2/09/2015, 15:55
(Última modificación: 2/09/2015, 15:56 por Aotsuki Ayame.)
Una sonrisa afilada se dibujó en los labios del matón que sostenía el garrote de hierro y, cuando sus ojillos negros se clavaron en su compañero, Ayame supo que algo no iba bien. Ladeó ligeramente el rostro, lo suficiente para ver cómo el rostro del genin se había contraído hasta límites insospechados. Parecía querer acuchillar con la mirada a los tres bandidos y sus mandíbulas estaban tan tensas que cualquiera temería que le asestara una dentellada si osaba acercarse lo suficiente a él.
—Vaya, vaya, si tenemos un gallito por aquí —la profunda carcajada que brotó de su pecho se vio coreada por la inquietante risilla del tuerto. El hombre-espagueti, como había decidido llamarle, se mantenía impertérrito con una sonrisa de autosuficiencia—. Vamos, niñatos, es un trato justo, ¿no creéis?
Pero Ayame no se movía. Por su parte, sentía miedo. Un miedo tan primitivo que había comenzado a afectar a su cuerpo, que temblaba sin control. Estaba recordando las múltiples ocasiones que los matones de la academia la habían amenazado para que les diera el dinero de su propio almuerzo, pero en aquella ocasión la amenaza era aún mayor. Nunca se había enfrentado de verdad a hombres armados, y aunque era ya una kunoichi hecha y derecha, no se sentía más que una pobre chiquilla indefensa frente a la presencia de aquellos tres hombres.
Fue entonces cuando sintió que una mano se cerraba sobre su hombro, y todo su cuerpo se tensó de manera inmediata. Había estado a punto de deshacer su cuerpo en agua utilizando su habilidad especial, pero se dio cuenta de que había sido su acompañante quien reclamaba su atención.
«Espera, no...» Trató de decir, pero las palabras quedaron ahogadas en su garganta y no consiguió más que emitir un debilitado gemido.
El chico se adelantó y lanzó la bolsa con el dinero hacia los pies de los bandidos. El grandullón volvía a reír y se agachó para tomar la bolsa y sopesarla entre sus monstruosas manos. El dinero tintineó con el movimiento, y el asaltador asintió, satisfecho.
—Eso es... muy bien... —ronroneó, pero entonces sus ojos volvieron a afilarse al posarse sobre los dos chiquillos y Ayame sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo—. Pero esto no es todo lo que lleváis encima, ¿verdad? Seguro que tenéis algo más... como esa bandana de metal tan reluciente, o ese portaobjetos repleto de armas —Ayame retrocedió en un gesto inconsciente cuando el bandido clavó la mirada sobre ella.
—Ni hablar... —susurró, de manera apenas audible pero fiera. No estaba dispuesta a entregar sus pertenencias. Y mucho menos la bandana que tanto esfuerzo le había costado conseguir.
Además, si la perdía... su frente quedaría al descubierto... Y todos la verían...
—¿Cómo dices, niñita?
—Jijijijiji
—Vaya, vaya, si tenemos un gallito por aquí —la profunda carcajada que brotó de su pecho se vio coreada por la inquietante risilla del tuerto. El hombre-espagueti, como había decidido llamarle, se mantenía impertérrito con una sonrisa de autosuficiencia—. Vamos, niñatos, es un trato justo, ¿no creéis?
Pero Ayame no se movía. Por su parte, sentía miedo. Un miedo tan primitivo que había comenzado a afectar a su cuerpo, que temblaba sin control. Estaba recordando las múltiples ocasiones que los matones de la academia la habían amenazado para que les diera el dinero de su propio almuerzo, pero en aquella ocasión la amenaza era aún mayor. Nunca se había enfrentado de verdad a hombres armados, y aunque era ya una kunoichi hecha y derecha, no se sentía más que una pobre chiquilla indefensa frente a la presencia de aquellos tres hombres.
Fue entonces cuando sintió que una mano se cerraba sobre su hombro, y todo su cuerpo se tensó de manera inmediata. Había estado a punto de deshacer su cuerpo en agua utilizando su habilidad especial, pero se dio cuenta de que había sido su acompañante quien reclamaba su atención.
«Espera, no...» Trató de decir, pero las palabras quedaron ahogadas en su garganta y no consiguió más que emitir un debilitado gemido.
El chico se adelantó y lanzó la bolsa con el dinero hacia los pies de los bandidos. El grandullón volvía a reír y se agachó para tomar la bolsa y sopesarla entre sus monstruosas manos. El dinero tintineó con el movimiento, y el asaltador asintió, satisfecho.
—Eso es... muy bien... —ronroneó, pero entonces sus ojos volvieron a afilarse al posarse sobre los dos chiquillos y Ayame sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo—. Pero esto no es todo lo que lleváis encima, ¿verdad? Seguro que tenéis algo más... como esa bandana de metal tan reluciente, o ese portaobjetos repleto de armas —Ayame retrocedió en un gesto inconsciente cuando el bandido clavó la mirada sobre ella.
—Ni hablar... —susurró, de manera apenas audible pero fiera. No estaba dispuesta a entregar sus pertenencias. Y mucho menos la bandana que tanto esfuerzo le había costado conseguir.
Además, si la perdía... su frente quedaría al descubierto... Y todos la verían...
—¿Cómo dices, niñita?
—Jijijijiji