5/01/2018, 15:53
Akame siguió a su compañero por las escaleras que ascendían de nuevo hacia la superficie y el nivel superior del Templo de Uróboros después de chasquear los dedos para que otra de sus esferas luminosas comenzara a orbitar a su alrededor. Aquella sencilla técnica que había ideado en un par de tardes mientras practicaba su dominio del Katon había probado ser de gran utilidad numerosas veces, pero en ninguna de forma tan crítica como aquella. Sin el Kaijudentō no Jutsu, probablemente jamás hubieran conseguido llegar hasta las profundidades del Templo sin caer en alguna trampa o morir de frío.
«Hablando de frío...»
Sin su preciada chaqueta —que ahora envolvía aquella joya vibrante de chakra natural—, el uzujin se había quedado únicamente en mangas de camisa interior; una prenda negra, de tirantes y sin mangas, que no era ni de lejos suficiente para protegerle de la gélida temperatura de los subterráneos del Templo. Con el rostro todavía manchado con la sangre oscura y ahora seca de la bestia, lo único que impedía que Akame empezase a tiritar incontroladamente era la Linterna Resplandeciente que le proporcionaba algo de calidez; aunque no la suficiente como para evitar que sintiera cómo se le iban entumeciendo los músculos.
Los muchachos ascendieron por el largo pasillo de escaleras hasta encontrarse de nuevo en el fondo del primer foso de estacas —y tras atravesar las múltiples trampas ya activadas del pasillo inferior—. Una vez allí, usarían su control del chakra para ascender caminando por la pared hasta el corredor principal.
Nada más salir del hoyo, una corriente del gélido aire nocturno les saludaría, agitándoles el pelo.
—Por Amaterasu... Por fin algo de aire puro —masculló Akame, que aun así había empezado a tiritar.
Sería fácil a partir de ahí salir del Templo —con la joya acunada en los brazos del de Uzu—. Mientras descendían las ruinosas escaleras de piedra de la entrada Akame alzó la vista al cielo nocturno. Estaba especialmente oscuro y las estrellas plagaban aquel tapiz negro con su fulgor. Mientras cruzaban el claro, el Uchiha fue realmente consciente de que acababan de conseguirlo.
Momentos después los Uchiha llegaron hasta el lugar donde se encontraban los restos de las dos hogueras, y algunos pasos más allá, el árbol donde habían colgado sus petates. Akame se detuvo y, silente, se acuclilló frente a los restos de ambas fogatas.
«Hablando de frío...»
Sin su preciada chaqueta —que ahora envolvía aquella joya vibrante de chakra natural—, el uzujin se había quedado únicamente en mangas de camisa interior; una prenda negra, de tirantes y sin mangas, que no era ni de lejos suficiente para protegerle de la gélida temperatura de los subterráneos del Templo. Con el rostro todavía manchado con la sangre oscura y ahora seca de la bestia, lo único que impedía que Akame empezase a tiritar incontroladamente era la Linterna Resplandeciente que le proporcionaba algo de calidez; aunque no la suficiente como para evitar que sintiera cómo se le iban entumeciendo los músculos.
Los muchachos ascendieron por el largo pasillo de escaleras hasta encontrarse de nuevo en el fondo del primer foso de estacas —y tras atravesar las múltiples trampas ya activadas del pasillo inferior—. Una vez allí, usarían su control del chakra para ascender caminando por la pared hasta el corredor principal.
Nada más salir del hoyo, una corriente del gélido aire nocturno les saludaría, agitándoles el pelo.
—Por Amaterasu... Por fin algo de aire puro —masculló Akame, que aun así había empezado a tiritar.
Sería fácil a partir de ahí salir del Templo —con la joya acunada en los brazos del de Uzu—. Mientras descendían las ruinosas escaleras de piedra de la entrada Akame alzó la vista al cielo nocturno. Estaba especialmente oscuro y las estrellas plagaban aquel tapiz negro con su fulgor. Mientras cruzaban el claro, el Uchiha fue realmente consciente de que acababan de conseguirlo.
Momentos después los Uchiha llegaron hasta el lugar donde se encontraban los restos de las dos hogueras, y algunos pasos más allá, el árbol donde habían colgado sus petates. Akame se detuvo y, silente, se acuclilló frente a los restos de ambas fogatas.