27/05/2018, 15:14
Kila frunció el ceño y lanzó un esputo a un lado, muy cerca de los pies de Kaido. Toda la alegría, bondad e inocencia que había mostrado en su primer encuentro, frente al restaurante Baratie, habían desaparecido. Como si dicha persona jamás hubiese existido. Pareció meditar la propuesta del Tiburón por unos momentos. Luego, alzó la mirada al cielo, donde a la luz de Amateratsu todavía le quedaban un par de horas antes de esconderse.
Se llevó la daga a la espalda, donde la volvió a esconder, en la cintura y bajo la camisa.
—A mi lado —dijo, haciéndose a un lado para que Kaido se le pusiese a la par. No, todavía no confiaba en él. No del todo.
Luego, emprendió la marcha camino arriba, hacia Taikarune. La ciudad, de fiesta, estaba más llena de lo normal. Había un montón de puestos improvisados y tenderos locales. Vendían de todo. Ramen, churros, gominolas, juguetes, pulseras, ropa… A lo largo de las calles, decenas de lámparas de papel colgadas a cada lado, todavía sin encender.
—¿Por qué estás tan azul? —preguntó entonces, mirándole con el rabillo del ojo. Parecía que el destello de curiosidad que siempre le había iluminado no era fingido, después de todo—. ¿Es que no te da el sol donde vives?
Minutos más tarde, abandonaron la abarrotada calle principal para meterse en una callejuela. Y luego en otra… en la que los adornos y las lámparas de papel fueron desapareciendo poco a poco. Allí, un poco aislado del resto, un edificio de tres plantas. Un cartel en rojo le daba su nombre:
—Tú primero —le indicó, abriéndole la puerta del local.
A primera vista, un bar como otro cualquiera. Si acaso un poco oscuro de más, con luces de neón violeta y azul impregnando el ambiente de un tono serio, adulto. Había una gran barra a la izquierda, y varios sofás pegados al muro de la derecha. Biombos de papel separaban cada sofá, dando cierta sensación de intimidad a los clientes.
Hablando de clientela, había poca. Seguramente, porque aquel tipo de local atraía a clientes más nocturnos. Había un hombre bebiendo en la barra, acompañada de una chica. Luego, otras dos chicas, en la barra pero sin beber nada. Fue entonces cuando Kaido pudo empezar a comprender que no, que aquel no era un bar como otro cualquiera. Las chicas iban demasiado escotadas, con la falda demasiado baja, con las telas de sus prendas demasiado traslúcidas… No, aquellas chicas no eran clientes, sino que trabajaban allí.
Las dos se quedaron mirando a Kila, con la sorpresa reflejadas en su rostro, mientras la veían arrastrar a Kaido hacia uno de los sofás —el más lejano, que hacía esquina con una pared—. Se sentó en él, y poco tuvieron que esperar a que la camarera llegase a hacerles el pedido.
Miró a Kila con el ceño fruncido.
—Te dije que no quería problemas —le soltó la mujer. Debía rondar los cincuenta, tenía el pelo negro largo y ondulado y los ojos achinados.
Kila hizo un ademán con la mano, como cortando el aire.
—Solo vine con un amigo. A mí tráeme lo de siempre.
Se llevó la daga a la espalda, donde la volvió a esconder, en la cintura y bajo la camisa.
—A mi lado —dijo, haciéndose a un lado para que Kaido se le pusiese a la par. No, todavía no confiaba en él. No del todo.
Luego, emprendió la marcha camino arriba, hacia Taikarune. La ciudad, de fiesta, estaba más llena de lo normal. Había un montón de puestos improvisados y tenderos locales. Vendían de todo. Ramen, churros, gominolas, juguetes, pulseras, ropa… A lo largo de las calles, decenas de lámparas de papel colgadas a cada lado, todavía sin encender.
—¿Por qué estás tan azul? —preguntó entonces, mirándole con el rabillo del ojo. Parecía que el destello de curiosidad que siempre le había iluminado no era fingido, después de todo—. ¿Es que no te da el sol donde vives?
Minutos más tarde, abandonaron la abarrotada calle principal para meterse en una callejuela. Y luego en otra… en la que los adornos y las lámparas de papel fueron desapareciendo poco a poco. Allí, un poco aislado del resto, un edificio de tres plantas. Un cartel en rojo le daba su nombre:
El Conejo de la Suerte
—Tú primero —le indicó, abriéndole la puerta del local.
A primera vista, un bar como otro cualquiera. Si acaso un poco oscuro de más, con luces de neón violeta y azul impregnando el ambiente de un tono serio, adulto. Había una gran barra a la izquierda, y varios sofás pegados al muro de la derecha. Biombos de papel separaban cada sofá, dando cierta sensación de intimidad a los clientes.
Hablando de clientela, había poca. Seguramente, porque aquel tipo de local atraía a clientes más nocturnos. Había un hombre bebiendo en la barra, acompañada de una chica. Luego, otras dos chicas, en la barra pero sin beber nada. Fue entonces cuando Kaido pudo empezar a comprender que no, que aquel no era un bar como otro cualquiera. Las chicas iban demasiado escotadas, con la falda demasiado baja, con las telas de sus prendas demasiado traslúcidas… No, aquellas chicas no eran clientes, sino que trabajaban allí.
Las dos se quedaron mirando a Kila, con la sorpresa reflejadas en su rostro, mientras la veían arrastrar a Kaido hacia uno de los sofás —el más lejano, que hacía esquina con una pared—. Se sentó en él, y poco tuvieron que esperar a que la camarera llegase a hacerles el pedido.
Miró a Kila con el ceño fruncido.
—Te dije que no quería problemas —le soltó la mujer. Debía rondar los cincuenta, tenía el pelo negro largo y ondulado y los ojos achinados.
Kila hizo un ademán con la mano, como cortando el aire.
—Solo vine con un amigo. A mí tráeme lo de siempre.