1/05/2017, 16:09
(Última modificación: 1/05/2017, 16:10 por Uchiha Datsue.)
Cinco. Seis. Siete.
El amasijo de sangre y huesos rotos que componía la cara irreconocible de aquel cadáver se transformó de pronto en una esfera negra. Una esfera que le engulló como una burbuja de aceite, viscosa y caliente, pero sin mojar ni manchar un solo centímetro de su piel.
Y entonces, lo supo. Eran las terceras fauces que aquella mujer había abierto para él. Primero Amateratsu, luego Susano’o, y ahora… Tsukuyomi. La luna negra, nacida de la suciedad del Yomi acumulada en el ojo derecho de Izanagi. La trampa mortal en la bóveda celeste. Aquella perra no solo iba a matarle, sino alejarle por siempre de su verdadero hogar. Del Yomi. De su madre.
Su madre…
La luna negra alcanzó su máxima plenitud, y entonces, en aquel instante, en aquel segundo, recordó quien era. Los truenos, lejanos, dejaron de ser el tambor tocado por Raijin para convertirse en latigazos lamiendo la piel de su espalda. La risa eterna que afloraba en su garganta dejó de ser fría y letal como el veneno de una serpiente. Ahora era débil, lastimera, suplicante... Las muñecas le sangraban. Líneas rojas horizontales a lo largo de ellas. Siempre profundas. Nunca lo suficiente.
Él no era el Demonio Blanco. Él no era él, sino ella. Caminaba con los pies descalzos, entre tigres tan blancos como la fría nieve que pisaba.
Huía. A sus espaldas, el horror más inimaginable que cualquiera pudiese imaginar. Un gran samurái. Honorable, bondadoso, recto. Intachable. Una máscara, que se quitaba cada vez que entraba en casa. Al frente, la única escapatoria: el Palacio de Hielo. La entrada al Yomi. Su perdición. Su salvación…
La esfera negra se contrajo como una canica, y ella, y el Demonio Blanco, y los cientos de personas que alguna vez había sido, desaparecieron junto a un joven chico de cabellos blancos y sueños demasiado grandes para aquel triste mundo...
El amasijo de sangre y huesos rotos que componía la cara irreconocible de aquel cadáver se transformó de pronto en una esfera negra. Una esfera que le engulló como una burbuja de aceite, viscosa y caliente, pero sin mojar ni manchar un solo centímetro de su piel.
Y entonces, lo supo. Eran las terceras fauces que aquella mujer había abierto para él. Primero Amateratsu, luego Susano’o, y ahora… Tsukuyomi. La luna negra, nacida de la suciedad del Yomi acumulada en el ojo derecho de Izanagi. La trampa mortal en la bóveda celeste. Aquella perra no solo iba a matarle, sino alejarle por siempre de su verdadero hogar. Del Yomi. De su madre.
Su madre…
La luna negra alcanzó su máxima plenitud, y entonces, en aquel instante, en aquel segundo, recordó quien era. Los truenos, lejanos, dejaron de ser el tambor tocado por Raijin para convertirse en latigazos lamiendo la piel de su espalda. La risa eterna que afloraba en su garganta dejó de ser fría y letal como el veneno de una serpiente. Ahora era débil, lastimera, suplicante... Las muñecas le sangraban. Líneas rojas horizontales a lo largo de ellas. Siempre profundas. Nunca lo suficiente.
Él no era el Demonio Blanco. Él no era él, sino ella. Caminaba con los pies descalzos, entre tigres tan blancos como la fría nieve que pisaba.
Huía. A sus espaldas, el horror más inimaginable que cualquiera pudiese imaginar. Un gran samurái. Honorable, bondadoso, recto. Intachable. Una máscara, que se quitaba cada vez que entraba en casa. Al frente, la única escapatoria: el Palacio de Hielo. La entrada al Yomi. Su perdición. Su salvación…
La esfera negra se contrajo como una canica, y ella, y el Demonio Blanco, y los cientos de personas que alguna vez había sido, desaparecieron junto a un joven chico de cabellos blancos y sueños demasiado grandes para aquel triste mundo...
«Larga Vida a Uzushiogakure no Sato»
![[Imagen: ksQJqx9.png]](https://i.imgur.com/ksQJqx9.png)
¡Agradecimientos a Daruu por el dibujo de PJ y avatar tan OP! ¡Y a Reiji y Ayame por la firmaza! Si queréis una parecida, este es el lugar adecuado