5/12/2017, 11:04
(Última modificación: 5/12/2017, 11:05 por Amedama Daruu.)
La muchacha entró en la joyería. No era más que una sobria tiendecita, de esas cuyos dueños no tienen suficiente dinero para pagar estantes reforzados con la seguridad apropiada. Afortunadamente —para los joyeros—, también era de esas familias con pocos recursos para el entretenimiento, y habían engendrado hijos sanos y fuertes.
Dichos dos hijos sanos y fuertes estaban a derecha e izquierda de la habitación, de brazos cruzados, armados hasta los dientes y observando a Reika con desconfianza.
—Buenos días, ¡buenos días! ¿En qué puedo ayudarte, jovencita? —La mujer detrás del mostrador era ya anciana. Tenía el pelo largo y gris, y los ojos verdes. Vestía, por encima de la ropa, un delantal de artesano manchado de negro: aquella mujer no sólo se dedicaba a tomar nota a los clientes, probablemente había fabricado con sus propias manos más de la mitad de las joyas que Reika tenía a la vista.
Dichos dos hijos sanos y fuertes estaban a derecha e izquierda de la habitación, de brazos cruzados, armados hasta los dientes y observando a Reika con desconfianza.
—Buenos días, ¡buenos días! ¿En qué puedo ayudarte, jovencita? —La mujer detrás del mostrador era ya anciana. Tenía el pelo largo y gris, y los ojos verdes. Vestía, por encima de la ropa, un delantal de artesano manchado de negro: aquella mujer no sólo se dedicaba a tomar nota a los clientes, probablemente había fabricado con sus propias manos más de la mitad de las joyas que Reika tenía a la vista.