26/08/2015, 11:47
No tardó en atisbar los cabellos plateados que andaba buscando a lo lejos. Perdido entre la multitud, el chico se volvió hacia ella, y en su rostro se volvió a dibujar aquel gesto del absoluto terror cuando se cruzaron sus miradas. Jadeando, Ayame trató de mostrarle la bolsa que llevaba aún en su mano diestra, pero él se giró repentinamente y echó a correr en dirección contraria. Estaba huyendo de ella.
—E... ¡Espera! —exclamó, en un angustiado resuello, pero el muchacho no parecía tener ninguna intención de escucharla.
Con el corazón bombeando como loco en su pecho, Ayame aumentó la velocidad. Era un alivio comprobar que su huidor no era tan rápido como ella. Prácticamente podría alcanzarle en un par de minutos, como mucho. Sin embargo, se encontraban en una concurrida avenida, y la multitud que discurría por aquella dificultaba enormemente la persecución. Más de una vez estuvo a punto de chocar con alguien, y más de una vez se llevó un improperio al pasar a ras de algún pobre hombre. Incluso estuvo tentada de utilizar su habilidad de la hidratación para pasar a través de un grupo de personas que se había apelmazado en mitad de la calle, pero el sentido común le dictó a tiempo que no era una buena idea dejarlos totalmente empapados de aquella manera.
—¡E... Espera... por favor...! —gritó, por enésima vez.
Pero de nada servían sus súplicas. El chico seguía corriendo sin piedad, y Ayame ya sentía el ardor de la fatiga carbonizando sus pulmones. Repentinamente, el genin giró a la izquierda, y ella no tardó en hacer lo mismo. Para su fortuna, habían llegado a lo que parecía ser un callejón sin salida. Habían acabado en una angosta callejuela situada entre altos rascacielos.
«Menos mal que no le ha dado por escalar las paredes... No sé cuánto más iba a aguantar este ritmo...» Se congratuló, maldiciendo al mismo tiempo su escaso aguante físico. Como un guepardo, Ayame era capaz de alcanzar grandes velocidades si se lo proponía, pero no podía mantenerla demasiado tiempo.
Y eso suponía un gran riesgo.
Sofocada por la carrera, Ayame dejó caer el paraguas al suelo y apoyó las manos en las rodillas tratando de recuperar el aire perdido y calmar los lacerantes pinchazos que azotaban su costado. Ni siquiera se había dado cuenta de que había comenzado a llover de nuevo, tal era el ardor que sentía en cada poro de su piel. Sólo al cabo de algunos segundos fue capaz de moverse, y entonces alzó una de sus manos hacia el genin.
En ella sujetaba la bolsa tintineante de dinero.
—Se te ha... caído... —balbuceó, como buenamente pudo.
—E... ¡Espera! —exclamó, en un angustiado resuello, pero el muchacho no parecía tener ninguna intención de escucharla.
Con el corazón bombeando como loco en su pecho, Ayame aumentó la velocidad. Era un alivio comprobar que su huidor no era tan rápido como ella. Prácticamente podría alcanzarle en un par de minutos, como mucho. Sin embargo, se encontraban en una concurrida avenida, y la multitud que discurría por aquella dificultaba enormemente la persecución. Más de una vez estuvo a punto de chocar con alguien, y más de una vez se llevó un improperio al pasar a ras de algún pobre hombre. Incluso estuvo tentada de utilizar su habilidad de la hidratación para pasar a través de un grupo de personas que se había apelmazado en mitad de la calle, pero el sentido común le dictó a tiempo que no era una buena idea dejarlos totalmente empapados de aquella manera.
—¡E... Espera... por favor...! —gritó, por enésima vez.
Pero de nada servían sus súplicas. El chico seguía corriendo sin piedad, y Ayame ya sentía el ardor de la fatiga carbonizando sus pulmones. Repentinamente, el genin giró a la izquierda, y ella no tardó en hacer lo mismo. Para su fortuna, habían llegado a lo que parecía ser un callejón sin salida. Habían acabado en una angosta callejuela situada entre altos rascacielos.
«Menos mal que no le ha dado por escalar las paredes... No sé cuánto más iba a aguantar este ritmo...» Se congratuló, maldiciendo al mismo tiempo su escaso aguante físico. Como un guepardo, Ayame era capaz de alcanzar grandes velocidades si se lo proponía, pero no podía mantenerla demasiado tiempo.
Y eso suponía un gran riesgo.
Sofocada por la carrera, Ayame dejó caer el paraguas al suelo y apoyó las manos en las rodillas tratando de recuperar el aire perdido y calmar los lacerantes pinchazos que azotaban su costado. Ni siquiera se había dado cuenta de que había comenzado a llover de nuevo, tal era el ardor que sentía en cada poro de su piel. Sólo al cabo de algunos segundos fue capaz de moverse, y entonces alzó una de sus manos hacia el genin.
En ella sujetaba la bolsa tintineante de dinero.
—Se te ha... caído... —balbuceó, como buenamente pudo.