13/05/2018, 19:54
Kaido se dejó llevar por el instinto más primario de todo tiburón: seguir el rastro de sangre dejado por su presa. Una presa en la que, en este caso, debía proteger y no comer.
El aroma a hierro le guio por todo el trayecto, primero recorriendo todo el muelle. Luego, girando a la derecha hasta cruzar todo el puerto y alejarse de éste por un camino de tierra que ascendía hasta la ciudad de Taikarune. No obstante, mucho antes de llegar hasta allí, el aroma le condujo por un desvío.
Otro camino de tierra, más estrecho y peor cuidado, que llegaba hasta lo que parecía ser un conjunto de varios pequeños edificios. Un total de doce, muy parecidos entre sí y apiñados, de madera y con puertas de doble hoja del mismo material, altísimas, y sin ventanales. Uno de ellos estaba abierto de par en par, y Kaido captó el olor inconfundible a pescado procedente de su interior. Sin duda, aquellos edificios cumplían la función de almacenes.
Un hombre estaba trabajando en el interior de dicho almacén, moviendo cajas de un sitio para otro. Otro hombre, calvo y de bigote blanco y espeso, fumaba en la entrada, sentado en un taburete.
Pero aquel no era el almacén en el que estaba interesado, sino en el que había justo en frente a este. Cerrado, por desgracia, pero del que le llegaba el inconfundible olor de su presa. O de su sangre, más bien.
El aroma a hierro le guio por todo el trayecto, primero recorriendo todo el muelle. Luego, girando a la derecha hasta cruzar todo el puerto y alejarse de éste por un camino de tierra que ascendía hasta la ciudad de Taikarune. No obstante, mucho antes de llegar hasta allí, el aroma le condujo por un desvío.
Otro camino de tierra, más estrecho y peor cuidado, que llegaba hasta lo que parecía ser un conjunto de varios pequeños edificios. Un total de doce, muy parecidos entre sí y apiñados, de madera y con puertas de doble hoja del mismo material, altísimas, y sin ventanales. Uno de ellos estaba abierto de par en par, y Kaido captó el olor inconfundible a pescado procedente de su interior. Sin duda, aquellos edificios cumplían la función de almacenes.
Un hombre estaba trabajando en el interior de dicho almacén, moviendo cajas de un sitio para otro. Otro hombre, calvo y de bigote blanco y espeso, fumaba en la entrada, sentado en un taburete.
Pero aquel no era el almacén en el que estaba interesado, sino en el que había justo en frente a este. Cerrado, por desgracia, pero del que le llegaba el inconfundible olor de su presa. O de su sangre, más bien.