15/09/2016, 23:42
Cuando terminó su obra y levantó la mirada, Ayame se encontró de golpe con la silueta de Kondoriano inclinado sobre ella. Estudiaba el mapa con el ceño fruncido en una expresión concentrada. Muy cerca. Demasiado cerca. Tan cerca que el de Uzushiogakure podría percibir algo curioso en Ayame. Su cuerpo no emanaba ningún tipo de olor, como debería ser lo normal. Era completamente inodora.
—¿Donde... Uzussssshio...? —preguntó entonces, pero antes de que Ayame pudiera decir nada señaló un punto en el mapa dentro del País de la Espiral y situado en la península del sur.
«¿De verdad me acaba de señalar dónde se encuentra exactamente Uzushiogakure?» Se preguntaba Ayame, completamente horrorizada. Se suponía que las aldeas no se llamaban "aldeas ocultas" por casualidad. Lo que acababa de hacer Kondoriano, si se hubiese tratado de cualquier otra persona, era algo verdaderamente peligroso. Pero el chico parecía totalmente ajeno a aquella situación.
Entonces arrastró el dedo por el mapa, trazando una línea hacia el oeste en el mapa que terminó desembocando en el País del Viento.
[sub=limegreen]—Paissss Viento... Dessssssierto. Mi casa[/color] —añadió, con aquel peculiar acento suyo.
—El desierto... qué duro... —respondió Ayame, con un visible escalofrío—. La verdad es que nunca he estado allí, pero de tan sólo pensar en el calor...
Unos extraños silbidos surcaron el aire de manera repentina, y Ayame ahogó un gemido cuando el asta de una de las flechas que había caído sobre ellos la atravesó de parte a parte por la espalda. Su cuerpo se deshizo en un violento estallido de agua y la muchacha que hasta aquel preciso instante había estado charlando con Kondoriano desapareció sin dejar más rastro que un inerme charco de agua que ahora bañaba sus pies.
—¡Maldita sea su estampa! ¡¡La chica no era real!!
—¿Dónde cojones se ha metido? ¡Al jefe no le va a gustar que dejemos testigos vivos!
Los que maldecían de aquella manera tan escandalosa eran dos hombres que habían surgido de entre los arbustos. El primero que había hablado era pequeño pero de complexión ágil como un gato. Llevaba entre sus manos un terrible arco y, a su espalda, un carcaj repleto de flechas rematadas con plumas oscuras. El segundo, con un parche en un ojo, era más alto y fuerte, y en su cintura portaba una espada que lejos quedaba de parecer ligera.
—¡CHICO! —gritó el fortachón, señalando a Kondoriano—. ¡Será mejor que nos entregues todo lo que lleves encima y nos digas donde está la chica!