26/08/2015, 17:46
—¡Idiotas, más que idiotas! —Una mujer de pelo castaño y ojos de un extraño color rosa gritaba a dos distraídos chunin que echaban alegremente una partida de cartas en la caseta de guardia—. ¿Os llamáis a vosotros mismos GUARDIAS DE LA ENTRADA?
—Pe... pero Yuina-senpai, nosotros... —gimió el más bajito: un ninja rechonchete con perilla de chivo que temblaba más que un flan de huevo, que un flan de vainilla y una gelatina de marca blanca caducada—. ...pensábamos que no pasaría nadie por aquí... Hoy era día festivo, la lluvia apretaba considerablemente. Ningún mercader pasaría por aquí.
—Por supuesto que no, un mercader no... —musitó Yuina, iracunda—. ¡¡Pero sí un espía, maldito descerebrado inútil!! Ya veréis cuando se entere Arashikage-sama de esto... Ya veréis...
—¡No, YUI-SAMA NO, POR FAVOR! ¡NOS CORTARÁ LOS HUEVOS! —El compañero del rechoncho, un hombre alto con gafas de culo de vaso, se agarró a su compañero llorando como una magdalena.
—¿Todavía os creéis esos cuentos? —rió—. Creo que vuestros genitales estarán a salvo. Pero ya veréis, ya, como mínimo, preparáos para dos meses de limpieza intensiva de retretes.
Un escalofrío recorrió a los dos guardias. Yuina se puso la máscara de ANBU en forma de careta de zorro, le dio un tortazo gratuitamente reconfortante a uno de los dos chunin y desapareció de allí tan rápido como había venido.
Justo cuando Tantei iba a salir de la taberna, fue presa de un fuerte golpe en la cabeza y de un resonar metálico que retumbó en sus oídos: una sartén. Lo único que escuchó antes de caer sobre el frío camino de piedras de la calle fue una voz grave, la del tabernero, que decía:
—Se atreven a meterse en mi taberna como si yo no fuera a defender a mi aldea, estos flipados...
Despertó unos minutos más tarde, o unas horas, quién sabe cuánto tiempo había pasado. Tenía las manos atadas con una robusta cuerda, un esparadrapo en la boca y estaba en un lugar que tardó en reconocer, pero que se identificó como una bodega, o tal vez un almacén. La única puerta, pesada, de hierro, estaba firmemente cerrada, de modo que Tantei no tenía escapatoria.
Habían cajas desperdigadas por aquí y por allá, y toneles con contenido desconocido.
De pronto se dio cuenta de que una de las cajas estaba tumbada al lado de la puerta de salida, y su contenido se había desparramado por el suelo de la taberna, tal vez por error, cuando su captor la había cerrado con fuerza.
Eran redondos, peluditos y marrones. Eran kiwis. Varias decenas de ellos.
—Pe... pero Yuina-senpai, nosotros... —gimió el más bajito: un ninja rechonchete con perilla de chivo que temblaba más que un flan de huevo, que un flan de vainilla y una gelatina de marca blanca caducada—. ...pensábamos que no pasaría nadie por aquí... Hoy era día festivo, la lluvia apretaba considerablemente. Ningún mercader pasaría por aquí.
—Por supuesto que no, un mercader no... —musitó Yuina, iracunda—. ¡¡Pero sí un espía, maldito descerebrado inútil!! Ya veréis cuando se entere Arashikage-sama de esto... Ya veréis...
—¡No, YUI-SAMA NO, POR FAVOR! ¡NOS CORTARÁ LOS HUEVOS! —El compañero del rechoncho, un hombre alto con gafas de culo de vaso, se agarró a su compañero llorando como una magdalena.
—¿Todavía os creéis esos cuentos? —rió—. Creo que vuestros genitales estarán a salvo. Pero ya veréis, ya, como mínimo, preparáos para dos meses de limpieza intensiva de retretes.
Un escalofrío recorrió a los dos guardias. Yuina se puso la máscara de ANBU en forma de careta de zorro, le dio un tortazo gratuitamente reconfortante a uno de los dos chunin y desapareció de allí tan rápido como había venido.
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Justo cuando Tantei iba a salir de la taberna, fue presa de un fuerte golpe en la cabeza y de un resonar metálico que retumbó en sus oídos: una sartén. Lo único que escuchó antes de caer sobre el frío camino de piedras de la calle fue una voz grave, la del tabernero, que decía:
—Se atreven a meterse en mi taberna como si yo no fuera a defender a mi aldea, estos flipados...
Despertó unos minutos más tarde, o unas horas, quién sabe cuánto tiempo había pasado. Tenía las manos atadas con una robusta cuerda, un esparadrapo en la boca y estaba en un lugar que tardó en reconocer, pero que se identificó como una bodega, o tal vez un almacén. La única puerta, pesada, de hierro, estaba firmemente cerrada, de modo que Tantei no tenía escapatoria.
Habían cajas desperdigadas por aquí y por allá, y toneles con contenido desconocido.
De pronto se dio cuenta de que una de las cajas estaba tumbada al lado de la puerta de salida, y su contenido se había desparramado por el suelo de la taberna, tal vez por error, cuando su captor la había cerrado con fuerza.
Eran redondos, peluditos y marrones. Eran kiwis. Varias decenas de ellos.
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