A su alarido le respondió el silencio, aunque no duró mucho. Los pasos cesaron tan sólo un instante, y luego percutieron de nuevo en las baldosas de piedra hasta que el ojo de Haskoz se alineó con unos zapatos de mujer, de un negro brillante.
—¿Te has vomitado encima? Joder, qué asco —dijo una voz.
Era una mujer de unos treinta años, vestida casi totalmente de negro. Llevaba una especie de uwagi, y luego unos hakama bien anchos, pero terminaban a la mitad de las espinillas y acababa en aquellos zapatos, que podrían haber correspondido más a una prenda de vestir que a lo que solían llevar los samurai, como el resto de su indumentaria así sugería. Tampoco llevaba ninguna katana. Tenía el pelo largo, ondulado y de un color púrpura muy, muy pálido, casi blanco, muy exótico. Los ojos eran negros como un pozo oscuro y los labios, pintados también de negro.
Llevaba en la mejilla derecha una marca al hierro candente con el símbolo de Amegakure. También una cicatriz que cruzaba dicho símbolo. Las fechas de nacimiento de sendas marcas no parecían coincidir.
—¿Ya estás más tranquilo, extranjero? —preguntó—. ¿Mmh? ¿Qué pasa, no recuerdas nada, verdad? Será de la cogorza que llevabas, ¿quizá? ¿Es eso?
—¿Te has vomitado encima? Joder, qué asco —dijo una voz.
Era una mujer de unos treinta años, vestida casi totalmente de negro. Llevaba una especie de uwagi, y luego unos hakama bien anchos, pero terminaban a la mitad de las espinillas y acababa en aquellos zapatos, que podrían haber correspondido más a una prenda de vestir que a lo que solían llevar los samurai, como el resto de su indumentaria así sugería. Tampoco llevaba ninguna katana. Tenía el pelo largo, ondulado y de un color púrpura muy, muy pálido, casi blanco, muy exótico. Los ojos eran negros como un pozo oscuro y los labios, pintados también de negro.
Llevaba en la mejilla derecha una marca al hierro candente con el símbolo de Amegakure. También una cicatriz que cruzaba dicho símbolo. Las fechas de nacimiento de sendas marcas no parecían coincidir.
—¿Ya estás más tranquilo, extranjero? —preguntó—. ¿Mmh? ¿Qué pasa, no recuerdas nada, verdad? Será de la cogorza que llevabas, ¿quizá? ¿Es eso?
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