16/05/2018, 02:11
El chico no paraba de forcejear. De patalear. De clavar las uñas embarradas en los pantalones pulcros e impolutos de Katame. De convulsionar. Fue una muerte lenta y dolorosa. Sufrida. Cuando todo terminó, su cara azulada se desplomó hacia un lado. Sus ojos, carentes de vida, se detuvieron en el charquito que era Kaido. Carentes de vida, pero acusadores. Como si inculpasen al Tiburón por haber permanecido escondido como un pezqueñín asustado.
—Cagonmimadre, ya me ha arrugado el pantalón —se quejó Katame, sacudiendo y luego alisando la tela con una mano.
Al hombre agacharse un poco, Kaido pudo discernir que llevaba una katana colgando a la espalda. También que, tras él, estaba la carretilla que había transportado el chaval, ahora muerto. El hombre se sentó en una silla, dobló los pies sobre la espalda del joven, que ahora le servía de reposapiés, y se encendió un cigarrillo, que se dedicó a fumar con parsimonia.
—Puta espera —le oyó farfullar Kaido, poco después.
—Cagonmimadre, ya me ha arrugado el pantalón —se quejó Katame, sacudiendo y luego alisando la tela con una mano.
Al hombre agacharse un poco, Kaido pudo discernir que llevaba una katana colgando a la espalda. También que, tras él, estaba la carretilla que había transportado el chaval, ahora muerto. El hombre se sentó en una silla, dobló los pies sobre la espalda del joven, que ahora le servía de reposapiés, y se encendió un cigarrillo, que se dedicó a fumar con parsimonia.
—Puta espera —le oyó farfullar Kaido, poco después.