15/07/2016, 23:36
La estatua era tan grande como una casa, de piedra desgastada por el paso de los siglos, imponente y feroz. Cualquiera con dos ojos en la cara podría distinguir que había sido construida por un artesano de gran talento, porque a pesar de que Kumogakure había desaparecido hacía ya más de doscientos años, aquella efigie soportaba estoica el paso de los siglos, sin ver mermado ni un ápice su aspecto divino. Y es que Raijin, el Dios del Trueno, debía estar sin duda muy complacido con aquella representación a su imagen y semejanza. El dios aparecía sentado sobre un pilar de roca, con un brazo alzado hacia el cielo y el otro descansando en su regazo. Llevaba su característico tambor a la espalda, y sus ojos parecían fijos en un punto intermedio difícil de determinar. No recibía muchos visitantes, pero parecía que nunca apartaba la mirada de quien lograba llegar hasta él.
Llovía a mares, y cada tanto un furioso relámpago hendía el cielo ennegrecido. No era raro por aquellas tierras, que antaño habían sido la joya de la corona de una Aldea poderosa. Kumogakure se vanagloriaba de su orgullo marcial, pero ni eso pudo salvarles cuando llegó el día de su juicio. Raijin ahora se erigía allí, solitario, impretérrito ante la destrucción total de la Aldea Oculta de la Nube. Así seguiría, con total seguridad, hasta el fin de los tiempos.
Un grito rasgó el aire, elevándose por encima del repiqueteo de la lluvia contra las aguas del gigantesco valle inundado. Bajo la atenta mirada del Dios del Trueno, una figura solitaria resplandecía con un brillo azulado.
—¡Raiton! ¡Chidori!
La mano de Anzu se iluminó de repente con un destello eléctrico, cubriéndose de chakra Raiton. El chillido de un millar de pájaros retumbó en las cavidades rocosas y los peñascos derruidos, haciéndose oír por todo el Valle de Unraikyo. Anzu levantó la cabeza, clavando sus furiosos ojos en la estatua que se erguía, enorme, frente a ella.
Con un impulso casi animal, arrancó a correr hacia Raijin y, con un salto, estampó su Chidori en el pecho del dios.
Llovía a mares, y cada tanto un furioso relámpago hendía el cielo ennegrecido. No era raro por aquellas tierras, que antaño habían sido la joya de la corona de una Aldea poderosa. Kumogakure se vanagloriaba de su orgullo marcial, pero ni eso pudo salvarles cuando llegó el día de su juicio. Raijin ahora se erigía allí, solitario, impretérrito ante la destrucción total de la Aldea Oculta de la Nube. Así seguiría, con total seguridad, hasta el fin de los tiempos.
Un grito rasgó el aire, elevándose por encima del repiqueteo de la lluvia contra las aguas del gigantesco valle inundado. Bajo la atenta mirada del Dios del Trueno, una figura solitaria resplandecía con un brillo azulado.
—¡Raiton! ¡Chidori!
La mano de Anzu se iluminó de repente con un destello eléctrico, cubriéndose de chakra Raiton. El chillido de un millar de pájaros retumbó en las cavidades rocosas y los peñascos derruidos, haciéndose oír por todo el Valle de Unraikyo. Anzu levantó la cabeza, clavando sus furiosos ojos en la estatua que se erguía, enorme, frente a ella.
Con un impulso casi animal, arrancó a correr hacia Raijin y, con un salto, estampó su Chidori en el pecho del dios.