Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
—Ooooh, tienes razón —sus llaves, sus llaves... ¿dónde las había dejado?—. Creo que están en mi bolsa.
¿Las había dejado en su portaobjetos? ¿O las había metido en su bolsa? Quizá Kasaru las había dejado en la mesa al entrar. Eso de perder tanta sangre no le hacía ningún favor a la memoria.
De todos modos, el joven no perdió más el tiempo y empezó a buscar sus llaves.
«Tienen que estar en algún lado...»
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Y ahí estaba. En su portaobjetos, por supuesto. Donde siempre habían estado.
—Levántate y síguenos —ordenó la anciana, tratando de imprimir a su voz una seguridad de la que estaba lejos de poseer.
La Kaguya ejecutó la orden sin rechistar. Erguida, fue a colocarse tras Koku, sin articular palabra. Sin siquiera dirigir la mirada a Daigo, con quien momentos antes casi se había matado. Gura tiró de la manga de Daigo para tratar de llamar su atención.
—Me da miedo —confesó, en voz baja.
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Y Daigo cumplió su promesa. Oh, no. No se apartaría de su lado. En ningún momento del viaje.
Fue una vuelta agotadora, pero ni de lejos como la ida. La experiencia de Koku era un plus. Su edad no le permitía resistir caminatas tan largas bajo el sol como antaño, pero su sabiduría, la costumbre y el hecho de haber vivido entre la arena toda su vida lo compensaba. Tomaron siempre los mejores caminos, pararon siempre donde debían. Y, cuando el tiempo no era favorable, Koku lo advertía.
Llegados al País de la Tormenta, sin embargo, la cosa cambió. La lluvia pareció maravillar a Gura, tan poco acostumbrada como estaba a verla. A Koku, en cambio, la horrorizó. ¿Dónde estaba el sol? ¿Dónde estaba el calor acariciando sus mejillas? ¿Dónde se había quedado la luz? Un día de lluvia estaba bien, como una copita de vino. Todos los malditos días, era emborracharse. O eso, al menos, opinaba ella.
La Esclava las seguía sin protestar. Comía. Cagaba. Dormía. Cumplía sus necesidades básicas y ejecutaba las órdenes sin rechistar. ¿Seguirles? Ella les seguía. ¿Cargar con la mochila? Ella la cargaba a su espalda. Un día, Koku le pidió que les contase un chiste.
Un servidor prefiere ahorraros el espanto.
Y así, el viaje continuó hasta llegar a nuestra querida Kusagakure no Sato. Dos guardias —una mujer de pelo largo y sonrisa afilada y un chiquillo de dieciséis años— custodiaban la entrada. Había llegado el momento de la verdad.
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Daigo agradecía la compañía como no se imaginaba nadie allí. Ya no solo por la experiencia de Koku, que le ayudó a no morir en el desierto, sino que el simple hecho de ya marcaba una gran diferencia frente al solitario viaje de ida.
Como era de esperar, todo se hizo un poco más fácil en cuanto salieron del País del Viento, excepto para Koku. Ella no parecía acostumbrarse del todo al cambio de clima.
Daigo no podía esperar a enseñarles el País del Bosque.
Finalmente, luego de demasiado tiempo fuera, por fin había vuelto a casa.
Se tomó un momento y respiró. No debía ponerse nervioso, al fin y al cabo eran su familia, pero no podía evitarlo cuando estaba a punto de pedir algo tan complicado.
Sobretodo después de haberla liado tanto.
—Esperen aquí —le indicó al grupo.
Se acercó a los guardias, sacando el pergamino de su misión.
—Buenas, soy Tsukiyama Daigo —se presentó—. Acabo de regresar de mi misión en el País del Viento.
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Fue el jovencillo quien tomó el pergamino de misión, para luego devolvérselo y mirar en su propio pergamino.
—Bienvenido de vuelta —le dijo la mujer, con la placa de chunin en el hombro.
—Daigo, Daigo… Ah, sí, aquí está. Uou, tres semanitas de misión, ¿eh? Espero que todo te saliese bien —comentó, sin despegar la vista del pergamino mientras hacía unos rápidos apuntes.
—¿A quién te has traído? —quiso saber la chunin, desviando la mirada hacia el trío de mujeres que se habían quedado algo relegadas, en medio del puente.
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La chunin frunció el ceño. No enfadada, no irritada. Simplemente preocupada.
—Daigo-kun… Sabes que no somos un orfanato, ¿verdad? No puedes traer al primer desdichado que te encuentres por ahí para alojarlo en Kusa. —No eran un centro de la caridad, después de todo—. Tendrás que consultarlo con Kenzou-sama en persona, pero por el momento se quedarán aquí afuera. Si no obtienes el beneplácito del Morikage, tendrán que irse.
Ahora, sobre la mujer de atrás ya tenía más interés.
—¿Solo obedece órdenes, dices? ¿Y de quién? Y a todo esto, ¿son ninjas o civiles?
El joven guardia observaba todo aquello con aprensión. No serían los primeros extranjeros que se acogían en la Villa, desde luego. Ni los últimos. Pero todo aquello era, cuanto menos, inusual.
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Sintió mucho miedo de golpe ¿Qué haría si le decía que no? Prefirió no pensar en ello.
—Por el momento conseguí que obedeciera a Koku, la abuela de la niña. —le respondió—. Solo ella conoce ninjutsu. Puede controlar sus huesos... es raro.
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Antes de marcharse, el chico le una respetuosa reverencia a sus senpai y miró a la familia una vez más antes de marcharse.
Daigo se apresuró y corrió hasta el edificio del Morikage, donde subiría hasta su despacho justo después de avisar de su llegada a quien estuviera de encargado.
Ya frente a la puerta, se tomó un segundo para prepararse mentalmente antes de llamar a la puerta.
¿Cómo le iba a explicar lo mucho que la había liado? ¿Y cómo iba a tener el atrevimiento de pedirle algo luego de eso?
Ni siquiera, justo antes de cruzar la puerta, sabía cómo lo iba a hacer.
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La inconfundible voz de Kenzou le mandó pasar. Y ahí estaba: tras el escritorio, con su sonrisa de siempre, su té humeante entre las manos, y con su chaleco azul abierto, dejando a la vista un físico imposible.
—¡Oh, Daigo-kun! ¡Qué bueno que ya hayas regresado! —exclamó, con la alegría de un padre al ver a uno de sus hijos de vuelta a casa tras un largo viaje—. ¿Cómo te ha ido por el desierto? Oh, disculpa mis modales. ¿Un té?
Antes de que Daigo pudiese siquiera responder, el Morikage ya le estaba sirviendo una taza.
En cuanto Daigo abrió la puerta y vio a Kenzou, sonriendo como siempre y con una humeante taza de té en sus manos, se disiparon todas sus dudas.
¿A qué le tenía miedo? ¡Era Moyashi Kenzou! Un padre para todo el mundo en Kusagakure, que no solo hacía siempre lo correcto, sino que era comprensivo y se preocupaba por sus hijos por encima de todo.
Seguro que todo estaría bien.
—¡Sí, por favor! —respondió alegre ante el ofrecimiento de su Kage, aunque sabía que no podía ni pensar en beber eso hasta dentro de dos días como poco—. Es usted muy amable.
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Kenzou se acarició la barbilla e hizo un ademán con la mano, quitándole importancia. Se acercó su taza, que hervía, y se tomó un gran trago sin inmutarse.
—Bueno, cuéntame, Daigo-kun. ¿Qué tal te fue? Aunque si estás aquí es porque conseguiste renovar el contrato con la Prisión del Yermo, tal y como te pedí. —Había sido muy claro en eso: no debía regresar hasta que lo hubiese conseguido. Y no tenía la menor duda de que así había hecho su genin—. Ah, estoy orgulloso de ti, Daigo-kun —agregó, dándolo por hecho—. No esperaba menos de ti. Cuenta, cuenta. Cuéntame los detalles.