5/02/2018, 12:18
—¡Ya lo sé! No me riñas... —replicó la chiquilla por lo bajo, pero el enfurruñamiento inicial cedió el paso a una súbita emoción—. ¡Ya sé! Por qué no veniis a casa?
—¿¡Qué!? —exclamó Ayame, reincorporándose de golpe.
—Yo... esto... —balbuceó Yota.
—¡Sí, sí, sí, por favor! Suena genial, ¿A que si, chicos? —culminó la araña.
—¡Ay, qué mona! Venga, que hay sitio para los tres —exclamó la niña, muerta de alegría.
Y durante un instante Ayame no pudo evitar sentirse extrañada de que la niña, no sólo no temiera a un bicho tan grande como una mano como era Kumopansa, sino que ni siquiera mostrara ningún tipo de sorpresa ante el hecho de que hablara.
—Yo.... Bueno, ¿Qué dices, Ayame? —preguntó Yota, dirigiéndose directamente a ella.
Y Ayame, que se había visto sorprendida por la súbita invitación, sacudió la cabeza.
—E... ¡Espera, espera! —musitó agitando las manos en el aire—. Ahora mismo somos unos desconocidos. No podemos llegar a tu casa así sin más, tus papás se molestarán —argumentó, apurada.
Desde luego, la promesa de una habitación caliente era más que tentadora. Sobre todo mientras estaban sufriendo aquel frío invernal que estaba comenzando a congelarse las orejas, la punta de la nariz y los dedos; pero había demasiados condicionantes en contra. Y todos ellos tenían que ver con el temor a lo desconocido. Los padres de aquella niña debían de haberla educado para que no hablara con extraños, y mucho menos que los invitara a su casa. Todo lo repentino de la situación era demasiado extraño, y había despertado todas sus alarmas.
—¿¡Qué!? —exclamó Ayame, reincorporándose de golpe.
—Yo... esto... —balbuceó Yota.
—¡Sí, sí, sí, por favor! Suena genial, ¿A que si, chicos? —culminó la araña.
—¡Ay, qué mona! Venga, que hay sitio para los tres —exclamó la niña, muerta de alegría.
Y durante un instante Ayame no pudo evitar sentirse extrañada de que la niña, no sólo no temiera a un bicho tan grande como una mano como era Kumopansa, sino que ni siquiera mostrara ningún tipo de sorpresa ante el hecho de que hablara.
—Yo.... Bueno, ¿Qué dices, Ayame? —preguntó Yota, dirigiéndose directamente a ella.
Y Ayame, que se había visto sorprendida por la súbita invitación, sacudió la cabeza.
—E... ¡Espera, espera! —musitó agitando las manos en el aire—. Ahora mismo somos unos desconocidos. No podemos llegar a tu casa así sin más, tus papás se molestarán —argumentó, apurada.
Desde luego, la promesa de una habitación caliente era más que tentadora. Sobre todo mientras estaban sufriendo aquel frío invernal que estaba comenzando a congelarse las orejas, la punta de la nariz y los dedos; pero había demasiados condicionantes en contra. Y todos ellos tenían que ver con el temor a lo desconocido. Los padres de aquella niña debían de haberla educado para que no hablara con extraños, y mucho menos que los invitara a su casa. Todo lo repentino de la situación era demasiado extraño, y había despertado todas sus alarmas.