16/05/2018, 18:56
Al regresar a la aldea —como ya se había dicho, era un conjunto de no más de diez casas, desperdigadas en un claro artificial del bosque—, los pasos de la kunoichi la condujeron de nuevo a la posada donde se había quedado a dormir. Por el camino, no se había encontrado al chico, pero sí a un perro negro y pequeño que ahora se había encariñado con ella y no paraba de seguirla.
En la pared donde el jovenzuelo había hecho su travesura, ahora una señora lo limpiaba con un trapo empapado en agua espumosa. Karma la reconoció al instante: era la mujer que le había dado alojamiento. La dueña de la posada, una señora de unos sesenta años, de pelo blanco y no muy largo, con cierta chepa en la espalda y rostro arrugado.
—Maldito crío… —la oyó farfullar—. Siempre igual.
En la pared donde el jovenzuelo había hecho su travesura, ahora una señora lo limpiaba con un trapo empapado en agua espumosa. Karma la reconoció al instante: era la mujer que le había dado alojamiento. La dueña de la posada, una señora de unos sesenta años, de pelo blanco y no muy largo, con cierta chepa en la espalda y rostro arrugado.
—Maldito crío… —la oyó farfullar—. Siempre igual.