28/02/2017, 23:24
La pequeña replicó que no había sido culpa de ella, que la culpa había sido de la secretaria del Morikage, así como también le informó de que había llegado a lo justo habiendo estado esperando en la recepción durante toda la mañana. Sin duda, razón no le faltaba. El hombre sin embargo no respondió, mantuvo el silencio. Dentro, bajo la penumbra de la tela, la chica no tenía mas quehaceres salvo esperar, mirar su alrededor, o poco mas. Al fondo, la mujer permanecía en silencio, casi autista.
Entre baches, el camino de tierra y pedruscos iba sucediéndose, dejando atrás primero la gran puerta de Kusagakure, el puente que la salvaguardaba, y poco a poco un pequeño pero fructífero bosque. La chica podía observar con parsimonia cómo los árboles iban relevándose, y quedando atrás en el camino. Una curva a la izquierda, una a la derecha, una cuesta hacia arriba, y las horas que comenzaban a pasar. El trayecto se veía largo, aunque de seguro mucho menos que andando.
El atardecer ya caía, el ocaso era inminente. No hubo una sola parada, el carretero no soltaba una palabra, y la mujer no hacía mucho mas. La chica de seguro podía escuchar rugir su estómago, o cómo la llamada de la naturaleza comenzaba a golpear fuerte en su vejiga.
Tras haber pasado una gran planicie de hierba que de seguro llegaba a la altura de la cintura, el carruaje comenzó a topar con un terreno aún mas pedregoso al inicial. Los saltos de la madera, así como la bancada eran abrumadores. Por suerte, apenas hubieron pasado un par de minutos, el carruaje paró.
—Vamos a parar aquí por un rato, pequeña. Tienes cuarenta minutos para comer, cagar, o lo que sea que quieras hacer. En 40 minutos salgo, si no estás en el carro, te quedas aquí.
Estaban en mitad de la nada, literalmente. Solo había un vasto claro de piedra caliza bajo ellos y que se expandía hasta el horizonte. A pocas decenas de metros, el pasto que hacía poco habían abandonado, y mas allá alguna que otra montaña salpicada de nieve. Nada mas al otro lado, absolutamente nada. Y allí, en mitad de la nada, un caserón de madera vieja que asimilaba lo que era; un posada. Un cartel reflejaba el primer pensamiento que pudiese pasar por la cabeza, dando título a la posada.
La puerta estaba cerrada, mas una luz daba evidencia a que allí había alguien. El silencio volvía a ser rey sin embargo, ni un solo murmuro. El primer ruido audible fue el fuerte pisotón del caballero que conducía al tocar tierra. Tras ello, nada mas. La mujer del fondo, parecía dispuesta a quedarse allí sin moverse. Bien no había escuchado la oferta, o simplemente se había quedado dormida... a saber.
Dentro de la posada, donde no tardó en adentrarse el hombre, la tenue luz daba cavidad a una triste decoración. Apenas un par de muebles, sillas y mesas, todos ellos tallados en la misma madera. Al fondo, una mujer con cara de desdén, que casi parecía estar a esperas de la muerte. Al menos rozaba la quincuagésima primavera, y portaba una ropa que claramente la delataban como mesera.
Entre baches, el camino de tierra y pedruscos iba sucediéndose, dejando atrás primero la gran puerta de Kusagakure, el puente que la salvaguardaba, y poco a poco un pequeño pero fructífero bosque. La chica podía observar con parsimonia cómo los árboles iban relevándose, y quedando atrás en el camino. Una curva a la izquierda, una a la derecha, una cuesta hacia arriba, y las horas que comenzaban a pasar. El trayecto se veía largo, aunque de seguro mucho menos que andando.
El atardecer ya caía, el ocaso era inminente. No hubo una sola parada, el carretero no soltaba una palabra, y la mujer no hacía mucho mas. La chica de seguro podía escuchar rugir su estómago, o cómo la llamada de la naturaleza comenzaba a golpear fuerte en su vejiga.
Tras haber pasado una gran planicie de hierba que de seguro llegaba a la altura de la cintura, el carruaje comenzó a topar con un terreno aún mas pedregoso al inicial. Los saltos de la madera, así como la bancada eran abrumadores. Por suerte, apenas hubieron pasado un par de minutos, el carruaje paró.
—Vamos a parar aquí por un rato, pequeña. Tienes cuarenta minutos para comer, cagar, o lo que sea que quieras hacer. En 40 minutos salgo, si no estás en el carro, te quedas aquí.
Estaban en mitad de la nada, literalmente. Solo había un vasto claro de piedra caliza bajo ellos y que se expandía hasta el horizonte. A pocas decenas de metros, el pasto que hacía poco habían abandonado, y mas allá alguna que otra montaña salpicada de nieve. Nada mas al otro lado, absolutamente nada. Y allí, en mitad de la nada, un caserón de madera vieja que asimilaba lo que era; un posada. Un cartel reflejaba el primer pensamiento que pudiese pasar por la cabeza, dando título a la posada.
En mitad de la nada
La puerta estaba cerrada, mas una luz daba evidencia a que allí había alguien. El silencio volvía a ser rey sin embargo, ni un solo murmuro. El primer ruido audible fue el fuerte pisotón del caballero que conducía al tocar tierra. Tras ello, nada mas. La mujer del fondo, parecía dispuesta a quedarse allí sin moverse. Bien no había escuchado la oferta, o simplemente se había quedado dormida... a saber.
Dentro de la posada, donde no tardó en adentrarse el hombre, la tenue luz daba cavidad a una triste decoración. Apenas un par de muebles, sillas y mesas, todos ellos tallados en la misma madera. Al fondo, una mujer con cara de desdén, que casi parecía estar a esperas de la muerte. Al menos rozaba la quincuagésima primavera, y portaba una ropa que claramente la delataban como mesera.