«¿Una guardia? No va vestida como ellas...» Chiiro vio una pequeña oportunidad y agarró de nuevo la navaja, que había caído al lado del hacha. Trató de apuñalarle, pero él dio un manotazo en el aire y mandó a volar el cuchillo. No se había olvidado de ella, pero de todos modos seguía centrado en la otra persona. Él y su compañera hablaban de cosas que Chiiro desconocía, y que no le importaban.
—
¡Corre! ¡Corre! —gritó entonces la desconocida. A Chiiro. A ella.
Fue entonces cuando el animal, el miedo, volvió a tomar el control. El hombre la miró con la más sádica de las sonrisas, y ella, aunque deseosa de arrojarse sobre el cuchillo, sabía que no tenía ninguna oportunidad. Salió corriendo, y saltó por encima de un grupo de arbustos.
«¡Tonta! ¡Eres tonta! ¡Corre! ¡Busca a otros guardias, corre!», se dijo.
«¡Corre, corre, corre!»
Chiiro escuchó la voz del verdugo de sus padres tras sus espaldas. Se le aceleró el corazón. Sus pies sangraban, pero no pensaba detenerse. Tenía que correr. Aquella chica estaba allí para ayudarla, ella tenía que aprovecharlo, tenía que confiar en ella, tenía que...
«Pero... eran dos contra una...»
La pequeña se mordió el labio inferior y se hizo sangre. ¿Qué podía hacer ella? Sólo podía correr.
Así que corrió. Y de pronto sus pies se encontraron con el aire. Un foso negro e interminable que le auguraba la muerte.
«¡No! ¡El Cerco del Diablo!» Así le llamaban sus padres: el Cerco del Diablo. El foso que vigilaban los guardias cercanos a Claro de Hitoya, que separaba el linde del Bosque de Azur del legendario interior, un monstruo que se comía las vidas de los hombres y las mujeres que osaban entrar en él.
Cerró los ojos y se dejó acariciar por el viento. Sollozó.
«Adiós.»
Pero algo la agarró del cuello de la camiseta. La niña sintió un fuerte tirón, y luego volvió a elevarse en el aire como un pájaro. Desesperada, pataleó, gritando: el hombre que le perseguía acababa de caer al vacío. ¿Quién la sujetaba a ella? ¿El Demonio de Azur?
—
No te muevas, vas a caerte. Tranquila, estoy aquí para ayudarte.
Era una voz serena, suave. Chiiro ni siquiera se preguntó cómo estaban volando. Chiiro no se preguntó nada, no estaba en condiciones para hacerlo. En ese momento sólo le bastaba que no intentaran matarla. Descendieron hasta una covacha en el interior de la pared del acantilado, donde él tiró de ella para sujetarla antes de aterrizar y luego la depositó en el suelo con delicadeza. Chiiro, en silencio, caminó hacia el interior acompañada por su salvador sin mediar palabra. Pero dio un paso atrás cuando dos pares de ojos la miraron desde la oscuridad del fondo.
»
Tranquila, son niños, como tú. De otro asentamiento. Vete ahí al fondo y descansa. Yo os protegeré. Me llamo Yokuna, ¿y tú? —El hombre era alto, ligeramente moreno y tenía el pelo alborotado, de color marrón claro. Desde detrás de las orejas, dos trenzas atadas con una pequeña goma cerca de la punta descendían y caían sobre sus hombros. Sus ojos eran de un color azul claro, y tenía dos tatuajes bajo los párpados de color rojo.
—
Chii... Chiiro.
Chiiro hizo caso y, aunque no conocía de nada a los otros dos, se acurrucó con dificultad en una esquina junto a ellos, llorando.
«No puedes proteger a alguien que ha muerto.»
De pronto, una ráfaga de viento enorme entró en el agujero de la tienda. Un enorme pájaro entró y aterrizó torpemente sobre la roca. Chiiro ahogó un grito y retrocedió tanto que pareció que iba a meterse dentro de la tierra. Pero los otros niños no parecían haber reaccionado, ni tampoco Yokuna. Les miró con incredulidad. ¿Estaría alucinando?
—
Veo que has pillado a otra —dijo entonces el ave, hablando como un humano.
«Definitivamente estoy alucinando. ¿Estoy muerta ya? ¿Es eso?» Hombres que volaban, pájaros que hablaban. El mundo estaba del revés.
—
Uno de los exiliados cayó detrás de ella. Lo tiene bien merecido.
—
Esperemos que no caigan más niños por ahí. Ya van dos. Menos mal que escogimos este lugar como refugio.
A Chiiro se le heló la sangre.
«¡La guardia que vino a salvarme! ¡La guardia!»
—
¡A... alguien estaba persi-persiguiendo a ese hombre! ¡Estaba intentando ayudarme, me dijo que corriera! ¡A lo mejor se tropieza también y... y...! —Desesperada, Chiiro trató de levantarse. Pero ya en reposo, las laceraciones de sus pies le hicieron chillar de dolor y caer de culo al suelo.
El pájaro gigante y Yokuna se miraron. Y el ave remontó el vuelo sin mediar palabra.
Al final, el halcón, que se llamaba Takeshi, consiguió salvar a la chica. Yokuna les contó —aunque ellos no pronunciaban palabra— que ambos eran
shinobi, el cuerpo militar del señor feudal, más fuertes que los guardias. Los asesinos de sus padres eran, algunos también, shinobi, pero que habían renegado de la aldea y se habían convertido en criminales. Cuando la chica despertó, se presentó como Ayame, y los tres (shinobi, kunoichi y halcón) estuvieron hablando un rato. Mostraban entereza, incluso bromeando, como si no hubiera muerto mucha gente. A Chiiro esto le molestó, pero aún así estaba agradecida. Le hubiera gustado decirle algo, pero el nudo en su garganta se lo impidió.
—
¿Queréis ver magia? —Pero fue Ayame quien se acercó a ellos. De pronto, dos chorros de agua crecieron desde su espalda y se entrelazaron para formar dos bonitas alas. Chiiro, al principio, se echó hacia atrás, asustada. Pero sus ojos brillaron fascinados cuando las alas ondularon en el aire.
Uno de los otros niños pateó una piedra y trató de darle con ella a Ayame en la cara. Chiiro se giró hacia él y quiso reprenderle, pero no tuvo fuerzas.
Ayame deshizo sus alas y Yokuna explicó que esos niños habían visto morir a sus familas con la misma
magia que los shinobi podían hacer. Chiiro agachó la mirada. Ella no había visto
magia, sólo mucha sangre. Sólo muchas sonrisas sádicas. Pero imaginaba que tenía que haber sido horrible. Recordó de nuevo los rostros de sus padres y sollozó, enterrando la cara entre las piernas.
Entonces llegaron los otros dos shinobi que acompañaban a Ayame: uno que vestía de verde con unos extraños ojos blancos sin pupila, y otro que prácticamente refulgía entre la oscuridad de la cueva. De pronto, Chiiro sintió que hacía más frío, y se encogió abrazándose los costados. Se llamaban Daruu y Kōri. Ayame y Daruu comenzaron a discutir, porque la chica sentía que no se habían preocupado por ella, y el otro le restaba importancia.
«No sabéis lo que tenéis... parad...»
«No os peleéis, por favor...»
—
¿A cuántas personas puedes teletransportar con tu técnica? —preguntó entonces Kōri a Daruu.
Chiiro levantó la mirada.
—
¿Teletransportar...? —musitó, en apenas un susurro.
Los shinobi discutieron un momento y luego se les acercó con cautela. Trató de convencerles de que les iba a llevar a un lugar seguro, fuera de la cueva. Un lugar cálido, donde alguien les iba a cuidar. Donde les iban a dar de comer. A Chiiro le rugió el estómago, así que fue la primera en agarrarse de su brazo. Los otros le siguieron. Y de pronto, la niña sintió como el estómago le daba una vuelta y todo al su alrededor desaparecía. Sólo vio un destello rojizo, y entonces flotó en el aire.
Flotó, y luego cayó encima de algo blando.
—
¿Veis? Os dije que no iba a pasar nada malo. —Escuchó la voz de Daruu. El muchacho no había mentido: era un lugar cálido. Era... ¿una cama? ¿Una habitación? Dioses, era la habitación más cálida, luminosa y cómoda que había visto en la vida. Chiiro sólo había conocido su viejo catre en Claro de Hitoya—.
Ahora estáis en un lugar seguro.
Sí, sin ninguna duda, pero...
—
Mis padres no volverán... —musitó ella.
«Dos veces huérfana. Con una era suficiente.» Apretó los puños y los dientes y bajó la mirada.
Daruu se acuclilló a su lado. Se obligó a mirarle a aquellos extraños ojos. Y encontró una extraña sensación de calidez en sus iris sin pupila.
—
Eso es verdad. Y nadie va a poder cambiar eso. Yo perdí a mi padre antes de nacer, y no sé lo que es pasar por lo que estáis pasando. Tengo además la suerte de tener a mi madre. Pero también encontré otras personas a las que considero mi familia. Y los quiero igual. —
«Yo tenía algo parecido. Pero me los acaban de quitar»—.
Sé que lo que diga no va a valer para nada, pero tenéis que confiar en Amegakure. Esta Villa será vuestro hogar algún día. Quizás no ahora. Quizás no en mucho tiempo. Pero ahora mismo... —Daruu se levantó y se sacudió las manos—.
Ahora mismo estáis a salvo, y os voy a presentar a una persona que os va a encantar, ya veréis. —Daruu abrió la puerta de la habitación—.
¡Seguidme!
Chiiro intercambió miradas con los otros niños y acabó asintiendo con timidez.
«¿Tenemos otra opción...?»
Al final, a Chiiro tuvo que ayudarla Daruu a bajar las escaleras hacia el piso de abajo por las heridas de los pies. Antes fueron al cuarto de baño, donde el muchacho se preocupó de vendárselos con toda la delicadeza de la que fue capaz. Chiiro comprendió, entonces, que los dos diferentes tipos de shinobi no se parecían en nada: los asesinos de sus padres y estos. El hombre del halcón, la chica que la había salvado. Daruu, el hombre al que llamaban el
Hielo. Todos habían sido muy buenos con ella, a su manera.
Abajo les esperaba la madre de Daruu, Kiroe. Les dio a cada uno un delicioso bollito dulce y un batido de fresa, y los sentó en una mesa de lo que llamaba
cafetería. Allí había mucha gente. Todos les miraban y susurraban cosas. Chiiro se sintió muy pequeña, se encogió y trató de olvidarse de todo, aunque sabía que jamás iba a olvidar a aquél día.
«Papá, mamá. Gracias por todo. Siempre os recordaré.»
—
Chiiro. Debes ir. ¡Vamos! Te tratarán bien. Y siempre podrás venir a tomarte uno de esos batidos, ¿eh? —Kiroe acarició delicadamente su cabello.
La mujer les había acompañado a través de calles hechas de una extraña roca lisa adornada, muchas luces de colores y grandes tuberías que escalaban torreones altísimos. Chiiro, fascinada, había conseguido distraerse lo suficiente como para pensar. La cálida mano y las cálidas palabras de la pastelera les había conducido al torreón más alto de todos. Allí se quedarían, bajo custodia de otros shinobi de caras adustas y profesionales. Hasta que otra familia decidiera adoptarles.
«Dos veces huérfana», se repitió Chiiro. Apretó aún más la mano de Kiroe.
—
No iré. —dijo con seguridad.
—
Pero Chiiro —dijo ella dulcemente, y se acuclilló a sus pies—.
Tienes que ir. Encontrarás una familia que te quiera, ya verás. Podrás rehacer tu vida. Será difícil. Pero siempre puedes contar conmigo.
—
¿Puedo contar contigo ahora? —preguntó, mirándola a los ojos.
—
No puedo quedarme más tiempo contigo, Chiiro-chan. Están esperándote. —Kiroe puso una mueca triste.
—
¿No puedes? —insistió Chiiro. Pensó en la amabilidad de Ayame, de Daruu, de Kiroe. En la cafetería, los batidos de fresa y el bollo recién hecho que le habían dado. En la calidez del hogar, en las palabras dulces y el tacto de su mano. Y la agarró con más fuerza. Sollozó—.
¿No puedes de verdad?
Kiroe suspiró... y le devolvió una sonrisa cuando más lo necesitaba.
—
¿Quieres quedarte conmigo un poco más?
—
Quiero quedarme con vosotros para siempre. Para siempre. —Chiiro se abrazó a Kiroe, quien miró al ANBU que aguardaba con los otros niños, cerró los ojos y asintió.
«Dos veces huérfana... dos veces adoptada.»
«Ni una más.»
«...ni una más.»