27/08/2015, 18:40
Al terror le procedió la estupefacción.
Ayame seguía jadeando, con la mano extendida hacia el chico al que había estado persiguiendo de forma obstinada por toda la aldea. Él no tardaría en vislumbrar en ella la pequeña bolsa de color pardo que sin duda le pertenecía y comenzó a palparse el cuerpo. Incluso rebuscó concienzudamente en sus bolsillos; sin duda, buscando lo que obviamente no tenía encima. Finalmente, la voz de la razón pareció llamar a la cabeza del chico, y cuando comenzó a darse golpecitos en la frente, Ayame suspiró aliviada.
«Al fin... menos mal...»
Al final, el terminó por acercarse a ella. Aunque a Ayame no le pasó desapercibido que aquellos pasos eran lentos y desconfiados. Pese a todo, dejó que el chico recuperara la bolsa y se reincorporó sobre sus piernas, algo menos cansada de lo que estaba inicialmente.
—No hay de qué —sonrió. No quiso añadir que en realidad había tenido suerte. Si hubiese sido cualquier otra persona le que hubiese encontrado aquella bolsa después de salir corriendo de aquella manera, con casi cualquier probabilidad se habría quedado sin el dinero.
Lo que no esperaba era la explicación que le dio con respecto a su huida. Ayame abrió de par en par los ojos, sorprendida por la declaración.
—¿¡QUÉ!? ¿Matarte? ¿Por qué iba a hacer una cosa as...? —le preguntó, de manera atropellada, agitando las manos en un ademán angustiado. Pero ni siquiera había llegado a completar la pregunta cuando una monstruosa sombra los cubrió desde detrás. Ayame se dio la vuelta y retrocedió de un salto con la gracilidad de una gacela, justo en el momento en el que un brazo se recogía a su alrededor. Logró evitar el agarre por los pelos, aunque realmente no debería preocuparle que pudieran atraparla de aquella manera.
Lo que le preocupaba era que, en aquellos instantes, tres hombres cerraban la única salida del callejón.
—Vaya... vaya... ¿pero qué tenemos aquí? —habló el más corpulento de ellos. Su tamaño casi doblaba al de los dos infantes, y llevaba consigo una pesada porra que sostenía con una mano como si fuera un bolígrafo—. ¿Acaso no sabéis que este es nuestro callejón?
—Oh... pobres mocosos... —se sonrió el hombre que se encontraba a la derecha. Aquel era delgado y larguirucho como un espaguetti.
—Jijijijiji... —la escalofriante carcajada provenía del hombre desgarbado de la izquierda. Sin desplazarse del sitio, de balanceaba de un lado a otro como una cobra encorvada. Tenía un ojo mirando al País del Agua.
Ayame retrocedió ligeramente, y el líder volvió a soltar una profunda carcajada al verlo.
—¡Vamos, vamos! No pretendemos haceros ningún daño, ¿verdad, chicos?
—¡Jijijijijiji!
—De hecho, estamos dispuestos a olvidar que habéis encontrado nuestro escondite si nos dais todo lo que lleváis encima. ¿Qué decís?
Aquellas palabras las acompañaba de un suave golpeteo de su porra contra su hombro. Ayame tragó saliva, con todos los músculos en tensión.
Ayame seguía jadeando, con la mano extendida hacia el chico al que había estado persiguiendo de forma obstinada por toda la aldea. Él no tardaría en vislumbrar en ella la pequeña bolsa de color pardo que sin duda le pertenecía y comenzó a palparse el cuerpo. Incluso rebuscó concienzudamente en sus bolsillos; sin duda, buscando lo que obviamente no tenía encima. Finalmente, la voz de la razón pareció llamar a la cabeza del chico, y cuando comenzó a darse golpecitos en la frente, Ayame suspiró aliviada.
«Al fin... menos mal...»
Al final, el terminó por acercarse a ella. Aunque a Ayame no le pasó desapercibido que aquellos pasos eran lentos y desconfiados. Pese a todo, dejó que el chico recuperara la bolsa y se reincorporó sobre sus piernas, algo menos cansada de lo que estaba inicialmente.
—No hay de qué —sonrió. No quiso añadir que en realidad había tenido suerte. Si hubiese sido cualquier otra persona le que hubiese encontrado aquella bolsa después de salir corriendo de aquella manera, con casi cualquier probabilidad se habría quedado sin el dinero.
Lo que no esperaba era la explicación que le dio con respecto a su huida. Ayame abrió de par en par los ojos, sorprendida por la declaración.
—¿¡QUÉ!? ¿Matarte? ¿Por qué iba a hacer una cosa as...? —le preguntó, de manera atropellada, agitando las manos en un ademán angustiado. Pero ni siquiera había llegado a completar la pregunta cuando una monstruosa sombra los cubrió desde detrás. Ayame se dio la vuelta y retrocedió de un salto con la gracilidad de una gacela, justo en el momento en el que un brazo se recogía a su alrededor. Logró evitar el agarre por los pelos, aunque realmente no debería preocuparle que pudieran atraparla de aquella manera.
Lo que le preocupaba era que, en aquellos instantes, tres hombres cerraban la única salida del callejón.
—Vaya... vaya... ¿pero qué tenemos aquí? —habló el más corpulento de ellos. Su tamaño casi doblaba al de los dos infantes, y llevaba consigo una pesada porra que sostenía con una mano como si fuera un bolígrafo—. ¿Acaso no sabéis que este es nuestro callejón?
—Oh... pobres mocosos... —se sonrió el hombre que se encontraba a la derecha. Aquel era delgado y larguirucho como un espaguetti.
—Jijijijiji... —la escalofriante carcajada provenía del hombre desgarbado de la izquierda. Sin desplazarse del sitio, de balanceaba de un lado a otro como una cobra encorvada. Tenía un ojo mirando al País del Agua.
Ayame retrocedió ligeramente, y el líder volvió a soltar una profunda carcajada al verlo.
—¡Vamos, vamos! No pretendemos haceros ningún daño, ¿verdad, chicos?
—¡Jijijijijiji!
—De hecho, estamos dispuestos a olvidar que habéis encontrado nuestro escondite si nos dais todo lo que lleváis encima. ¿Qué decís?
Aquellas palabras las acompañaba de un suave golpeteo de su porra contra su hombro. Ayame tragó saliva, con todos los músculos en tensión.