28/01/2018, 14:55
«Dioses...»
La escena que estaba presenciando arrancó un pinchazo de culpa en Akame, por debajo de la coraza de frialdad y apatía que envolvía todo su ser. Aquel muchacho, tan cándido e inocente, acababa de aterrizar de lleno sobre la Tierra. Y la toma de contacto no había sido un suave descenso, sino una hostia contra la realidad en toda regla. El llanto de Ralexion sonaba desgarrador y agónico, y retumbaba en las paredes del almacén. Fuera, en la calle, nada se oiría; Akame se había asegurado de que aquel local estaba debidamente insonorizado antes de alquilarlo.
Mientras su pariente se derrumbaba, Akame lo observaba todo con rostro imperturbable. Podría haberle dado la espalda de nuevo, haber empezado a limpiar o a envolver el cuerpo sin vida de Kurosaki Nue en varias telas viejas que había comprado a un mercader, para distraer la mente. Pero no lo hizo; miró. Se forzó a mirar. Aquello también era parte del trabajo de un shinobi... Aceptar las consecuencias sin volver la vista hacia otro lado.
No dijo nada, sin embargo. Él nunca había sido bueno con las palabras y carecía de las habilidades sociales suficientes como para consolar a su semejante. Cualquier cosa que hubiera dicho habría caído en saco roto o —peor— habría agravado la pena que aflijía al joven genin de la Hierba.
En lugar de ello, se limitó a rebuscar entre la pila de escombros y chismes hasta que dio con un revoltijo de mantas apolilladas. Luego las extendió en el suelo —empapado de sangre y vómito— para que abarcasen las dimensiones del cadáver; entonces empujó al mismo hacia el suelo. El cuerpo cayó con un pesado "BUM", y Akame empezó a desatar sus brazos y piernas. Envolvió el cadáver en las mantas y las ató con el hilo que acababa de recuperar, asegurándose de que el nudo sería lo bastante firme como para no soltarse.
Entonces hizo rodar el cuerpo para apartarlo hasta uno de los laterales del local. Tomó un saco de serrín que reposaba junto a la mesa escritorio y lo volcó sobre la sangre oscura y el vómito de Ralexion, que ya empezaba a oler a mil demonios. Fue generoso con la cantidad, cubriendo por completo cada mancha de color bermellón. Entonces dejó el saco a un lado y se sentó en la silla sobre la que habían interrogado a Nue, con los brazos cruzados y la vista fija en el suelo enserrinado.
La escena que estaba presenciando arrancó un pinchazo de culpa en Akame, por debajo de la coraza de frialdad y apatía que envolvía todo su ser. Aquel muchacho, tan cándido e inocente, acababa de aterrizar de lleno sobre la Tierra. Y la toma de contacto no había sido un suave descenso, sino una hostia contra la realidad en toda regla. El llanto de Ralexion sonaba desgarrador y agónico, y retumbaba en las paredes del almacén. Fuera, en la calle, nada se oiría; Akame se había asegurado de que aquel local estaba debidamente insonorizado antes de alquilarlo.
Mientras su pariente se derrumbaba, Akame lo observaba todo con rostro imperturbable. Podría haberle dado la espalda de nuevo, haber empezado a limpiar o a envolver el cuerpo sin vida de Kurosaki Nue en varias telas viejas que había comprado a un mercader, para distraer la mente. Pero no lo hizo; miró. Se forzó a mirar. Aquello también era parte del trabajo de un shinobi... Aceptar las consecuencias sin volver la vista hacia otro lado.
No dijo nada, sin embargo. Él nunca había sido bueno con las palabras y carecía de las habilidades sociales suficientes como para consolar a su semejante. Cualquier cosa que hubiera dicho habría caído en saco roto o —peor— habría agravado la pena que aflijía al joven genin de la Hierba.
En lugar de ello, se limitó a rebuscar entre la pila de escombros y chismes hasta que dio con un revoltijo de mantas apolilladas. Luego las extendió en el suelo —empapado de sangre y vómito— para que abarcasen las dimensiones del cadáver; entonces empujó al mismo hacia el suelo. El cuerpo cayó con un pesado "BUM", y Akame empezó a desatar sus brazos y piernas. Envolvió el cadáver en las mantas y las ató con el hilo que acababa de recuperar, asegurándose de que el nudo sería lo bastante firme como para no soltarse.
Entonces hizo rodar el cuerpo para apartarlo hasta uno de los laterales del local. Tomó un saco de serrín que reposaba junto a la mesa escritorio y lo volcó sobre la sangre oscura y el vómito de Ralexion, que ya empezaba a oler a mil demonios. Fue generoso con la cantidad, cubriendo por completo cada mancha de color bermellón. Entonces dejó el saco a un lado y se sentó en la silla sobre la que habían interrogado a Nue, con los brazos cruzados y la vista fija en el suelo enserrinado.