28/01/2018, 15:59
El del Remolino observó cómo Ralexion se iba recuperando del shock mientras el serrín se secaba y absorbía la sangre y vómito del suelo. Akame le miraba con curiosidad e incluso una suerte de envidia; hacía tiempo que a él le habían arrebatado la inocencia y candidez, siendo mucho más joven que Ralexion. En ese momento lo había entendido —el motivo de hacerle pasar por algo así— pero por no ello eso había hecho su pérdida más soportable. En aquellos tiempos, Akame se había aferrado a la idea de que todo era en favor de un bien superior, de una causa más grande que él mismo. Sin embargo, allí, sentado sobre una silla desvencijada en un almacén mugroso de las plataformas bajas de Tane-Shigai, esperando a que el serrín se secara, no encontraba semejante consuelo.
Entonces oyó la voz de Ralexion que le preguntaba algo, y sacudió la cabeza. Alzó la mirada y meditó la respuesta durante unos segundos.
—Sí. Alguna vez —respondió, lacónico—. Todos lo hacemos, tarde o temprano, Ralexion-san. Es parte de nosotros, de aquello en lo que nos convertimos.
Por crudo que pudiera sonar, para Akame aquella era la simple e innegable verdad. En un lugar como Oonindo —donde el valor de tu vida normalmente estaba ligado al contenido de tu billetera—, los shinobi eran la perfecta expresión de la muerte. ¿Quién sabía matar mejor que ellos?
El Uchiha se levantó, tomando una escoba que había apoyada junto al archivador metálico. Empezó a barrer el serrín —ya convertido en una pasta negruzca— y trató de amontonarlo todo en un único punto. Luego cogió un cubo, una fregona, vertió algo del agua que quedaba en el balde dentro del cubo y fregó el serrín.
Tardó unos minutos, pero cuando hubo acabado el almacén no olía tanto a vómito y a muerto. Dejó todos los utensilios donde los había encontrado y se volvió hacia Ralexion.
—Voy a necesitar que me ayudes a cargar con esto, Ralexion-san —le pidió, refiriéndose al cadáver envuelto en mantas que reposaba a un lado del local.
Entonces oyó la voz de Ralexion que le preguntaba algo, y sacudió la cabeza. Alzó la mirada y meditó la respuesta durante unos segundos.
—Sí. Alguna vez —respondió, lacónico—. Todos lo hacemos, tarde o temprano, Ralexion-san. Es parte de nosotros, de aquello en lo que nos convertimos.
Por crudo que pudiera sonar, para Akame aquella era la simple e innegable verdad. En un lugar como Oonindo —donde el valor de tu vida normalmente estaba ligado al contenido de tu billetera—, los shinobi eran la perfecta expresión de la muerte. ¿Quién sabía matar mejor que ellos?
El Uchiha se levantó, tomando una escoba que había apoyada junto al archivador metálico. Empezó a barrer el serrín —ya convertido en una pasta negruzca— y trató de amontonarlo todo en un único punto. Luego cogió un cubo, una fregona, vertió algo del agua que quedaba en el balde dentro del cubo y fregó el serrín.
Tardó unos minutos, pero cuando hubo acabado el almacén no olía tanto a vómito y a muerto. Dejó todos los utensilios donde los había encontrado y se volvió hacia Ralexion.
—Voy a necesitar que me ayudes a cargar con esto, Ralexion-san —le pidió, refiriéndose al cadáver envuelto en mantas que reposaba a un lado del local.