El muchacho se encontraba ya próximo a su nuevo destino; construida sobre un risco entre las montañas, se erguía orgullosa la prestigiosa ciudad de Notsuba, ubicada en las entrañas de un enorme y verde valle. Como decían las indicaciones de su hermana, la reconocería fácilmente, debido a su estilo de construcción, asemejándose a un típico dojo. El color verde, gris y negro parecían dominar la ciudad y sus alrededores.
Pronto, tras avanzar un poco mas entre la hierba, Kimura traspaso la entrada de la urbe, y se hundió entre la mescolanza de natales y extranjeros que como él, habían viajado para visitar la ciudad, o el País de la Tierra en general.
“Hay bastantes restaurantes y cafeterías por esta zona, debe ser especial para los turistas…” También observo alguna ocasional tienda de regalos, mezclado con otros lugares más orientados hacia las necesidades que podrían tener los habitantes naturales de la ciudad.
Finalmente, el joven se desvió del camino central de la calle, y se acerco a ojear una de las tantas vidrieras que había. Se podían observar entre otros productos, unas estatuillas y demás manualidades que representaban la misma ciudad y algunos de los puntos turísticos más famosos del país. La gente seguía circulando por atrás suyo, mientras otros más seguían su camino o se detenían como él para ver las tiendas. Inevitablemente, de vez en cuando el chico oía el choque casual entre alguien que avanzaba y alguien que se detenía, o retrocedía sobre sus pasos.
Nivel: 28
Exp: 127 puntos
Dinero: 1150 ryō
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El país de Amegakure era uno lleno de bendiciones. No sólo la de Ame no Kami, la cual se refleja por la lluvia permanente que cae sobre sus ciudadanos cada día; sino también por la fortaleza de su gente y el poderío que tienen dentro de sus filas. No obstante, y más allá de los aspectos generales que envuelven a este enorme país, hay algo que en particular se antoja extremadamente ventajoso para los que habiten en su interior.
Su posición estratégica en el mapa es sin duda una ventaja favorable. Es un país céntrico, con fronteras sumamente cercanas con el resto de los países. A diferencia de otros ciudadanos, los de la Lluvia no tenían que caminar tanto para llegar a Kuroshiro, por ejemplo; que quien habita en el Remolino.
Por esa razón, a Kaido no le costaba tanto decidir cuando quería tener una pequeña aventura. Simplemente cogía sus utensilios, un morral con una muda de ropa y el overol protector que le cubría de los chubascos, para partir hacia el destino que se pudiera haber propuesto durante sus momentos de ocio en casa. Pero ese día en particular no se trataba de un simple capricho personal, todo lo contrario.
Debía entregar una encomienda a un ciudadano de la ciudad feudal de Notsuba. Su nombre era Amidala, una dama de bello rostro que regentaba un humilde local de comida.
Ese era su objetivo: llegar allí y hacerle entrega del paquete.
Así pues, viajó durante toda la mañana con apenas una de descanso. Para el mediodía, ya se encontraba adentrándose dentro de los grandes murales que rodeaban la ciudad que, ubicada entre dos majestuosos riscos repletos de vegetación, fungía como el refugio permanente —o eso decían las malas lenguas— del señor Feudal. Pero más allá de ello, la edificación de la zona y la cultura propia que mostraba su gente era sin duda una clara pincelada de lo que fue alguna vez el país de la Tierra. Y era momento de que Kaido lo juzgara por sí mismo.
Parecía un diminuto transeúnte entre tanta muchedumbre. Las calles principales estaban agitadas por el ajetreo del mediodía y si quería encontrar el lugar en el que se encontraba Amidala, probablemente tendría que pedir indicaciones. Pero cuando intentaba detener a alguien éste era ignorado. Ni siquiera su apariencia lograba atraer la atención de quienes al parecer estaban apresurados por llegar a casa para pillar su almuerzo.
Después de hacerse reiterativo, el tiburón se mosqueó tanto que estuvo a punto de arrojar sus fauces hacia uno de los hombres que pasó olímpicamente de él. Sin embargo, pudo ver a la distancia a un muchacho contemporáneo que permanecía a mitad de la calle observando las vidrieras. Kaido se acercó a él y le tocó la espalda con un dedo, dos veces.
—Oye, tú. ¿Sabes dónde cojones está el Restaurante de Amidala? —preguntó, con cara de pocos amigos— tengo algo que entregar allí y nadie ha querido darme una sola puta direcc...
Se interrumpió a sí mismo cuando vio la bandana en el cinturón de su reciente interlocutor. Intercaló la mirada entre el símbolo de la cascada —el cual no había podido ver hasta ahora— y el rostro del joven pelinegro, esperando una respuesta. Pero si no recibía una, ya no tenía impedimento para soltar una buena ostia.
Después de todo, ambos eran shinobi. O eso parecía.
El joven decidió detenerse durante un rato a seguir observando las vidrieras, tan solo se movía un poco para ir cambiando la que miraba y para dar paso al mar de gente que había por allí. Había tiendas de todo tipo, y siempre era interesante ojear a ver que se podía encontrar.
Sin embargo, en aquella ocasión, fue interrumpido por un repentino toque que sintió dos veces en su espalda. Al darse la vuelta, la primera reacción de Kimura fue mirar de arriba abajo al chico que había intentado con éxito llamar su atención. Pues su aspecto no podía definirse de una manera más exacta, que la de un mestizo imposible entre la raza humana y el tiburón. De piel azulada, con unas notorias agallas en su cuello y en cuanto abrió la boca para formular una pregunta al de castaños y azules cabellos, unos filosos dientes.
— Oye, tú. ¿Sabes dónde cojones está el Restaurante de Amidala? — preguntó, con cara de pocos amigos. — Tengo algo que entregar allí y nadie ha querido darme una sola puta direcc...
Pasada la inevitable y a la vez rápida sorpresa por el aspecto del muchacho, la calma natural del muchacho volvió a su cauce. Aunque por otra parte, su curiosidad hacia aquel espécimen había salido disparada. El que en su frente reluciera una bandana de aquella villa que se hacía conocer como Amegakure no hacía más que añadir leña al fuego. Por más que la cara del chico-pescado al realizar la pregunta no fuera muy amigable.
— Bonito color... Y lo siento, pero no conozco mucho esta ciudad, no puedo guiarte. Aunque si quieres, podría ayudarte a encontrar el lugar. Eres un espécimen…interesante. — Una pequeña sonrisa se percibía en los labios de Kimura. Se sentía animado, y este viajero que le había traído al azar podría ser una fuente de entretenimiento durante un buen rato, desde luego.
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Mientras aguardaba la respuesta de su más reciente interlocutor, el tiburón pudo imaginar para sí lo divertido que sería iniciar una contienda con un shinobi de una nación ajena a la suya. Yarou había gastado más saliva de la necesaria para intentar persuadir a su pupilo de ese tipo de comportamientos cuando se trataba de interacciones entre ninjas de diferentes naciones, pero lo cierto es que poco éxito había tenido con tanta palabrería. Llegó a pensar que Kaido aprendería por sí mismo cuando alguien le diera una verdadera paliza y volviera a casa cojeando, aunque hasta ahora eso no había pasado.
Pero en ese instante, el recuerdo de su tutor pareció mostrar los frutos del constante discurso orientativo, logrando disuadirlo de cometer una locura, por muy infantil que pudiera parecer. Porque aunado a ello, y a pesar de la inminente paz que había envuelto a las tres antiguas naciones durante tanto tiempo; las cosas habían estado muy turbias durante el último año entre los tres frentes de poder del mundo shinobi. Sin contar con la destrucción de una aldea completa y la posterior sustitución de ésta en el eje de conflicto.
Todo recaía en el hecho de que el símbolo de Takigakure, su gente y sus costumbres, así como el poder de sus filas, era totalmente desconocido para todos. Y si a algo hay que temer es al inminente desconocimiento de las cosas.
De cualquier forma, semejante dubitativa terminó siendo zanjada por la respuesta del chico quien en un principio alagó el color azulado del tiburón, ofreciéndose a ayudar a fin de encontrar su lugar de destino y concluyendo con una opinión personal que a Kaido no le interesaba en lo absoluto. Y de no ser por la precaución con la que ahora tenía que tratarse en el mundo exterior, ya le habría arrancado la lengua al muchacho por haberle llamado espécimen...
A pesar de estar en parte de acuerdo con tal definición. Porque eso era, una criatura desconocida.
—Oh, gracias... nadie lo había notado hasta ahora —admitió con gracia, resaltando la obviedad detrás de un detalle tan visual como su color de piel—. pero lo mismo puedo decir de ti, amigo mío. Esa bandana en particular te convierte también en un espécimen desconocido para mi.
»Aunque no sabría decir si interesante, me temo. Vosotros los habitantes del Río no existíais hasta hace poco, me pregunto por qué...
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